Tampoco me esperaban buenas noticias cuando llegué a la casa de Scarborough. No habría sabido decir por qué exactamente, pero percibí algo anormal en cuanto aparqué frente a la puerta. Al principio lo atribuí a esa sensación de desorientación que lo asalta a uno al regresar a casa tras una ausencia por breve que sea, pero no era sólo eso. Parecía que alguien hubiese agarrado la casa y la hubiese desplazado un poco sobre su eje, de modo que la luz de la luna ya no la iluminaba igual que antes y las sombras se proyectaban sobre el suelo de manera distinta. El olor a gasolina que despedía el buzón me recordó lo que había ocurrido esa mañana. Encontrar arañas en el buzón ya era bastante malo, pero no sabía si sería capaz de hacer frente a la presencia de reclusas en la casa.
Me acerqué a la puerta, abrí la mosquitera y palpé la cerradura. Permanecía intacta. Introduje la llave y empujé la puerta esperando encontrar ante mí una escena desoladora, pero a simple vista no noté nada. En la casa reinaba el silencio y las puertas estaban entornadas para que corriese el aire por las habitaciones. En el vestíbulo, un viejo perchero que utilizaba para dejar el correo y las llaves había sido apartado ligeramente de la pared. Vi en el suelo con claridad las marcas donde antes descansaban las patas, ahora cubiertas de motas de polvo. En la sala de estar experimenté la misma sensación, como si alguien hubiese recorrido la casa y dejado a su paso un mínimo desorden. Habían levantado y recolocado de manera imprecisa el sofá y las sillas. En la cocina habían cambiado de sitio la vajilla y habían sacado los alimentos de la nevera y vuelto a meterlos cada cosa por su lado. Incluso habían tocado la ropa de la cama y dejado la sábana encimera mal remetida en los pies. Fui al escritorio, al fondo de la sala de estar, y creí saber qué habían venido a buscar.
Se habían llevado la copia del expediente sobre el caso.
A continuación me dediqué durante una hora a hacer algo imprevisto pero, bien pensado, natural. Fui de un lado a otro de la casa limpiando, pasando la aspiradora y barriendo, quitando el polvo y sacando brillo. Retiré las sábanas de la cama y las eché a la bolsa de la ropa sucia, junto con la pequeña selección de ropa del armario. Luego lavé todas las tazas, platos y cubiertos con agua hirviendo y los coloqué en el escurridor. Cuando acabé, el sudor me corría por el rostro, tenía las manos y la cara sucias, y la camisa se me adhería a la espalda, pero sentía que había rescatado un poco mi espacio de aquellos que habían irrumpido en él. Si no lo hubiese hecho, todo en la casa me habría parecido empañado de su presencia.
Después de ducharme y ponerme las últimas prendas de ropa que me quedaban en la bolsa de viaje telefoneé a la casa de Curtis Peltier, pero no descolgó. Deseaba prevenirle de que quienquiera que hubiese registrado mi casa podía intentar hacer lo mismo en la suya, pero me salió el contestador. Le dejé un mensaje pidiéndole que me devolviese la llamada.
Tomé el coche y llevé la ropa sucia a la lavandería de Oak Hill. Luego di la vuelta y me dirigí al guardamuebles Kraft de Gorham Road, cerca de casa. Con mi propia llave abrí uno de los trasteros que tenía allí, todavía lleno de viejos enseres de mi abuelo, junto con algunas cosas que había conservado de la casa que había compartido brevemente con Susan y Jennifer en Brooklyn. Me senté en el borde de una caja de embalar bajo la intensa luz y revisé los informes policiales uno por uno, concentrándome especialmente en aquellos que había elaborado Lutz en calidad de inspector responsable de la investigación de la muerte de Grace Peltier. Su intervención en el caso no me tranquilizó demasiado; aun así, no advertí nada en sus informes que justificase mis sospechas con respecto a él. Había realizado un trabajo más que aceptable, llegando al extremo de interrogar al esquivo Carter Paragon.
Cuando regresé a casa, fui a mi habitación y retiré una sección de zócalo de cuarenta y cinco centímetros de detrás de la cómoda. Del hueco que yo mismo había hecho saqué un paquete envuelto en hule. Contenía otros dos paquetes, uno más grande y otro más pequeño, pero no los toqué. Lo llevé a la cocina, extendí un periódico sobre la mesa y desenvolví el arma.
Era una Smith & Wesson de tercera generación modelo 1076, una versión de 10 milímetros desarrollada de forma específica para el FBI. Durante un año tuve una similar, hasta que la perdí en un lago del norte de Maine mientras huía desesperadamente para salvar la vida. En cierto modo me había alegrado de perder de vista aquella pistola. Con ella había cometido actos atroces y acabó representando todo lo peor que yo llevaba dentro.
Sin embargo, dos semanas después de perderla me llegó una nueva 1076; me la enviaba Louis y me la entregó uno de sus emisarios, un negro gigantesco con una camiseta en la que se leía KLAN killer. Louis me telefoneó una o dos horas después de la entrega.
– No la quiero, Louis -le dije-. Estoy harto de las armas, y en especial de ésta.
– Eso es lo que sientes ahora, pero ésa era tu arma -comentó-. La usaste porque no te quedaba alternativa, y la manejabas bien. Quizá llegue un día en que te alegres de tenerla.
En lugar de tirarla la envolví con el hule. Hice lo mismo con el Colt Detective Special calibre 38 de mi padre y una Heckler & Koch semiautomática de 9 milímetros para la que no tenía permiso. Luego corté la sección de zócalo y dejé las armas a buen recaudo en el hueco que había hecho para ellas. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Ahora desprendí el cargador mediante el resorte situado en el lado izquierdo de la culata. Fiel a la vieja rutina de seguridad, eché atrás la corredera por si quedaba alguna bala en la recámara. Inspeccioné ésta por la abertura del eyector, solté la corredera y apreté el gatillo. Durante media hora me dediqué a limpiar y engrasar el arma. Después la cargué y apunté hacia la puerta. Incluso totalmente cargada pesaba poco más de un kilo. Palpé el contorno con el pulgar, pasé el dedo por el número de serie, en el lado izquierdo del bastidor, y sentí un miedo inexplicable.
Todos llevamos dentro recursos oscuros, un depósito de dolor y rabia al que echar mano cuando surge la necesidad. La mayoría de nosotros no nos vemos obligados nunca, o casi nunca, a hurgar demasiado hondo en él. Así debería ser, porque recurrir a él tiene un coste, y uno pierde un poco de sí mismo en cada ocasión, una parte de aquello que uno tiene de bueno, honorable y honrado. Cada vez que se utiliza hay que ahondar un poco más, penetrar un poco más en la negrura. Criaturas extrañas se deslizan en sus profundidades, iluminadas desde dentro por una luz cegadora y alimentadas únicamente por el deseo de sobrevivir y matar. El peligro de zambullirse en ese estanque, de beber esas aguas oscuras, es que un día uno puede sumergirse tanto que ya no sea capaz de aflorar de nuevo a la superficie. Si uno se abandona a él, está perdido para siempre.
Al contemplar el arma, al sentir su poder, su vil e incontestable letalidad, me vi al borde de esas aguas negras y percibí la quemazón en la piel, oí el chapoteo de las olas que me llamaba y atraía a sus profundidades. No bajé la vista por miedo a lo que pudiera ver reflejado en la superficie.
En un esfuerzo por apartarme me levanté y escuché los mensajes del contestador. Había uno de Rachel que telefoneaba para saludarme. Le devolví la llamada de inmediato, y descolgó cuando el timbre sonó por segunda vez.
– Hola -dijo-. Ya he conseguido esas entradas para el Wang.
– Estupendo.
– No te veo muy entusiasmado.
– No he tenido muy buen día. Un policía me ha agredido por mofarme de sus creencias y otro hombre me ha amenazado con arrancarme la cabeza con un hierro del nueve.
– Parece mentira, con ese encanto natural tuyo -comentó antes de adoptar un tono más serio-. ¿Quieres contarme qué está pasando?