Le expliqué parte de lo que sabía o sospechaba hasta el momento. No mencioné a Marcy Becker, ni a Ali Wynn ni a los dos policías. Prefería no hablar de eso por teléfono, ni en una casa que había sido allanada tan recientemente por unos desconocidos.
– ¿Vas a continuar con el caso?
Guardé silencio antes de contestar. A mi lado, la Smith & Wesson despedía un resplandor apagado a la luz de la luna.
– Creo que sí -respondí en voz baja.
Rachel suspiró.
– Entonces me parece que será mejor que devuelva las entradas.
– No, no lo hagas. -De pronto deseaba estar con Rachel más que nada en el mundo, y, en todo caso, aún tenía que hablar con Ali Wynn-. Nos veremos tal como habíamos acordado.
– ¿Seguro?
– Nunca he estado tan seguro de algo.
– Muy bien, pues. Parker, sabes que te quiero, ¿verdad? -Tenía la costumbre de llamarme Parker de vez en cuando, simplemente porque ninguna otra persona cercana a mí me había llamado así nunca.
– Yo también te quiero.
– Bien. Siendo así, más vale que te cuides.
Y dicho esto colgó.
El segundo mensaje del contestador era sin duda insólito. Una voz masculina decía: «Señor Parker, me llamo Arthur Franklin. Soy abogado. Tengo un cliente muy interesado en hablar con usted». Arthur Franklin parecía un tanto nervioso, como si detrás de él, en las sombras, alguien blandiese un trozo de manguera. «Le agradecería que me llamase cuanto antes.»
Había dejado su número de teléfono particular, así que le llamé. Cuando le dije quién era, el alivio brotó de él como el aire de un neumático pinchado. Debió de darme las gracias tres veces en igual número de segundos.
– El nombre de mi cliente es Harvey Ragle -explicó sin darme ocasión a decir nada más-. Es director de cine. Tiene los estudios y la distribuidora en California, pero recientemente ha venido a vivir y a trabajar a Maine. Por desgracia, el estado de California se muestra disconforme con el carácter de su arte y ahora hay en curso una demanda de extradición. Y lo que es más, ciertos individuos al margen de la ley también se han sentido ofendidos por el arte del señor Ragle, y ahora mi cliente cree que su vida corre peligro. Tenemos una vista preliminar mañana por la tarde en el juzgado federal, y después mi cliente estará disponible para hablar con usted.
Por fin hizo un alto para tomar aire y me dio oportunidad de interrumpirlo.
– Perdone, señor Franklin, pero dudo que su cliente sea asunto mío, en estos momentos no acepto ningún caso nuevo.
– Ah, no -repuso Franklin-. No lo entiende. No se trata de un caso nuevo. Es una ayuda en el caso que le ocupa actualmente.
– ¿Qué sabe usted de mis casos?
– Dios mío -respondió Franklin-. Sabía que esto no era buena idea. Se lo dije, pero se negó a escucharme.
– ¿A quién se lo dijo?
Franklin exhaló un suspiro trémulo y profundo, como si estuviese al borde del llanto. No era precisamente Perry Mason. Por algún motivo, tenía la sensación de que Harvey Ragle estaría tomando el sol de California en un futuro cercano.
– Me pidió que le llamase cierto individuo de Boston -prosiguió Franklin-. Se dedica a la venta de cómics. Creo que usted conoce ya al caballero en cuestión.
Conocía al caballero. Se llamaba Al Z y, a todos los efectos, controlaba la mafia de Boston desde un despacho situado encima de una tienda de cómics de Newbury Street.
De pronto me hallaba metido en problemas serios.
6
Cuando me desperté, el sol que entraba resplandeciente por las ventanas salpicaba de millares de puntos luminosos el tenue tejido de las cortinas. Oía el zumbido de las abejas, atraídas por los trilliums y las hepáticas que crecían en el extremo del jardín, y por los capullos de color rosa del único manzano silvestre que señalaba el comienzo del camino de acceso.
Me duché, me vestí y luego tomé la bolsa de deporte y me dirigí a One City Center para hacer ejercicio durante una hora. En el vestíbulo me crucé con Norman Boone, uno de los agentes del ATF (la sección del Departamento de Justicia destinada al control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego) radicado en Portland, y lo saludé con un gesto. Me devolvió el saludo, que ya era mucho, pues Boone normalmente era tan cordial como un gato en un saco. Tanto los federales como la jefatura de policía y el ATF tenían oficinas en One City Center, y saber eso contribuía a que uno se sintiese bastante seguro al utilizar el gimnasio, siempre y cuando a algún fanático resentido contra el gobierno no se le ocurriese hacer historia con una camioneta cargada de Semtex.
Intenté concentrarme en mi rutina, pero me distraía continuamente a causa de los acontecimientos de los últimos días. Acudían a mi pensamiento imágenes de Lutz, Voisine y los Becker, y tenía plena conciencia de la Smith & Wesson, dentro de su funda Milt Sparks Summer Special, que en ese momento tenía guardada en la taquilla. También era muy consciente de que Al Z se interesaba por mis asuntos, lo cual, en la escala de las «cosas buenas que pueden pasarle a una persona», aparecía en algún lugar entre contraer la lepra y tener a un inspector de hacienda instalado en casa.
Al Z había llegado a Boston a principios de los años noventa, después de varias operaciones bastante eficaces del FBI contra la mafia de Nueva Inglaterra en las que habían intervenido grabaciones en vídeo y audio y un pequeño ejército de informantes. Mientras Action Jackson Salemme y Baby Shanks Manocchio (de quien una vez se dijo que, si alguna mosca se posaba en él, pagaba alquiler) se disputaban ostensiblemente el control del negocio, ambos acosados por la vigilancia policial y los rumores de que uno de ellos, o los dos, podían estar informando a los federales, Al Z intentaba devolver la estabilidad entre bastidores, impartiendo consejos y disciplina a diestro y siniestro poco más o menos en igual medida. La posición que ocupaba formalmente en la jerarquía era un tanto imprecisa, pero, según aquellos con un interés no meramente pasajero en el crimen organizado, Al Z estaba al frente de las actividades de la mafia en Nueva Inglaterra desde todos los puntos de vista menos el nominal. Nuestros caminos se habían cruzado ya una vez, con repercusiones violentas; desde aquel momento yo vigilaba mucho dónde pisaba.
Al salir del gimnasio, fui por Congress hasta la biblioteca de la Sociedad Histórica de Maine, donde dediqué una hora a revisar todo el material disponible sobre Faulkner y los Baptistas de Aroostook. El expediente estaba a mano y aún caliente después de la última tanda de fotocopias para los medios de comunicación, pero apenas contenía algo más que vagos detalles y recortes de prensa amarillentos. El único artículo digno de mención procedía de un número de la revista Down East, publicado en 1997. El autor firmaba sólo como «G.P.». Una llamada a la redacción de Down East confirmó que la colaboradora había sido Grace Peltier.
En lo que probablemente fueron los pasos preliminares para su tesis, Grace había recopilado información sobre las cuatro familias y elaborado una breve historia de la vida y creencias de Faulkner, en su mayor parte basada en sermones no publicados y recuerdos de quienes lo habían oído predicar.
Para empezar, Faulkner no era un verdadero pastor; aparentemente lo había «ordenado» su propia grey. No era premilenarista, uno de aquellos que creen que el caos en la tierra anuncia la inminencia del Segundo Advenimiento y que los fieles, por tanto, no deben hacer nada para impedirlo. En sus prédicas, Faulkner mostraba un lúcido conocimiento de los asuntos terrenos y alentaba a sus seguidores a oponerse al divorcio, la homosexualidad, el liberalismo y prácticamente a todo aquello que los años sesenta promovieron. En este sentido delataba la influencia de John Knox, uno de los primeros pensadores del protestantismo, pero Faulkner también era discípulo de Calvino. Creía en la predestinación: Dios había elegido a quienes habían de salvarse aun antes de su nacimiento y, por tanto, las personas no podían salvarse a sí mismas fueran cuales fuesen sus buenas obras en este mundo. Sólo la fe conducía a la salvación; en este caso, la fe en el reverendo Faulkner, lo que se consideraba una consecuencia natural de la fe en Dios. Si uno era seguidor de Faulkner, tenía garantizada la salvación. Si uno lo rechazaba, tenía garantizada la condenación. Todo quedaba bastante claro.