Se adhería al punto de vista agustiniano, popular entre ciertos fundamentalistas, según el cual Dios tenía el propósito de que sus seguidores construyesen una «Ciudad en la Montaña», una comunidad consagrada a la veneración y mayor gloria del Señor. Eagle Lake se convirtió en el enclave elegido para su gran proyecto: un pueblo de sólo seiscientas almas que nunca había llegado a recuperarse del éxodo provocado por la segunda guerra mundial, cuando quienes regresaron del frente optaron por quedarse en las ciudades en vez de volver a las pequeñas localidades del norte; un lugar con una o dos carreteras aceptables y sin más electricidad en la mayoría de las casas que la que producían los generadores particulares; una comunidad donde la carnicería y la tienda de artículos de confección habían cerrado en la década de los cincuenta, y donde la mayor empresa del pueblo, el aserradero de Eagle Lake, que fabricaba bolos de madera noble, había quebrado en 1956 después de sólo cinco años en activo, y luego, desviándose hacia otras líneas de producción, había seguido en situación precaria hasta cerrar definitivamente en 1977; una pequeña localidad compuesta en su mayoría por católicos franceses, que consideraban a los recién llegados una rareza y los abandonaban a su suerte, agradeciendo cualquier pequeña suma que gastasen en simientes y víveres. Ése fue el lugar elegido por Faulkner, y ése fue el lugar donde murió su gente.
Y si parece extraño que veinte personas pudiesen llegar a alguna parte en 1963 y desaparecer menos de un año más tarde sin que volviera a saberse de ellos, conviene recordar que éste es un estado extenso, con una población aproximada de un millón de habitantes dispersos en un área de más de ochenta y cinco mil kilómetros cuadrados, en su mayor parte de terreno forestal. Pueblos enteros de Nueva Inglaterra se han visto engullidos por el bosque y han dejado de existir sin más. En otro tiempo eran localidades con calles y casas, aserraderos y escuelas, donde hombres y mujeres trabajaban, rendían culto a Dios y eran enterrados, pero hoy en día habían desaparecido, y el único vestigio de su existencia eran las ruinas de viejos muros de piedra y la anómala disposición de los árboles a lo largo de lo que antes fueron carreteras. En esta parte del mundo las comunidades iban y venían: así eran las cosas.
Este estado poseía rasgos propios y poco comunes que a veces se olvidaban, características singulares fruto de su historia y de las guerras libradas en su territorio, de los bosques y de su naturaleza elemental, del mar y de los desconocidos que las olas arrastraron hasta sus costas. Había cementerios con una sola fecha en cada lápida, en comunidades fundadas por gitanos que nunca habían nacido oficialmente y sin embargo habían muerto con la misma certeza que cualquier otro. Había pequeñas tumbas separadas de las sepulturas familiares, donde yacían los hijos ilegítimos, sin que la causa de su fallecimiento se hubiese indagado alguna vez muy a fondo. Y había tumbas vacías, sus lápidas eran monumentos a los desaparecidos, a aquellos que se habían ahogado en el mar o extraviado en el bosque y cuyos huesos descansaban ahora bajo la arena y el agua, bajo la tierra y la nieve, en lugares adonde nunca llegaría la huella del hombre.
Después de pasar uno tras otro los recortes amarillentos, los dedos me olían a moho y, sin darme cuenta, empecé a frotarme las manos en el pantalón para librarme del olor. Por lo que veía, el mundo de Faulkner no era un entorno en el que yo desease vivir, pensé al devolver el expediente a la bibliotecaria. Era un mundo donde la salvación no estaba en nuestras manos, donde no existía posibilidad de expiación; un mundo habitado por los condenados, de quienes aquellos pocos con la salvación asegurada se mantenían a distancia. Y si eran condenados no le importaban a nadie; su destino, por horrendo que fuese, no era ni más ni menos que el que merecían.
Cuando regresaba a casa, una furgoneta de UPS me siguió desde la interestatal y se detuvo detrás de mí cuando entré en el camino de acceso. El repartidor me entregó un paquete urgente del abogado Arthur Franklin a la vez que lanzaba un cauto vistazo al buzón ennegrecido.
– ¿Tiene algo contra el cartero? -preguntó.
– El correo basura -expliqué.
Movió la cabeza en un gesto de asentimiento sin mirarme mientras yo firmaba el recibo de la entrega.
– Es una lata -convino antes de apresurarse a subir a la furgoneta y regresar rápidamente a la carretera.
El paquete de Arthur Franklin contenía una cinta de vídeo. Volví a la casa y la puse. Al cabo de unos segundos empezó a sonar una música pegadiza y en la pantalla aparecieron las palabras PRODUCCIONES CHÁFALOS PRESENTA seguidas del título, Muerte de un insecto, y el crédito del director: Rarvey Hagle. La fiscalía del Condado de la Naranja tendría que rumiar un rato ese pequeño acertijo. Durante treinta minutos vi mujeres en distintos grados de desnudez aplastar con sus zapatos de tacón una amplia variedad de arañas, cucarachas, mantis y pequeños roedores. En la mayoría de los casos, los insectos y ratones parecían pegados o grapados a una tabla y forcejeaban mucho antes de morir. Pasé el resto en avance rápido, extraje la cinta y me planteé quemarla. Al final decidí devolvérsela a Arthur Franklin cuando lo viese, preferiblemente encajándosela en la boca, pero seguía sin comprender por qué Al Z había puesto a Franklin y su cliente en contacto conmigo, a menos que considerase que mi vida sexual podía estar cayendo en la monotonía.
Sin salir aún de mi asombro, preparé café, me serví una taza y me la llevé afuera para tomármela en el tocón de un árbol que mi abuelo, muchos años antes, había convertido en una mesa añadiéndole una sección transversal de roble. Me quedaba más o menos una hora libre antes de mi cita con Franklin, y había descubierto que ponerme a la mesa, donde mi abuelo y yo a veces nos sentábamos juntos, me ayudaba a relajarme y a pensar. A mi lado, la brisa agitaba suavemente las hojas del Portland Press Herald y el New York Times.
Mi abuelo tenía el pulso firme cuando hizo esta tosca mesa, cuando desbastó el roble hasta dejarlo completamente plano y aplicó después una capa de protector para que brillase al sol. Años después, esas mismas manos le temblaban y le costaba escribir.
Empezó a fallarle la memoria. Una noche lo trajo a casa un ayudante del sheriff, hijo de uno de sus antiguos compañeros en el cuerpo, que se lo encontró vagando por Old County Road, cerca del cementerio de Black Point; buscaba en vano la tumba de su esposa. A partir de ese momento contraté a una enfermera para cuidarlo.
Aún conservaba la fortaleza física; cada mañana hacía carreras de fondo y levantaba pesas. A veces corría por el jardín, a paso ligero pero constante, hasta acabar con la espalda de la camiseta empapada de sudor. Recobraría cierta lucidez durante un tiempo después de aquello, nos dijo la enfermera, hasta que el cerebro se le ofuscase de nuevo y las células siguiesen apagándose como las luces de una gran ciudad cuando empieza a salir el sol. Más que mis padres, ese anciano era quien me había guiado y había intentado convertirme en un buen hombre. Me pregunté si se sentiría decepcionado por el hombre que ahora soy.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un coche que se metía por el camino de acceso. Segundos después, un Cirrus negro se detuvo al borde del césped. Dentro había dos personas, un hombre al volante y una mujer en el asiento contiguo. El hombre apagó el motor y salió; la mujer continuó sentada. Tenía el sol detrás, así que en un primer momento era poco más que una silueta, fina y oscura como la hoja de un cuchillo en su funda. La Smith & Wesson estaba bajo la sección de arte del New York Times y sólo yo veía la culata. Mientras se acercaba, lo observé detenidamente, apoyando la mano con aparente despreocupación a unos centímetros de la pistola. Aquel desconocido me inquietaba, quizá por su actitud, por su evidente familiaridad con mi finca; o quizá se debiese a la mujer, que me miraba de hito en hito a través del parabrisas, la enmarañada melena de cabello castaño grisáceo cayéndole por los hombros.