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O quizá fuese porque me acordé de aquel hombre comiendo un helado en una mañana fría, succionándolo febrilmente con los labios como una araña al vaciar a una mosca y observándome mientras me alejaba por Portland Street.

Se detuvo a tres metros de mí y desenvolvió con los dedos de la mano derecha algo que sostenía en la palma de la izquierda, hasta que quedaron a la vista dos terrones de azúcar. Se los echó a la boca y empezó a chuparlos; a continuación plegó cuidadosamente el envoltorio y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Vestía un pantalón marrón de poliéster ceñido mediante un cinturón barato de piel, una desteñida camisa en otro tiempo de color amarillo chillón, que tenía ahora la palidez del rostro de un enfermo de ictericia, una miserable corbata marrón y amarilla y una chaqueta a cuadros marrones también de poliéster. Un sombrero marrón le ensombrecía la cara; al detenerse se lo quitó y, sosteniéndolo con gesto relajado en la mano izquierda, se golpeteó el muslo a un ritmo lento e intencionado.

Era de estatura media, un metro setenta y cinco poco más o menos, y parecía tan consumido que la ropa le pendía suelta alrededor del cuerpo. Caminaba despacio y con cuidado, como si, en su extrema fragilidad, pudiera partírsele una pierna al menor paso en falso. A través de su cabello hirsuto, mezcla de rojo y gris, asomaban porciones de piel rosada. También tenía las cejas rojas, así como las pestañas. Sus oscuros ojos castaños, demasiado pequeños para la cara, escrutaban entre extraños repliegues de carne, como si le hubiesen estirado hacia abajo la piel de la frente y hacia arriba la de las mejillas y luego se la hubiesen cosido a las comisuras de los párpados. Debajo destacaban unas ojeras de color rojo azulado, de manera que su visión parecía depender por completo de dos estrechos triángulos de color blanco y castaño a ambos lados del puente de la nariz. Ésta era larga y la punta le colgaba casi hasta la boca. Tenía los labios muy finos y una ligera hendidura en el mentón. Debía de rondar los cincuenta años, calculé, pero presentí que aquella aparente fragilidad era engañosa. Aquéllos no eran los ojos de un hombre que teme por su seguridad a cada paso.

– Un día caluroso -comentó golpeándose aún la pierna suavemente con el sombrero.

Asentí pero no contesté.

Inclinó la cabeza en dirección a la carretera.

– Veo que ha tenido un accidente con el buzón. -Sonrió y dejó a la vista unos dientes amarillos y desiguales con un visible hueco delante, y supe de inmediato que era él quien había dejado las reclusas.

– Arañas -contesté-. Las quemé todas.

La sonrisa desapareció.

– Es una desgracia.

– Parece que se lo toma usted de manera personal.

Sin apartar de mí la mirada, masticó los terrones de azúcar.

– Me gustan las arañas -dijo.

– Desde luego arden bien -convine-. Y ahora dígame, ¿puedo ayudarle en algo?

– Eso espero -contestó-. O quizá sea yo quien pueda ayudarle a usted. Sí, estoy seguro de que puedo ayudarle.

Hablaba con un extraño tono nasal que achataba las vocales y dificultaba la localización de su acento, una tarea que se complicaba aún más si se usaban locuciones formales. La sonrisa reapareció de forma gradual, sin llegar a reflejarse en aquellos ojos de párpados carnosos. De hecho, éstos conservaban una expresión alerta y vagamente malévola, como si algo se hubiese adueñado del cuerpo de aquel hombre extravagante y anticuado, vaciándolo por dentro y controlando su avance a través de las cuencas vacías de su cabeza.

– No creo necesitar su ayuda.

Me señaló con un dedo en un gesto de discrepancia y por primera vez vi bien sus manos. Muy delgadas, tanto que resultaban ridículas, semejaban insectos por la forma en que asomaban de las mangas de la chaqueta. Daba la impresión de que el dedo corazón medía doce centímetros de largo y, al igual que los demás, acababa en punta: no sólo parecía que tuviese la uña afilada, sino que todo el dedo parecía estrecharse cada vez más. Las uñas debían de medir cinco milímetros en su parte más ancha y las tenía manchadas de un color negro amarillento. Por debajo de los nudillos le nacía un vello rojo y corto que se extendía hasta cubrir casi todo el dorso de la mano y desaparecer en mechones bajo la manga. Le confería un extraño carácter animal.

– Vaya, vaya, caballero -dijo, e hizo ondear los dedos del mismo modo que levanta a veces un arácnido las patas cuando se siente acorralado. Sus movimientos no parecían guardar relación con sus palabras ni con el lenguaje del resto de su cuerpo. Eran como criaturas autónomas que de algún modo conseguían adherirse a un huésped y sondear sin cesar y con sutileza el mundo que las rodeaba-. No se precipite. Admiro la independencia como el que más, se lo aseguro. Es una cualidad digna de elogio en un hombre, caballero, una cualidad digna de elogio, no me malinterprete, pero puede inducirle a uno a cometer temeridades. Peor aún, caballero, peor aún: puede llevarlo a vulnerar los derechos de quienes viven a su alrededor sin saberlo siquiera. -Adoptó un tono de horror por la conducta de tales hombres y movió la cabeza en un lento gesto de desaprobación-. Usted mismo es un ejemplo, viviendo a su aire y causando a otros con ello dolor y malestar. Eso es pecado, caballero; eso es un pecado, ni más ni menos.

Aún sonriente, cruzó sus delgados dedos ante el vientre y aguardó mi respuesta.

– ¿Quién es usted? -pregunté. También mi voz delataba cierto horror. Aquel individuo era a la vez cómico y siniestro, como un mal payaso.

– Permítame que me presente -dijo-. Me llamo Pudd, señor Pudd, para servirle.

Me tendió la mano derecha para saludarme, pero no la acepté. No pude. Me repugnaba. Un amigo de mi abuelo metió una vez una araña lobo en una caja de cristal, y un día me aposté con el hijo de aquel hombre a que le tocaba una pata. La araña se apartó casi en el acto, pero me dio tiempo de percibir su textura peluda y el cuerpo articulado. Fue una experiencia que no deseaba repetir.

La mano quedó suspendida en el aire por un momento, y una vez más su sonrisa vaciló fugazmente. A continuación, el señor Pudd retiró la mano y los dedos se escabulleron bajo su chaqueta. Deslicé la mano derecha unos centímetros y agarré la pistola bajo los periódicos, a continuación retiré el seguro con el pulgar. El señor Pudd no pareció advertir el movimiento, o al menos no dio señales de ello, pero tuve la impresión de que algo cambiaba en su actitud hacia mí, como una viuda negra que cree haber acorralado a un escarabajo y de pronto descubre que está mirando a los ojos a una avispa. Su chaqueta se tensó mientras buscaba bajo ella con la mano y vi el revelador bulto de un arma.

– Preferiría que se marchase -dije sin levantar la voz.

– Lamentablemente, señor Parker, sus preferencias personales tienen poco que ver con esto. -La sonrisa se desvaneció y sus labios se contrajeron en una mueca de exagerado dolor-. A decir verdad, caballero, yo preferiría no estar aquí. Éste es un deber ingrato, pero por desgracia me lo ha impuesto usted con sus desconsiderados actos.

– No sé de qué me habla.

– Le hablo del acoso al señor Carter Paragon, de la falta de respeto por la labor de la organización que él representa, y de la insistencia por relacionar la desafortunada muerte de una mujer con esa misma organización. La Hermandad es una entidad religiosa, señor Parker, con los derechos que nuestra justa constitución otorga a tales entidades. Conoce usted la constitución, ¿verdad, señor Parker? Ha oído hablar de la Primera Enmienda, ¿verdad?