Alison Beck estaba atada al asiento en ropa interior. Le habían envuelto la cabeza con cinta adhesiva gris, que le cubría la boca y la inmovilizaba contra el cabezal. Tenía la cara hinchada, casi irreconocible, y manchas de descomposición en el cuerpo, y un cuadrado en carne viva a la vista justo por debajo del cuello, de donde le habían extraído una sección de piel.
Sin embargo, la desintegración del cuerpo quedaba disimulada por los fragmentos de telaraña que la cubrían como un velo blanco hecho jirones, y el rostro aparecía casi oculto por densas acumulaciones de hilo. Alrededor correteaban pequeñas arañas marrones sobre sus patas arqueadas, que, al percibir el cambio en el aire, contraían los palpos; otras permanecían apiñadas en rincones oscuros, con sacos de huevos anaranjados suspendidos a su lado como racimos de fruta venenosa. Las telarañas estaban salpicadas de caparazones vacíos de insectos, así como de los cuerpos de arañas que habían sido presa de sus congéneres. Moscas de la fruta revoloteaban en torno a los asientos, y Ames vio en el suelo, a los pies de Alison Beck, naranjas y peras podridas. Por todas partes chirriaban grillos invisibles, integrados en el pequeño ecosistema que se había creado dentro del coche de la doctora, pero casi toda la actividad procedía de las arañas marrones y compactas que se afanaban en la cara de Alison Beck, deslizándose con suavidad por las mejillas y los párpados y prosiguiendo la construcción de telarañas irregulares que revestían de hilo el interior del coche.
Pero quienes encontraron a Alison Beck se llevaron aún una última sorpresa. Durante la autopsia, cuando le retiraron de la cara la cinta adhesiva y le abrieron la boca, pequeñas bolas rojas y blancas rodaron de sus labios y fueron a parar a la mesa de acero como canicas deformes. Alojadas en el tórax y atrapadas bajo la lengua tenía más. Algunas habían quedado prendidas entre los dientes, aplastadas por las convulsiones de la boca al empezar las picaduras.
Sólo una seguía con vida: la descubrieron en la cavidad nasal, con sus largas patas negras enroscadas. Cuando la atenazaron con las pinzas por el abdomen esférico, forcejeó lánguidamente bajo la presión y el reloj de arena rojo que tenía dibujado por la parte de abajo pareció pararse de golpe, como una vida interrumpida inesperadamente.
Y bajo la intensa luz de la sala de autopsias los ojos de la viuda negra resplandecieron como pequeñas y oscuras estrellas.
Este mundo es una colmena. La historia es su fuerza de gravedad.
En el extremo norte de Maine, unas figuras avanzan por la carretera, sus siluetas aparecen recortadas contra el cielo de primera hora de la mañana. Las sigue un bulldozer, una grúa y dos camiones pequeños, y el reducido convoy recorre una carretera secundaria en dirección al chapoteo del agua. En el aire flotan risas y palabras soeces, y los penachos de humo de los cigarrillos se elevan y se funden con la bruma matutina. Aunque hay sitio para estos hombres y mujeres en las cajas de los camiones, prefieren caminar y disfrutar del contacto de la tierra bajo sus pies, del aire limpio en los pulmones, de la camaradería de aquellos que pronto acometerán un trabajo físico duro pero dan las gracias por el sol que lucirá suavemente sobre ellos, por la brisa que los refrescará mientras realizan su tarea, y por la amistad de quienes andan a su lado.
Son dos grupos de trabajadores. El primero lo forman peones de desbosque, contratados conjuntamente por la Compañía de Servicios Públicos de Maine y la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra para limpiar de árboles y maleza las cunetas de la carretera. Es una labor que debería haberse llevado a cabo en otoño, cuando la tierra estaba seca y despejada, y no a finales de abril, cuando la nieve helada y compacta aún cubre las elevaciones del terreno y en las ramas asoman ya los primeros brotes. Pero hace mucho que los peones dejaron de asombrarse de los métodos de sus superiores y se dan por contentos mientras no llueva cuando recorren el asfalto.
El segundo grupo lo componen los trabajadores contratados por un tal Jean Beaulieu para limpiar de vegetación las orillas del lago St. Froid a fin de preparar el terreno para la construcción de una casa. Es mera coincidencia que los dos grupos se hayan encontrado en el mismo tramo de carretera en esta mañana clara, pero marchan en buena armonía, cruzando comentarios sobre el tiempo y encendiéndose unos a otros los cigarrillos.
A las afueras de la pequeña localidad de Eagle Lake, los trabajadores doblan hacia el oeste por Red River Road, con el río Fish a la izquierda y el edificio de obra vista de la Compañía de las Aguas y el Alcantarillado de Eagle Lake a la derecha. Una pequeña alambrada termina allí donde el río desemboca en el lago St. Froid y empiezan a aparecer casas en la orilla. Por entre las ramas de los árboles se atisba la reluciente superficie del agua.
Pronto otro ruido viene a sumarse al del convoy. En el terreno que queda por encima de ellos hay unas casetas de madera donde se divisan unas siluetas: animales grises de pelaje espeso y ojos de mirada aguda e inteligente. Son híbridos de lobo, todos encadenados a sus respectivas casetas con armellas de hierro, que ladran y aúllan cuando los hombres y las mujeres pasan por debajo de ellos, forcejeando para abalanzarse sobre los intrusos en medio del tintineo de cadenas. La cría de estos híbridos es relativamente común en esta parte del estado, una peculiaridad regional que sorprende a los forasteros. Algunos de los trabajadores se detienen y miran. Varios de ellos hostigan a los animales desde la seguridad de la carretera, pero los más prudentes siguen adelante. Saben que es mejor dejar en paz a estas bestias.
Comienza el trabajo acompañado de un coro de motores y de voces, de picos y de palas que rompen la tierra, de motosierras que desgarran las ramas y los troncos de los árboles; y los olores a gasoil, a sudor y a tierra removida se mezclan en el aire. El ruido ahoga los ritmos de la naturaleza: las ranas de bosque aclarándose la garganta, los reclamos de los zorzales ermitaños y de los carrizos, los chillidos de un único somorgujo desde el agua.
El día avanza y el sol se desplaza hacia el oeste por encima del lago. En los terrenos de Jean Beaulieu, un hombre se quita el casco, se enjuga la frente con la manga y enciende un pitillo antes de volver al bulldozer. Sube a la cabina, echa marcha atrás lentamente y las notas guturales del áspero ronquido del motor se suman a los sonidos de los hombres y de la naturaleza. Arriba se desatan de nuevo los aullidos, y él mira al hombre de la grúa, a corta distancia, y mueve la cabeza en un gesto de hastío.
Estas tierras han permanecido intactas durante muchos años. La hierba ha crecido larga y silvestre y las matas se aferran con tenacidad al duro suelo. En la cabina, el hombre no tiene motivo alguno para dudar de la firmeza de la orilla donde se encuentra, hasta que un fragor extraño se desata en medio del susurro de los pinos y del zumbido de las sierras. El bulldozer emite un gruñido estridente, como un animal aterrorizado, cuando una enorme cantidad de tierra empieza a desplazarse. Los aullidos de los híbridos cobran mayor intensidad, y algunos, al percibir sonidos nuevos, comienzan a girar en círculo y a forcejear otra vez con las cadenas.
Al hundirse una sección de la orilla afloran las raíces de una picea blanca, que se inclina poco a poco hasta caer al agua creando ondas en la mansa superficie del lago. A su lado, el bulldozer parece quedar suspendido por un momento, con una oruga adherida todavía al suelo y la otra sobre el espacio vacío, y enseguida empieza a ladearse. Huyendo del peligro, el operario salta para apartarse del vehículo mientras éste vuelca y cae ruidosamente en los bajíos. Los otros dejan sus herramientas y echan a correr hacia él. Se abren paso hasta la nueva orilla, donde las aguas marrones se han apresurado ya a aprovecharse del repentino ensanchamiento de las márgenes. Su compañero, empapado y tembloroso, se levanta por su propio pie en el lago, fuerza una sonrisa y alza una mano para indicarles que está bien. Los hombres apiñados en la orilla contemplan el bulldozer allí varado. Un par de ellos lanza desganados vítores. A su izquierda, otra enorme placa de tierra se disgrega y se desploma en el agua, pero ellos apenas se dan cuenta al concentrar sus esfuerzos en ayudar a salir del agua fría a su compañero.