Pero el trabajador en lo alto de la grúa no mira el bulldozer, ni los brazos extendidos para sacar del lago al hombre empapado. Permanece inmóvil, motosierra en mano, y mantiene la mirada fija en la orilla que acaba de quedar al descubierto. Se llama Lyall Dobbs. Tiene mujer y dos hijos y, en este momento, desea con toda su alma estar con ellos. Desea con toda su alma estar en cualquier sitio menos aquí, a orillas del lago St. Froid, mirando los huesos oscurecidos que asoman entre las raíces de los árboles y entre la tierra removida, y el pequeño cráneo que se sumerge lentamente en las frías aguas del lago.
– ¿Billy? -grita.
Billy Laughton, el capataz del equipo de desbosque, se aparta del grupo de hombres apiñados en la orilla moviendo la cabeza con expresión de perplejidad.
– ¿Sí?
Por un momento no se oye una palabra más. Lyall Dobbs tiene de repente la garganta tan seca que es incapaz de producir sonido alguno. Traga saliva y continúa hablando.
– Billy, ¿tenemos algún cementerio cerca?
Laughton arruga la frente. Extrae del bolsillo un mapa plegado y lo examina por un instante. Niega con la cabeza.
– No -contesta sin más.
Dobbs, pálido, lo mira.
– Pues ahora ya lo tenemos.
Este mundo es una colmena.
Uno ha de vigilar dónde pisa.
Y ha de estar preparado para lo que pueda encontrar.
1
Era primavera y el color había vuelto al mundo.
Las lejanas montañas se transformaban; los árboles grises se recubrían de nueva vida, sus hojas eran un eco desvaído de la erupción de color del otoño. Dominaba el escarlata de los arces rojos, pero había que sumar ya las hojas de los robles rojos, de un amarillo verdoso, el plateado de los chopos de hoja dentada, y los verdes de los álamos temblones, de los abedules y de las hayas. Los álamos y los sauces, los olmos y los avellanos, todos arrancaban a florecer, y en los bosques resonaban los gritos de las aves migratorias ya de regreso.
Desde el gimnasio de One City Center veía los bosques, las copas de los árboles de hoja perenne se imponían aún en el paisaje en medio de los de hoja caduca en lenta transformación. Llovía en Portland, y abajo, en las calles, los paraguas bullían irradiando un oscuro resplandor como caparazones de cucarachas.
Me sentía a gusto por primera vez en muchos meses. Trabajaba con relativa regularidad. Comía bien, hacía ejercicio tres o cuatro veces por semana y Rachel Wolfe vendría de Boston ese fin de semana, así que alguien podría admirar la gradual mejora de mi físico. Desde hacía un tiempo no tenía pesadillas. Mi mujer y mi hija muertas no habían vuelto a aparecérseme desde la Navidad pasada, cuando me tocaron en medio de la nevada y me dieron un respiro de las visiones que me acosaban desde hacía mucho.
Completé una serie de levantamientos por encima de la cabeza y dejé la barra. El sudor me goteaba de la nariz y un halo de vapor se elevaba de mi cuerpo. Mientras bebía agua sentado en un banco, vi entrar a dos hombres desde la recepción, echar un vistazo alrededor y fijarse en mí. Vestían traje oscuro de corte formal y corbata de color apagado. Uno era corpulento, con el cabello castaño y rizado y un poblado bigote, como un actor de cine porno en decadencia, y en el espejo que había detrás de él vi el bulto de la pistola en una funda barata bajo la chaqueta. El otro, de menor estatura, era un hombre atildado y pulcro, de pelo prematuramente cano e incipiente calvicie. El más alto sostenía unas gafas de sol en la mano y su compañero llevaba puestas unas gafas con montura dorada y lentes cuadradas. Éste se acercó a mí con una sonrisa.
– ¿Señor Parker? -preguntó con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
Asentí con la cabeza, y él separó las manos y me tendió la derecha con un movimiento preciso, como un tiburón abriéndose paso a través de aguas conocidas.
– Me llamo Quentin Harrold, señor Parker -se presentó-. Trabajo para el señor Jack Mercier.
Me sequé la mano derecha con una toalla para eliminar parte del sudor y acepté el apretón. A Harrold le temblaron un poco los labios al notar el contacto de mi palma todavía sudorosa, pero resistió la tentación de limpiarse la mano en el pantalón. Supuse que no quería estropearse la raya.
Jack Mercier venía de buena familia, gente de dinero desde hacía tantas generaciones que ya a alguno de ellos debió de tintinearle la bolsa a bordo del Mayflower. Había sido senador de Estados Unidos, como lo fueron antes su padre y su abuelo, y vivía en una gran mansión de Prouts Neck cara al mar. Tenía intereses en compañías madereras, periódicos, televisión por cable, software e Internet. De hecho, tenía intereses prácticamente en todo aquello que podía garantizar nuevas inyecciones de dinero con suficiente regularidad como para que los Mercier siguiesen siendo gente de dinero en las generaciones venideras. Como senador había mostrado tendencias más o menos liberales y aún contribuía con generosas donaciones a financiar varios grupos ecologistas y defensores de los derechos civiles. Era un abnegado padre de familia; no andaba por ahí acostándose con otras -o al menos no se sabía-, y, tras su breve devaneo con la política, no se había visto empañada su reputación sino realzada, fruto tanto de su autonomía económica como de la aparente probidad moral. Corrían rumores de que pensaba volver a la política, quizá como candidato independiente para el cargo de gobernador, pero el propio Mercier aún no los había confirmado.
Quentin Harrold se cubrió la boca con la palma de la mano para carraspear y utilizó el gesto como excusa para sacar un pañuelo del bolsillo y enjugarse discretamente la mano.
– El señor Mercier desea verle -dijo con el tono de voz que reservaba probablemente para el chófer y para el hombre que limpiaba la piscina-. Tiene un trabajo para usted.
Le miré. Sonrió. Le devolví la sonrisa. Así seguimos, sonriéndonos, hasta que no quedó más opción que hablar o empezar a salir juntos.
– Quizá no me ha oído, señor Parker -dijo-. El señor Mercier tiene un trabajo para usted.
– ¿Y?
La sonrisa de Harrold vaciló.
– No sé si acabo de entenderle, señor Parker.
– Señor Harrold, no estoy tan desesperado por trabajar como para echar a correr en busca del palo cada vez que alguien me lo tira.
Eso no era del todo verdad. Portland, en el estado de Maine, no era un hervidero de vicio y corrupción tal que me permitiese hacer ascos a muchos trabajos. Si Harrold hubiese sido más guapo y de distinto sexo, habría corrido en busca del palo y luego me habría tendido boca arriba para que me restregase la tripa si pensaba que así podía ganarme al menos un par de pavos.
Harrold echó una ojeada al tipo corpulento del bigote. Éste se encogió de hombros y siguió mirándome impasible, preguntándose quizá cómo quedaría mi cabeza colgada encima de la chimenea de su casa.
Harrold volvió a carraspear.
– Disculpe. No era mi intención ofenderle. -Parecía tener dificultades para expresarse, como si las palabras fuesen parte del vocabulario de otra persona y él simplemente las tomase prestadas por un rato. Esperé a que la nariz empezase a crecerle o la lengua se le redujese a ceniza y cayese al suelo, pero no ocurrió nada-. Le estaríamos muy agradecidos si encontrase un momento para hablar con el señor Mercier -se dignó decir con cierta crispación en el rostro.