– Soy Charlie Parker -me presenté cuando Ross se puso al teléfono.
– Ah, ¿qué tal? ¿Es una llamada de cortesía?
– ¿Te he hecho alguna vez una llamada de cortesía?
– No que yo recuerde, pero siempre hay una primera vez.
– No será ésta. ¿Recuerdas que me prometiste devolverme un favor?
Se produjo un largo silencio.
– Desde luego vas directo al grano. Adelante.
– Se trata de Caronte. Hace siete u ocho años vino a Maine para investigar una organización llamada «la Hermandad». ¿Puedes averiguar adónde fue y los nombres de todos aquellos con quienes habló?
– ¿Puedo saber por qué?
– Es posible que la Hermandad esté relacionada con un caso que investigo: la muerte de una mujer. Cualquier información que puedas facilitarme quizá me sirva.
– Es todo un favor, Parker. Normalmente no andamos repartiendo por ahí nuestros expedientes.
La impaciencia y el enojo se adueñaron de mi voz y tuve que esforzarme para no gritar.
– No pido los expedientes, sino sólo cierta idea de dónde pudo estar el Viajante. Es importante, Hal.
Suspiró.
– ¿Cuándo lo necesitas?
– Pronto. Cuanto antes mejor.
– Veré qué puedo hacer. Acabas de agotar tu séptima vida. Espero que seas consciente de eso.
Mentalmente hice un gesto de indiferencia.
– En todo caso, tampoco estaba sacándole mucho partido.
Con el coche moteado por la luz del sol, avancé por avenidas arboladas, donde las ramas se veían ya verdes por los nuevos brotes, hasta aquel lugar marcado por las esperanzas defraudadas y la muerte violenta. Seguí por la I-95 hasta Houlton; luego tomé por la Interestatal 1 en dirección norte hasta Presque Isle y después atravesé las localidades de Ashland, Portage y Winterville, hasta llegar por fin al límite del pueblo de Eagle Lake. Pasé junto a una furgoneta de la cadena de televisión WCSH y le di mi nombre al agente encargado del control de carretera. Me franqueó el paso.
Ellis me había telefoneado para facilitarme el nombre de un inspector del cuartelillo de la policía estatal en Houlton. Se llamaba John Brouchard, y lo encontré hundido en el barro hasta la cintura bajo la enorme lona colocada para proteger los restos, cavando con una pala a ritmo uniforme y sin prisas. Así funcionaban aquí las cosas; todo el mundo desempeñaba su papel. La policía del estado, los guardabosques, los ayudantes del sheriff, el personal de la oficina del forense, todos se remangaban y se ensuciaban las manos. Como mínimo eran horas extra, y cuando uno tenía hijos en la universidad o pagos en concepto de alimentos que cubrir, el sobresueldo era siempre bienvenido, fuera cual fuese la manera de ganarlo.
Lo llamé desde detrás del cordón que delimitaba el lugar del crimen. Me saludó con la mano en señal de reconocimiento, salió del cenagal y desplegó el cuerpo, que debía de medir más de un metro noventa y cinco. Al plantarse ante mí me tapó el sol con la cabeza. Tenía las uñas negras de barro y la camisa empapada de sudor bajo el mono. La tierra mojada se le adhería a las botas de trabajo y oscuros churretes le surcaban la frente y las mejillas.
– Me ha explicado Ellis Howard que está colaborando con ellos en una investigación -dijo cuando nos estrechamos las manos-. ¿Puede decirme qué hace aquí si su investigación se centra en Portland?
– ¿Se lo ha preguntado a Ellis?
– Me dijo que se lo preguntara a usted, que usted tenía todas las respuestas.
– Ellis es muy optimista. Curtis Peltier, el hombre asesinado en Portland el fin de semana pasado, era pariente de Elizabeth Jessop. Creo que sus restos estaban entre los que aparecieron aquí. La hija de Curtis era Grace Peltier. La BIC III investiga las circunstancias de su muerte. Estaba trabajando en una tesis sobre la gente enterrada en esta fosa.
Brouchard me miró de arriba abajo durante diez segundos y luego me condujo a la unidad móvil del lugar del crimen, donde me permitió ver el recorrido en vídeo en un televisor portátil que les habían prestado mientras durase la recuperación de cadáveres. Me pareció que agradecía la excusa para tomarse un descanso y sirvió café para los dos, mientras yo, sentado, veía la cinta: barro, huesos y árboles; imágenes de cráneos fracturados y dedos esparcidos; agua negra; una caja torácica rota y astillada por el impacto de un disparo de escopeta; el esqueleto de un niño en posición fetal.
Al acabar la cinta, lo seguí por la carretera hasta el borde de la fosa.
– No puedo permitirle pasar de aquí -se disculpó-. Algunas de las víctimas siguen ahí abajo y además buscamos otros objetos.
Asentí. No me hacía falta entrar. Veía todo lo que necesitaba ver desde donde estaba. El lugar ya había sido fotografiado y medido. Junto a los agujeros abiertos en el barro, habían clavado estacas de madera con trozos de cartón donde constaba el carácter de los restos hallados. En algunos casos los agujeros estaban vacíos, pero en un ángulo vi a dos hombres con mono azul trabajar con cuidado en torno a un trozo de hueso que sobresalía. Cuando uno de ellos se apartó, vi el contorno curvo de una caja torácica, como dedos oscuros a punto de unirse en oración.
– ¿Todos tenían el nombre colgado al cuello?
El detalle de los nombres escritos sobre tablas de madera había aparecido en un artículo del Maine Sunday Telegram. Dado el carácter del hallazgo, era un milagro que los investigadores hubiesen conseguido mantener algo en secreto.
– La mayoría, pero a veces la madera estaba muy podrida.
Brouchard se llevó la mano al bolsillo de su camisa, sacó un papel plegado y me lo entregó. En la hoja había diecisiete nombres mecanografiados, obtenidos posiblemente mediante el cotejo de las identidades originales de los Baptistas y los nombres descubiertos en los cuerpos. Cuando no se disponía de historiales dentales, se tomaban muestras de ADN de los parientes vivos. Algunos nombres aparecían marcados con un asterisco para indicar que no existía aún identificación positiva. El nombre de James Jessop era el penúltimo de la lista.
– ¿Todavía está enterrado el hijo de los Jessop?
Brouchard echó un vistazo a la lista que yo sostenía en la mano.
– Van a trasladarlo hoy, a él y a su hermana. ¿Le dice algo ese nombre?
No contesté. Me llamó la atención otro nombre de la hoja: Louise Faulkner, la esposa del reverendo Faulkner. Advertí que en la lista no constaban ni el nombre de Faulkner ni el de sus hijos.
– ¿Tienen ya idea de cómo murieron?
– No sabremos nada con seguridad hasta disponer de los resultados de las autopsias, pero todos los hombres y dos mujeres presentaban heridas de bala en la cabeza o en el cuerpo. Al parecer, a los otros los mataron a palos. La mujer de Faulkner probablemente fue estrangulada; encontramos fragmentos de cuerda alrededor de su cuello. Algunos niños tienen el cráneo fracturado, como si los hubiesen golpeado con una piedra o un martillo. En apariencia, un par presenta heridas de bala en la cabeza. -Se interrumpió y dirigió la mirada al lago-. Tengo la impresión de que usted sabe algo acerca de esta gente.