– Un poco -admití-. A juzgar por los nombres de esta lista, hay al menos un sospechoso.
Brouchard asintió con la cabeza.
– El predicador, Faulkner, a no ser que alguien colocase esas tablas para despistarnos y Faulkner esté ahí muerto junto con los demás.
Era una posibilidad, aunque yo sabía que la existencia del Apocalipsis adquirido por Jack Mercier prácticamente la descartaba.
– Mató a su propia mujer -dije más para mí que para Brouchard.
– ¿Tiene idea de por qué?
– Quizá porque se opuso a lo que él se disponía a hacer.
En su artículo para la revista Down East, Grace Peltier había mencionado que Faulkner era un fundamentalista. Según esta doctrina, una esposa debía someterse a la autoridad de su marido; no se permitían discusiones ni desafíos. Asimismo supuse que Faulkner necesitaba la admiración y la aprobación de ella para todo lo que hacía. Cuando ella se las retiró, para él dejó de tener el menor valor.
Ahora Brouchard me miraba con interés.
– ¿Tiene idea de por qué los mató a todos?
Recordé lo que Amy me había contado sobre la Hermandad, su odio hacia todo aquello que percibía como flaqueza y falibilidad humanas; los ornamentados Apocalipsis de Faulkner, las visiones del Juicio Final; y la palabra grabada bajo el nombre de James Jessop en un trozo de madera con tierra incrustada: PECADOR.
– Son sólo conjeturas, pero creo que lo decepcionaron de algún modo, o que se volvieron contra él y él los castigó por sus defectos. En cuanto se opusieron a él estuvieron acabados, maldecidos por rebelarse contra el ungido de Dios.
– Es un castigo muy severo.
– Supongo que era un hombre muy severo.
Me pregunté también si, en algún rincón oscuro de su alma, Faulkner había sabido desde el principio que lo defraudarían, que así eran los seres humanos: intentaban y erraban y volvían a errar, y seguían errando hasta que por fin se enmendaban o se les terminaba el tiempo y tenían que pagar por sus acciones. Pero Faulkner les concedió una única oportunidad: cuando erraron, vio en ello una demostración de su inutilidad, de su imposibilidad de salvación. Estaban condenados. Siempre habían estado condenados y cuanto ocurriese era intrascendente en este mundo y en el otro.
Aquellas personas habían seguido a Faulkner hasta la muerte, cegadas por la esperanza de una nueva época dorada, por el deseo de tener convicciones, de algo en que creer. Nadie había intervenido. Al fin y al cabo, corría el año 1963: los comunistas eran la amenaza, no la gente temerosa de Dios que deseaba crear una forma de vida más simple.
Pasarían quince años hasta que Jim Jones y sus discípulos asesinaran al congresista Leo Ryan antes de organizar el suicidio masivo de novecientos seguidores, tras el cual la gente empezó a adoptar un punto de vista distinto.
Pero incluso después de los acontecimientos de Jonestown, los falsos Mesías seguían atrayendo adeptos. Rock Theriault torturó sistemáticamente a sus seguidores en Ontario hasta que mató con sus propias manos a una mujer llamada Solange Boilard en 1988. Jeffrey Lundgren, el líder de una secta mormona escindida, mató a cinco miembros de la familia Avery -Dennis y Cheryl Avery, y sus jóvenes hijas Trina, Rebecca y Karen- en un establo de Kirtland, Ohio, en abril de 1989 y sepultó sus restos bajo tierra, rocas y basura. Nadie fue a buscarlos hasta transcurrido casi un año, a raíz de un soplo a la policía de un miembro despechado de la secta. La familia LeBaron y sus discípulos, de la escindida Iglesia Mormona del Primogénito, asesinaron a casi treinta personas, incluida una niña de dieciocho meses, en un ciclo de violencia que se prolongó desde principios de los años setenta hasta 1991.
Y luego vinieron los hechos de Waco, que demostraron por qué tradicionalmente las fuerzas del orden son reacias a intervenir en los asuntos de grupos religiosos. Pero en 1963 tales incidentes eran casi inimaginables; nadie habría visto razón alguna para temer por la seguridad de los Baptistas de Aroostook, ni la necesidad de dudar de las intenciones del reverendo Faulkner, ni habría motivo alguno para que sus discípulos temiesen entrar con él en el valle de la sombra y de la muerte.
La furgoneta Dodge de la oficina del forense llegó mientras permanecíamos callados a orillas del lago, y entonces se iniciaron los preparativos para el transporte de más cuerpos al aeródromo de Pesque Isle. Mientras Brouchard se ocupaba de los detalles del traslado, me acerqué al linde del bosque y observé las siluetas que se movían bajo la lona. Eran casi las tres y junto al río hacía fresco. El viento que soplaba desde el lago agitaba el cabello de los hombres del equipo forense mientras se llevaban del lugar del crimen una bolsa con restos humanos, sujeta con correas a una camilla para impedir mayores daños en los huesos. Desde el norte, los híbridos aullaban.
No todos habían muerto allí, de eso estaba seguro. Aquellos terrenos ni siquiera formaron parte de la parcela que les arrendaron. Los campos que habían labrado estaban al otro lado de la colina, detrás de las perreras; y las casas, desaparecidas desde hacía tiempo, se hallaban aún más allá. A los adultos seguramente los habían asesinado en la colonia o cerca de ella, pues habría resultado difícil conducirlos al sitio previsto para su enterramiento, y más todavía controlarlos una vez iniciada la matanza. Era sensato enterrarlos lejos del centro de la comunidad por si, en el futuro, las sospechas se transformaban en acción y se llevaba a cabo un registro de la finca. Era más seguro, pues, deshacerse de ellos junto al lago.
Según el artículo de Grace, la comunidad se había disgregado aparentemente en diciembre de 1963. Cualquier indicio del enterramiento habría quedado oculto bajo las nieves del invierno. Cuando llegó el deshielo y el suelo se convirtió en barro, habría pocas señales para distinguir este trozo de tierra de cualquier otro. Era terreno sólido; no debería haberse hundido, pero se hundió.
Al fin y al cabo llevaban esperando mucho, mucho tiempo.
Cerré los ojos y escuché mientras el mundo se desvanecía alrededor, intentando imaginar aquellos minutos finales. Los aullidos se acallaron, el ruido de los coches en la carretera se transformó en el zumbido de las moscas, y en medio del suave susurro de las ramas sobre mi cabeza…
Oigo disparos.
Hay hombres corriendo, sorprendidos mientras trabajan en los campos. Ya han caído dos con enormes e irregulares agujeros ensangrentados en la espalda. Uno de los que aún viven se da media vuelta con una horca en las manos. Su vientre se desgarra traspasado por el disparo, y en su cuerpo penetran simultáneamente la madera y el metal. Sin detenerse siquiera a recargar las armas, persiguen al último a través de la hierba. Sobre ellos vuela en círculo una bandada de cuervos emitiendo sonoros graznidos. Los gritos del último en morir se funden con los de las aves y a continuación reina el silencio.
Oí algo entre los árboles a mis espaldas, pero al mirar sólo vi el ligero movimiento de las ramas, como si el paso de un animal las hubiese alterado. Más allá, el verde se tornaba negro y las formas de los árboles no se veían claramente.
Las mujeres son las siguientes en morir. Les han dicho que se arrodillen y recen en una de las casas, que piensen en los pecados de la comunidad. Oyen los disparos pero no comprenden su significado. Se abre la puerta y Elizabeth Jessop se vuelve. La silueta de un hombre se recorta contra la luz vespertina. Le dice que desvíe la mirada, que se incline ante la cruz y pida perdón.