– No puedo imaginar siquiera lo que debe de ser una cosa así -continuó Mercier-. Pero conozco a una persona que probablemente sí puede, y por eso le he pedido a usted que venga hoy.
Fuera había dejado de llover y clareaba. Tras la cabeza de Mercier, el sol lucía con fuerza y entraba a raudales por la ventana, bañando con su resplandor el escritorio y la silla y reproduciendo en la moqueta la silueta de la cristalera. Vi que un insecto reptaba por la mancha de luz intensa, tanteando el aire con sus diminutas antenas.
– Se llama Curtis Peltier, señor Parker -dijo Mercier-. Antes era socio mío, hasta que me pidió que le comprase su participación y siguió su propio camino. Las cosas no le fueron muy bien; hizo alguna que otra inversión poco acertada, me temo. Hace diez días encontraron a su hija muerta en su coche. Se llamaba Grace Peltier. Puede que ya haya leído la noticia en la prensa. De hecho, según tengo entendido, es muy posible que la conociese usted hace tiempo.
Asentí. Sí, pensé, conocí a Grace hacía tiempo, cuando los dos éramos mucho más jóvenes e incluso creímos, por un instante, que podíamos estar enamorados. Fue una relación pasajera, que no duró más de dos meses, después de graduarme en el instituto, una aventura de verano como tantas otras que se marchitó y secó igual que una hoja al llegar otoño. Grace era guapa y morena, de ojos muy azules, boca pequeña y piel del color de la miel. Era fuerte -ganadora de medallas en natación- y poseía una inteligencia extraordinaria, razón por la que, pese a su aspecto físico, muchos chicos la rehuían. Yo no era tan listo como Grace, pero sí lo suficiente para saber apreciar la belleza cuando aparecía ante mí. O al menos eso pensaba. A la postre no la supe apreciar en absoluto, ni a ella ni su belleza.
Recordaba a Grace sobre todo por una mañana que pasamos juntos en Higgins Beach, no muy lejos de donde ahora me hallaba con Jack Mercier. Estábamos de pie a la sombra de la vieja pensión conocida como The Breakers; el viento le agitaba el pelo y las olas rompían ante nosotros. Me dijo por teléfono que no le había venido la regla: cinco días de retraso, y para eso ella era muy puntual. Mientras iba en coche a Higgins Beach para reunirme con ella, sentía como si un torno estuviese estrujándome lentamente el estómago. Cuando en el cruce de Oak Hill pasó ante mí una flota de camiones, por un momento contemplé la posibilidad de pisar a fondo el acelerador y acabar con todo. Supe entonces que lo que sentía por Grace Peltier, fuera lo que fuese, no era amor. Esa mañana, ella debió de verlo en mi cara cuando nos sentamos en silencio a escuchar el rumor del mar. Cuando le vino la regla dos días más tarde después de una angustiosa espera para los dos, me dijo que creía que no debíamos vernos más, y yo me alegré de dejarla ir. No había sido ni remotamente uno de los momentos más honrosos de mi vida, pensé. Desde entonces perdimos el contacto. Habíamos coincidido un par de veces, y la había saludado con la cabeza en algún bar o restaurante, pero no llegamos a hablar. Cada vez que la veía, me acordaba de ese encuentro en Higgins Beach y de mi inmadurez de entonces.
Intenté recordar lo que había oído de su muerte. Grace, en esos momentos estudiante de posgrado en Northeastern, Boston, había muerto de una sola herida de bala en una carretera adyacente a la Interestatal 1, a la altura de Ellsworth. Su cuerpo apareció desplomado en el asiento del conductor de su propio coche, con la pistola todavía en la mano. Suicidio: la forma más extrema de defensa. Era la única hija de Curtis Peltier. La noticia recibió más atención que la de costumbre sólo por los antiguos lazos entre Peltier y Jack Mercier. Yo no asistí al funeral.
– Según los periódicos, la policía no busca a nadie en relación con su muerte, señor Mercier -dije-. Por lo visto, piensan que Grace se suicidó.
Mercier negó con la cabeza.
– Curtis no cree que la herida se la hiciese ella misma.
– Es una reacción muy habitual -contesté-. Todos nos negamos a aceptar que un ser cercano pueda quitarse la vida. Es mucha la culpabilidad que recae en quienes quedan detrás para asumirla fácilmente.
Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente.
– Grace era una joven fuerte e inteligente con toda la vida por delante. No tenía armas de ninguna clase y, según parece, la policía no sabe cómo consiguió la que se encontró en su mano.
– Suponiendo que se suicidase -añadí.
– Sí, en ese supuesto.
– Cosa que usted, al igual que el señor Peltier, no supone.
Dejó escapar un suspiro.
– Coincido con Curtis. A pesar de la opinión de la policía, creo que alguien mató a Grace. Desearía que usted investigase el asunto para él.
– ¿Curtis Peltier se ha dirigido a usted para plantearle esto, señor Mercier?
Jack Mercier desvió la vista. Cuando volvió a mirarme, algo se había enmascarado en la oscuridad de sus pupilas.
– Vino a verme hace unos días. Hablamos de ello y me contó sus sospechas. Él no tiene dinero para pagar a un investigador privado, señor Parker, pero afortunadamente yo sí. Dudo que Curtis ponga algún inconveniente en tratar de esto con usted, o en permitirle que ahonde en el asunto. Yo pagaré sus honorarios, pero oficialmente trabajará para Curtis. Le ruego que mantenga mi nombre al margen.
Apuré el café y dejé la taza en el platillo. Antes de hablar intenté poner un poco de orden en mis pensamientos.
– Señor Mercier, no me importa haber venido hasta aquí, pero ya no me ocupo de esa clase de trabajo.
Mercier frunció la frente.
– Pero ¿es usted investigador privado?
– Sí, lo soy, pero he tomado la decisión de dedicarme sólo a ciertas cuestiones: delitos de guante blanco, espionaje industrial. No acepto casos de muerte o violencia.
– ¿Lleva arma?
– No. Me asustan los ruidos estridentes.
– Pero ¿llevaba arma antes?
– En efecto, antes. Ahora, si quiero desarmar a un delincuente de guante blanco, simplemente le quito el bolígrafo.
– Como le he dicho, señor Parker, sé mucho de usted. Investigar estafas y hurtos menores no parece su estilo. Ha intervenido en asuntos más… llamativos.
– Esa clase de investigaciones tuvieron un alto coste para mí.
– Cubriré cualquier coste en el que incurra, y de manera más que sobrada.
– No me refiero al coste económico, señor Mercier.
Asintió para sí, como si de pronto hubiese caído en la cuenta.
– ¿Habla, quizá, de un coste físico, moral? Por lo que sé, resultó herido en el transcurso de alguno de sus casos.
No contesté. Había resultado herido, y en respuesta había actuado de manera violenta, destruyendo un poco de mí mismo cada vez que lo hacía, pero eso no era lo peor. Tenía la impresión de que, en cuanto me involucraba en asuntos de esa clase, se producía una fisura en mi mundo. Veía cosas: cosas perdidas, cosas muertas. Era como si al intervenir atrajese hacia mí a aquellos que habían sido arrancados de esta vida de manera dolorosa y violenta. En otro tiempo pensaba que era fruto de mi culpabilidad incipiente, o de una empatía que iba más allá de los sentimientos y se convertía en alucinación.
Pero ahora creía realmente que ellos lo sabían y que en verdad venían.
Jack Mercier se apoyó en su escritorio, abrió un cajón y extrajo un talonario forrado en piel. Escribió por unos segundos y arrancó el cheque.
– Esto es un cheque por diez mil dólares, señor Parker. Sólo le pido que hable con Curtis. Si después considera que no puede hacer nada por él, quédese el dinero y no habrá el menor resentimiento entre nosotros. Si accede a investigar este asunto, negociaremos la remuneración posterior.