– La pregunta es en realidad por qué he hecho daño a Carter Paragon. Por la misma razón por la que usted ha entrado en su casa una hora después: para averiguar qué sabía. Su muerte ha sido una consecuencia, no el resultado de una intención.
– También mató a Lester Bargus.
– El señor Bargus suministraba armas a hombres malvados -se limitó a contestar-. Pero ya no.
– No estaba armado.
– Tampoco el rabbi. -Lo pronunció en hebreo.
– Ojo por ojo -dije.
– Quizá. También sé cosas de usted, señor Parker. No creo que esté en situación de juzgarme.
– No le juzgo. Lester Bargus era un hombre despreciable y nadie le echará de menos, pero por lo que he observado a lo largo de mi vida, la gente dispuesta a atacar a un hombre desarmado no tiene, por lo general, muchos escrúpulos a la hora de elegir a quien mata. Eso me preocupa.
– Le repito que no es mi intención causarles daño alguno a usted y sus amigos. El hombre a quien busco se hace llamar Pudd. Usted lo conoce, creo.
– Lo he visto en alguna ocasión.
– ¿Sabe dónde está?
Por primera vez asomó a su voz cierta ansiedad. Supuse que o bien Paragon había muerto antes de contárselo todo, o bien, más interesante aún, que no había podido revelarle a su asesino dónde tenía Pudd su cubil porque no lo sabía.
– Todavía no. Pero me propongo averiguarlo.
– Sus intenciones y las mías pueden entrar en conflicto.
– Tal vez los dos tengamos objetivos parecidos -sugerí.
– No, no es así. Los suyos son una cruzada moral. Quienes me han encargado a mí esta tarea tienen una meta más específica.
– ¿La venganza?
– Yo hago lo que se me exige -respondió-. Ni más ni menos. -Tenía una voz grave. Las palabras parecían reverberar dentro de él, como si fuese un hombre hueco, simple forma sin sustancia-. He venido a transmitirle un mensaje. No se interponga entre ese hombre y yo. Si lo hace, me veré obligado a actuar contra usted.
– Eso parece una amenaza.
Ni siquiera le vi moverse. Estaba frente a mí, con las manos vacías, y de pronto lo tenía a mi lado con una pequeña pistola de cañón corto apoyada en mi garganta, el doble cañón apuntándome hacia el cerebro. Desde la oscuridad, Louis proyectó el láser de la mira Beamshot en un intento de encontrar un blanco bien definido, pero mi cuerpo y la oscuridad de la ropa del Golem protegían a éste de Louis y de Ángel.
– Dígales que retrocedan, señor Parker -susurró, tenía la cabeza justo detrás de la mía-. Quiero que me acompañe al coche. Tiene dos segundos.
Acto seguido les transmití a gritos su advertencia, y Louis apagó el rayo de la mira. El Golem tiró de mí guiándome a través de los árboles. Se le había subido la manga del abrigo y vi en su brazo el primero de los pequeños números azules marcados en su piel. Era un superviviente de los campos de concentración. Advertí asimismo que no tenía huellas digitales. En lugar de eso, la piel y la carne parecían haberse hundido, creando una cicatriz arrugada e irregular en la yema de cada dedo. Fuego, pensé. Aquello se debía al fuego: las cicatrices de la cabeza, la desaparición de las huellas digitales.
¿Cómo se crea un demonio de arcilla?
Se cuece en un horno.
Cuando llegamos al coche, me obligó a situarme frente a la puerta del conductor mientras él se sentaba al volante sin apartar el arma de mi columna vertebral.
– Recuerde, señor Parker -dijo a mis espaldas-. No entorpezca mi trabajo.
A continuación, agachando la cabeza, se alejó a gran velocidad.
Louis y Ángel salieron de entre los árboles. Temblando, me llevé la mano a la garganta y me palpé las dos marcas que me había dejado al hincarme la pistola en la carne.
– ¿Crees que habrías podido darle antes de que me matase? -pregunté mientras las luces del coche se desvanecían a lo lejos.
Louis pensó por un momento.
– Probablemente no. ¿Crees que habría sangrado?
– No. Creo que simplemente se habría resquebrajado.
– ¿Y ahora qué? -dijo Ángel.
– Ahora cenemos -propuse, aunque no estaba seguro de si mi estómago retendría la comida. Nos encaminamos a la casa.
– Desde luego te buscas personas muy pintorescas para enemistarte -comentó Louis a la vez que se colocaba junto a mí.
– Sí -respondí-. Supongo que sí.
Los tres oímos al mismo tiempo cómo se acercaba el coche por detrás. Entró en el jardín a cierta velocidad y nos quedamos paralizados bajo los haces de sus faros con las armas en alto y los ojos desorbitadamente abiertos. El conductor apagó las luces al instante. Todavía parpadeando, nos dispersamos a izquierda y derecha. Tras un momento de silencio, se abrió la puerta del conductor y la voz de Rachel Wolfe dijo:
– Muy bien, ya no vais a tomar más café. Nunca.
Después de la cena, Rachel fue a darse una ducha. Mientras Ángel se tomaba una cerveza junto a la ventana, Louis, sentado a la mesa, terminaba una botella de vino. Era un blanco sauvignon de Flagstone, de una nueva bodega de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Louis recibía dos veces al año dos cajas de surtido variado importadas especialmente y se había traído dos botellas en el maletero del coche. Él y Rachel se habían pasado tanto rato elogiándolo embobados que pensé que uno de los dos había dado a luz a la botella.
– Si eres detective privado, ¿cómo es que no tienes despacho? -preguntó Ángel por fin.
– No puedo permitirme un despacho. Si tuviese un despacho, tendría que vender la casa y dormir en el escritorio.
– Tampoco habría tanta diferencia. En esta casa vieja apenas hay cosas. ¿Alguna vez te ha preocupado que entren ladrones?
– ¿Ladrones en general o uno en concreto que casualmente está en mi cocina en este preciso momento?
Frunció el entrecejo.
– En general.
– No tengo nada que valga la pena robar.
– A eso me refiero. ¿Te has parado a pensar en el efecto que causaría una casa grande y vacía como ésta en alguien que se tomase la molestia de entrar por la fuerza? Más te vale que no sea agorafóbico o, si no, te las verás con una demanda.
– ¿A qué te dedicas, a organizar la Asociación Local en Defensa del Ladrón?
– No, sólo comento lo que veo, como simple observador, y lo que veo es una cocina en un estado lamentable.
– ¿Qué insinúas?
– ¿Qué insinúo siempre? Necesitas compañía.
– Estoy pensando en comprarme un perro.
– No me refería a eso, y tú lo sabes. ¿Hasta cuándo te propones mantenerla a distancia? ¿Hasta que te mueras? No sé si sabes que no os enterrarán uno al lado del otro. Bajo tierra no os tocaréis.
– La oportunidad sólo llama a la puerta una vez, tío -añadió su compañero arrastrando las palabras-. No llama una vez, y luego otra, y luego deja una nota pidiéndote que le devuelvas la visita cuando hayas resuelto tus malos rollos.
Detrás de nosotros se oyeron las pisadas de unos pies descalzos sobre la madera. Rachel apareció en la puerta secándose el pelo. Louis me lanzó una mirada, se puso en pie y dejó la botella vacía en la caja de la basura reciclable.
– Hora de irse a la cama -dijo. Al llegar a la puerta, señaló a Ángel con el mentón-. Para ti también. -Dio un beso a Rachel en la mejilla y se encaminó hacia el coche.
– Y vosotros dos, niños, no os quedéis despiertos hasta tarde besuqueándoos y demás -agregó Ángel con una sonrisa, y después se adentró en la noche detrás de Louis.
– Unidos por dos alcahuetes homosexuales y armados -dije cuando oímos alejarse el coche-. Será algo para contarles a nuestros nietos.
Rachel me miró como intentando decidir si mi comentario era frívolo o no. Sinceramente, yo mismo no estaba seguro.
No se anduvo por las ramas.
– ¿Contrataste a alguien para vigilarme en Boston? -preguntó.
– ¿Te diste cuenta? -Me quedé impresionado, aunque me pareció que el sentimiento no era mutuo.