– Supongo que estaba alerta. Hice una llamada para verificar el número de matrícula de su coche cuando cambiaron de turno. Uno de ellos me ha seguido hasta la puerta de tu casa.
El hermano de Rachel había sido policía, muerto en acto de servicio hacía unos años. Ella aún conservaba amigos en distintos cuerpos de policía.
– Estaba preocupado por ti.
Levantó la voz.
– Ya te lo dije: no quiero que te sientas obligado a protegerme.
– Rachel, esta gente es peligrosa -contesté-. También me preocupa Ángel, pero él al menos lleva un arma. ¿Qué habrías hecho si hubiesen ido a por ti? ¿Tirarles platos?
– Tendrías que habérmelo dicho.
Descargó una violenta palmada en la mesa. En su mirada advertí auténtica ira.
– Si te lo hubiese dicho, ¿lo habrías permitido? Te quiero, Rach, pero eres tan tozuda que podrías dirigir un sindicato.
Parte de la rabia desapareció de sus ojos y, sobre la mesa, su mano se contrajo en un puño, que empezó a temblar al disminuir gradualmente la tensión.
– ¿Cómo podemos estar juntos si siempre tienes miedo de perderme? -preguntó con ternura.
Me acordé de los muertos de St. Froid, congregados en una estrecha calle de Portland. Me acordé de James Jessop y la figura que había visto brevemente inclinada sobre él, la Señora del Verano. Ya la había visto antes: en un vagón de metro; frente a la casa de Scarborough; y en una ocasión reflejada en la ventana de mi cocina, como si estuviese detrás de mí, pero cuando me volví, no había nadie. Sentado en el Chumley's hacía sólo unas cuantas noches me había parecido que era posible reconciliarse con el pasado. Pero eso fue antes de ver la cabeza de Mickey Shine empalada en un árbol, antes de ver a James Jessop surgir de un bosque oscuro y sujetarme la mano. ¿Cómo podía llevar a Rachel a ese mundo?
– No puedo competir con los muertos -dijo ella.
– No te pido que compitas con los muertos.
– Si lo pides o no, no es el problema -se sentó frente a mí, apoyó la barbilla en las palmas de las manos y me miró con una expresión triste y distante.
– Lo estoy intentando, Rachel.
– Lo sé -dijo ella-. Lo sé.
– Te quiero. Deseo estar contigo.
– ¿Cómo? -susurró y agachó la cabeza-. ¿Los fines de semana en Boston, o los fines de semana aquí?
– ¿Y si fuese sólo aquí? -Levantó la vista, como si no estuviese segura de haber oído bien-. Lo digo en serio.
– ¿Cuándo? ¿Antes de que llegue a vieja?
– A más vieja.
Me dio una bofetada en broma y yo alargué el brazo para acariciarle el pelo. Me dirigió una parca sonrisa.
– Todo llegará -dije, y la noté asentir con la cabeza bajo mi mano-. Y no tardará, te lo prometo.
– Más vale -dijo en voz tan baja que casi tuve la sensación de haber oído sus pensamientos. La abracé y de algún modo presentí que tenía algo más que decir, pero guardaba silencio. Al cabo de un rato, cuando su calor se extendió por mi cuerpo, preguntó-: ¿Qué clase de perro piensas comprar?
Le sonreí. Probablemente había sentido toda mi conversación con Ángel y Louis. Sospeché que ésa había sido la intención de ellos.
– Aún no lo he decidido. Quizá tú podrías ayudarme a elegir uno.
– Eso es muy típico de las parejas.
– Bueno, somos una pareja.
– Pero no una pareja normal.
– No. Louis nunca nos lo perdonaría si lo fuésemos.
Me besó y le devolví el beso. El pasado y el futuro se alejaron de nosotros como acreedores temporalmente rechazados, y sólo nos envolvió la breve y fugaz belleza del presente. Esa noche la estreché entre mis brazos mientras dormía e intenté imaginar nuestro futuro juntos, pero éste pareció perdérseme entre marañas y recovecos. Sin embargo, al despertar tenía el puño firmemente cerrado, como si hubiese atrapado algo de vital importancia en mis sueños y me negase a dejarlo escapar.
21
Acostado con Rachel, escuché el creciente ululato de un papamoscas entre las copas de los árboles. Su estancia en Nueva Inglaterra sería breve; probablemente había llegado en la última semana y se marcharía a finales de septiembre, pero si conseguía eludir a los halcones y a los búhos, su pequeño vientre amarillo pronto se llenaría de los más variados insectos cuando se produjese el desenfrenado aumento de la población de bichos. Las primeras moscardas volaban ya en círculos, con un brillo voraz en los grandes ojos verdes. Pronto se les unirían los tábanos y las langostas, las garrapatas y las crisopas. En la marisma de Scarborough convergirían nubes de mosquitos dorados; los machos se alimentaban de los jugos de las plantas mientras las hembras recorrían las aguas y las inmediaciones de los caminos y de las carreteras en busca de manjares más suculentos.
Y los pájaros comerían, y las arañas engordarían a su costa.
A mi lado, Rachel murmuró en sueños, y yo noté su cálida espalda contra el vientre, la línea de su columna vertebral bajo la piel cálida parecía un camino de piedras alfombrado de nieve recién caída. Me incorporé con cuidado para mirarla a la cara. Tenía unos mechones de pelo rojo atrapados entre los labios, y se los aparté con delicadeza. Aún con los ojos cerrados, sonrió y me rozó el muslo suavemente con los dedos. La besé con ternura detrás de la oreja y ella hundió la cabeza en la almohada, descubriéndome su cuello mientras yo recorría su contorno hacia el hombro y el hueco de la garganta. Arqueó el cuerpo apretándose contra mí, y cualquier otro pensamiento se perdió entre la luz del sol y los trinos de los pájaros.
Era casi mediodía cuando dejé a Rachel cantando en el cuarto de baño para ir a comprar panecillos y leche, consciente aún del peso de la Smith & Wesson en la funda bajo el brazo. Me inquietaba la facilidad con que había recuperado la antigua rutina de armarme antes de salir de casa, incluso para algo tan elemental como una visita a la tienda.
A pesar de lo tarde que era aquella mañana, aún albergaba la esperanza de encontrar a Marcy Becker ese mismo día. Las circunstancias me habían obligado a aplazar la búsqueda, pero estaba cada vez más convencido de que ella era la clave de lo que había ocurrido la noche que murió Grace Peltier, una pieza más de un rompecabezas cuyas dimensiones sólo comenzaba a vislumbrar. Faulkner, o algo de él, había sobrevivido. Él, en connivencia con otros, asesinó a los Baptistas de Aroostook y a su propia esposa y luego desapareció para resurgir al cabo del tiempo oculto tras la organización conocida como la Hermandad. Paragon simplemente había sido una fachada, un títere. Faulkner era la verdadera Hermandad, la sustancia detrás de la sombra, y Pudd era su espada.
Aparqué y alcancé la bolsa de comida del asiento delantero. Aún estaba poniendo en orden mis pensamientos, combinando posibilidades, cuando llegué a la puerta de la cocina. La abrí y algo blanco se alzó del suelo y revoloteó por el aire debido a la corriente.
Era el envoltorio de un terrón de azúcar.
Rachel estaba en el pasillo, y Pudd, junto a ella, la obligó a entrar en la cocina a empujones. La había amordazado con un pañuelo e inmovilizado los brazos a la espalda.
Detrás de ella, Pudd se detuvo.
Dejé caer la bolsa y me llevé la mano a la pistola. Simultáneamente, Rachel forcejeó entre las manos de Pudd y, con un único movimiento, echó la cabeza atrás contra su cara, acertándole en el puente de la nariz. Pudd se tambaleó y la abofeteó con el dorso de la mano. Cuando mis dedos rozaban ya la culata de la Smith & Wesson, algo me golpeó con fuerza un lado de la cabeza y me desplomé al tiempo que un intenso dolor blanco me traspasaba el cerebro. Sentí unas manos en el costado, y mi pistola desapareció a la vez que gotas rojas estallaban como rayos solares en la leche derramada. Intenté levantarme, pero me resbalé al apoyar las manos en el suelo mojado y me noté las piernas pesadas y torpes. Al alzar la mirada, vi a Pudd descargar una lluvia de golpes sobre la cabeza de Rachel mientras ella caía al suelo. Pudd tenía la cara y la palma de la mano ensangrentadas. A continuación recibí un segundo impacto en la cabeza, seguido de un tercero, y no sentí nada más durante lo que pareció mucho rato.