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Recobré el conocimiento lenta y laboriosamente, como si avanzase con dificultad a través de aguas rojas y profundas. Tenía la vaga conciencia de que Rachel estaba sentada en una silla de la cocina junto a la mesa, vestida aún con su bata blanca de algodón. Se le veían los dientes a causa del tenso pañuelo que le impedía cerrar la boca y tenía las manos atadas a la espalda. Su. rostro presentaba magulladuras en la mejilla y el ojo izquierdo y la sangre le corría por la frente y le resbalaba por la cara hasta manchar la mordaza. Me miró con expresión suplicante y dirigió los ojos desesperadamente a mi derecha, pero, cuando intenté mover la cabeza, recibí otro golpe y todo quedó a oscuras.

Permanecí en estado de semiinconsciencia durante un rato. Con lo que parecían ser trozos de cable me habían atado los brazos separados, cada muñeca amarrada a uno de los barrotes de la silla. Se me hincaron en la piel cuando intenté moverme. Sentía un dolor atroz en la cabeza y la sangre me cubría los ojos. A través de la bruma oí decir:

– Así que éste es el hombre.

Era la voz de un anciano, débil y cascada como la de una grabación escuchada en una radio antigua. Traté de levantar la cabeza, vi que algo se movía en la penumbra del pasillo de la casa: una figura un poco encorvada, envuelta en negro. Otra silueta más alta la acompañaba, y pensé que quizás era una mujer.

– Me parece que deberías marcharte ya -dijo una voz masculina.

Reconocí el tranquilo y cuidadoso ritmo que adoptaba el señor Pudd al hablar.

– Preferiría quedarme -fue la respuesta de la voz, ahora más cerca de mí-. Ya sabes lo mucho que me gusta verte trabajar.

Sentí unos dedos en la barbilla mientras el viejo hablaba, y me llegó un olor a salitre y cuero. El hedor de la descomposición interna se percibía en su aliento. Hice el esfuerzo de abrir los ojos por completo, pero la habitación dio vueltas y sólo fui consciente de la presencia del viejo, del modo en que sus dedos me agarraban la cara, palpando la estructura ósea bajo la piel. Deslizó la mano hasta mi hombro y luego me recorrió las manos y los dedos.

– No -contestó Pudd-. Ya ha sido una imprudencia que vinieses precisamente hoy. Tienes que marcharte.

Oí una exhalación de hastío.

– Los ve, ¿sabes? -comentó el anciano-. Lo percibo en él. Es un hombre poco común, un hombre atormentado.

– Acabaré con su sufrimiento.

– Y con el nuestro -dijo el viejo-. Tiene huesos fuertes. No le estropees los dedos ni los brazos. Los quiero.

– ¿Y la mujer?

– Haz lo que tengas que hacer, pero la promesa de perdonarle la vida quizás induzca a su amante a cooperar.

– Pero ¿y si muere?

– Tiene una piel hermosa. Puedo utilizarla.

– ¿Cuánta? -preguntó Pudd.

Se produjo una pausa.

– Toda -contestó el viejo.

Oí unos pasos en la cocina a mi lado. La película roja que me cubría los ojos se desvanecía a medida que parpadeaba para quitarme la sangre. Vi a la mujer extraña y sin nombre con cicatrices en el cuello que me miraba con los ojos entornados rebosantes de odio. Me tocó la mejilla con los dedos y me estremecí.

– Marchaos ya -dijo el señor Pudd.

Ella se quedó junto a mí por un momento y luego se alejó casi con pesar. Vi cómo se fundía con las sombras, y después dos figuras cruzaron la puerta entreabierta de la entrada y salieron al jardín. Intenté seguirlos con la mirada hasta que una bofetada en la mejilla me obligó a volverme y alguien apareció en mi ángulo de visión, una mujer vestida con pantalón y jersey azules, el pelo suelto sobre los hombros.

– Señorita Torrance -dije con la boca seca-. Espero que el señor Paragon le haya dejado buenas referencias antes de morir.

Me golpeó en la nuca. No fue un golpe fuerte. No era necesario. Me dio en el mismo punto en que había recibido los golpes anteriores. Casi podría haberse visto el dolor, como relámpagos en el cielo nocturno, y sentí náuseas. Dejé caer la cabeza apoyando el mentón en el pecho, y procuré contener el vómito. Desde la parte delantera de la casa me llegó el sonido de un coche que se alejaba, y después percibí un movimiento frente a mí, en la puerta de la cocina apareció un par de zapatos marrones. Recorrí los zapatos hasta los dobladillos del pantalón marrón, luego hasta la cintura un tanto tirante, la chaqueta marrón de cuadros y por último los ojos oscuros de párpados carnosos del señor Pudd.

Ofrecía un aspecto considerablemente peor que en nuestro último encuentro. Tenía los restos de la oreja derecha cubiertos de gasa y la nariz hinchada por el cabezazo de Rachel. Le quedaban restos de sangre en torno a los orificios nasales.

– Bienvenido, caballero -dijo sonriente-. Le doy la bienvenida con toda sinceridad.

Señaló a Rachel con la mano enguantada.

– Hemos tenido que buscarnos un entretenimiento mientras usted estaba fuera, pero dudo que su fulana tenga mucho que contarnos. En cambio usted, señor Parker, seguramente sabe mucho más.

Dio un paso al frente y se colocó junto a Rachel. De un solo movimiento le arrancó la manga de la bata y dejó a la vista la piel blanca del brazo, salpicada aquí y allá de pequeñas pecas marrones. La señorita Torrance, advertí, estaba en ese momento de pie ante mí y un poco a mi derecha, apuntándome con su Khar K9; mi Smith & Wesson se encontraba en la funda sobre la mesa. Los restos de mi teléfono móvil se hallaban esparcidos por el suelo y vi que habían arrancado el cable del teléfono en la cocina.

– Como usted sabe, señor Parker, buscamos algo -comenzó a explicar Pudd-, algo que nos quitó la señorita Peltier. Ese objeto está aún en paradero desconocido. Como lo está también, creemos ahora, un pasajero que viajaba en el coche con la difunta señorita Peltier poco antes de que muriese. Pensamos que quizás ese individuo tiene el objeto que buscamos. Nos gustaría que nos confirmase usted la identidad de esa persona para que podamos recuperarlo. También nos gustaría que nos contase todo lo que ocurrió entre usted y el difunto señor Al Z, el contenido de la conversación que mantuvo con el señor Mercier hace dos noches, y todo lo que sepa del hombre que mató al señor Paragon.

No contesté. Pudd guardó silencio durante unos treinta segundos y luego lanzó un suspiro.

– Sé que es usted un hombre muy obstinado. Creo que quizás estaría incluso dispuesto a morir con tal de no proporcionarme lo que quiero. Admito que es muy loable dar la vida para salvar otra. En cierto sentido, eso es lo que nos ha llevado a este punto. Al fin y al cabo, todos somos fruto del sacrificio de un hombre, ¿no es así? Y usted, señor Parker, morirá hable o no. Su vida está a punto de acabar. -Se inclinó por encima del hombro de Rachel y, agarrándole la barbilla, la obligó a mirarme-. Pero ¿está dispuesto a sacrificar la vida de otro para proteger a quien acompañaba a Grace Peltier o para alimentar su extraña cruzada? Ésa es la verdadera prueba: ¿Cuántas vidas vale esa persona? ¿Ha llegado usted a conocer siquiera al individuo en cuestión? ¿Puede alguien que no conoce tener más valor para usted que la vida de esta mujer? ¿Tiene derecho a entregar la vida de la señorita Wolfe para salvaguardar sus principios? -Soltó la mandíbula de Rachel e hizo un gesto de indiferencia-. Son preguntas difíciles, señor Parker, pero tenga por seguro que en breve conseguiremos las respuestas.

Recogió del suelo un maletín grande de plástico con pequeños orificios en la superficie. Lo colocó en la mesa junto a su Beretta y lo abrió de cara a mí. Contenía cinco recipientes. Tres de ellos eran cajas de diez o doce centímetros de largo y los otros dos eran simples frascos de hierbas y especias adaptados para su finalidad.