Extrajo los dos frascos de especias, que eran de los reutilizables con la tapa perforada. En cada uno de ellos, algo pequeño con múltiples patas palpaba el cristal con un pequeño apéndice en alto. Pudd dejó uno de los frascos en la mesa y se aproximó a mí con el otro, que sostenía con delicadeza entre el pulgar y el índice para que yo viese el contenido con toda claridad.
– ¿Reconoce esto? -preguntó.
Dentro del frasco, la araña reclusa marrón se levantó contra el cristal mostrando su abdomen y sondeando el aire con las fibrosas patas antes de retroceder. En el cefalotórax tenía una diminuta marca de color marrón más oscuro, en forma de violín, a la que la araña debía su nombre común de araña violín.
– Es una reclusa, señor Parker, Loxosceles reclusa. Le he contado lo que les hizo usted a sus hermanas en el buzón. Las quemó vivas. Eso no me parece muy justo.
Acercó el frasco a un par de centímetros de mis ojos y lo agitó con suavidad. Dentro, la araña, cada vez más nerviosa, recorrió desoladamente el reducido espacio moviendo las patas sin cesar.
– Algunas personas consideran a las reclusas unos arácnidos dañinos y repugnantes; yo, en cambio, las admiro. Poseen una agresividad extraordinaria. A veces les doy de comer viudas negras, y le sorprendería ver con qué rapidez una viuda se convierte en un sabroso refrigerio para una familia de reclusas.
»Pero el aspecto más interesante, señor Parker, es el veneno. -Le brillaron intensamente los ojos bajo los párpados, y percibí un tenue olor procedente de él, un hedor químico y desagradable, como si su cuerpo, conforme crecía su excitación, hubiese empezado a segregar su propia toxina-. El veneno que utiliza para atacar a los humanos no es el mismo que el que emplea para paralizar y matar a los insectos de que se alimenta. En el veneno que utiliza contra nosotros, hay un componente más, una toxina adicional. Es como si esta pequeña araña fuese consciente de nuestra existencia, lo hubiese sido siempre, y hubiese encontrado una manera de hacernos daño. Una manera en extremo desagradable.
Se alejó hasta situarse de nuevo junto a Rachel. Le rozó la mejilla con el frasco. Ella rehuyó el contacto, y vi que había empezado a temblar. Las lágrimas le resbalaban desde los ojos. El señor Pudd dilató las aletas de la nariz, como si olfatease en ella el miedo y la aversión.
Pero Rachel me miró de pronto y movió la cabeza una vez en un discreto gesto de negación.
– El veneno provoca necrosis. Vuelve a los glóbulos blancos contra su propio organismo. La piel se hincha y comienza a corromperse y el cuerpo es incapaz de reparar el daño. Algunas personas sufren mucho, las hay que incluso mueren. Supe de un hombre que murió en menos de una hora después de la picadura. Resulta asombroso que semejante sufrimiento pueda causarlo una araña tan pequeña, ¿no cree? El difunto señor Shine experimentó una revelación íntima de su forma de actuar, como sin duda le contó a usted antes de morir.
»Sin embargo, a algunas personas no les afecta en absoluto. El veneno sencillamente no surte en ellas el menor efecto. Y eso es lo que da interés a esta pequeña prueba. A menos que me diga lo que quiero saber, voy a depositar la reclusa sobre la piel de su fulana. Es probable que ella ni siquiera sienta la picadura. Luego esperaremos. Para que el antídoto contra el veneno de la reclusa sea eficaz, debe administrarse antes de media hora. Si usted no colabora, me temo que estaremos aquí mucho más tiempo. Empezaremos por los brazos y luego seguiremos con la cara y los pechos. Si aun así no conseguimos conmoverle, puede que haya que pasar a otros de mis especímenes. Tengo una viuda negra en el maletín, y una araña de arena de Sudáfrica por la que siento especial cariño. Podrá saborearla en su boca mientras muere. -Levantó el pequeño frasco-. Por última vez, señor Parker, ¿quién era el otro pasajero y dónde está ahora esa persona?
– No lo sé -contesté-. Todavía no lo he averiguado.
– No le creo.
Lentamente, Pudd empezó a desenroscar el tapón del frasco.
Me revolví en la silla cuando acercó de nuevo el frasco a Rachel. Pudd interpretó el movimiento como indicio de mi inquietud, y eso le excitó más aún. Pero se equivocaba. Aquéllas eran sillas viejas. Llevaban en la casa prácticamente cincuenta años. Se habían roto, habían sido arregladas y se habían vuelto a romper. Ejerciendo presión con los hombros y retorciendo la mano, noté que el barrote del respaldo de mi silla se aflojaba. Empujé con los hombros y oí un ligero crujido. El barrote subió casi un centímetro cuando el armazón de la silla comenzó a desmontarse.
– Es verdad -dije-. No lo sé.
Agarré el barrote más firmemente con la mano derecha y noté que giraba en la entalladura. Casi se había desprendido. A mi lado, la señorita Torrance tenía toda su atención puesta en Rachel y en la araña. Pudd abrió el tapón y volvió el frasco del revés, y la reclusa quedó atrapada sobre la piel del brazo de Rachel. Vi cómo reaccionaba la araña cuando Pudd agitó un poco el frasco incitándola a picar. Rachel, con los ojos desorbitados, dejó escapar un grito ahogado tras la mordaza. Junto a ella, Pudd abrió la boca y emitió una ronca exclamación cuando la araña le picó. A continuación me miró con un placer absoluto y perverso.
– ¡Malas noticias, señor Parker! -dijo al tiempo que el barrote se soltaba y yo, girando la muñeca, se lo hincaba a la mujer en el costado izquierdo con toda mi fuerza. Noté una breve resistencia antes de que se desgarrase la piel entre la tercera y la cuarta costillas y la traspasase. Ella lanzó un alarido en el momento en que yo me levantaba. Le golpeé en la cara con la frente y se desplomó contra el fregadero dejando caer el arma. Simultáneamente, Rachel desplazó su peso en la silla y la volcó hacia atrás obligando a Pudd a apartarse de la mesa. Con la silla colgándome todavía de la mano izquierda, alcancé mi pistola y descerrajé dos tiros en dirección a Pudd. Él los esquivó abalanzándose hacia el pasillo, y del marco de la puerta volaron varias astillas.
Junto a mí, la mujer me lanzaba manotazos a las piernas. Sin mirar, le asesté una patada y sentí cómo le alcanzaba. Los manotazos cesaron. Me liberé de los restos de la silla y salí al pasillo justo a tiempo de ver abrirse la puerta delantera y desaparecer a la derecha el cuerpo alargado de Pudd. Corrí por el pasillo, me aventuré a echar un rápido vistazo por la puerta y escondí raudo la cabeza al sonar los disparos. Tenía una segunda arma. Tras respirar hondo, rodé por el porche y empecé a disparar, notando el retroceso de la Smith & Wesson en la mano derecha. Pudd se escabulló entre los árboles y le seguí. Al oír que el coche arrancaba apreté el paso. Segundos después, el Cirrus salió de su escondite. Continué disparando hasta vaciar el cargador mientras él bajaba por el camino de acceso y se alejaba por Mussey Road. La luna posterior se hizo añicos y una luz trasera estalló. Lo dejé ir y regresé rápidamente a la casa para desatar a Rachel. Ella retrocedió de inmediato hacia el pasillo, donde se quedó hecha un ovillo frotándose sin cesar la zona en que le había picado la reclusa.
La mujer avanzaba a rastras hacia la puerta con el barrote aún hundido en el costado, iba dejando un rastro de sangre negra en el suelo. Tenía la nariz rota y un ojo semicerrado por efecto de mi patada. Me miró con los ojos empañados cuando me incliné sobre ella, y vi cómo su mirada y su vida se apagaban.
– ¿Adónde ha ido? -pregunté con ira.
Movió la cabeza en un gesto de negación y me escupió sangre a la cara. Agarré el barrote y lo hice girar. Apretó los dientes de dolor.
– ¿Adónde ha ido? -repetí.
La señorita Torrance golpeó el suelo con una mano. Abrió la boca tanto como le fue posible mientras se retorcía y contorsionaba, y finalmente la recorrió un espasmo. Solté el barrote y me aparté de ella al ver que ponía los ojos en blanco y moría. La registré, pero no llevaba documentación encima ni indicio alguno de dónde podía tener Pudd su base. En un gesto de rabia impotente le asesté una patada en las piernas. Luego inserté un cargador de reserva en la pistola y acompañé a Rachel a mi coche.