Alcancé a MacArthur en el ascensor.
– Mercier está implicado en esto -dije. Ya no tenía sentido
mantener en secreto el papel de Mercier.
– ¿Qué demonios…?
– Créeme. He estado trabajando para él. -Advertí que consideraba las opciones que le quedaban, así que decidí adelantarme a él-. Llévame. Te contaré lo que sé por el camino.
Se detuvo, me miró por un largo momento con expresión severa y extendió la mano.
– Puedes venir hasta Pine Point. Entrega el arma, Charlie -exigió.
A mi pesar, le di la Smith & Wesson. Tras extraer el cargador y comprobar la recámara, me la devolvió.
– Puedes dejársela a tu amigo.
Asentí, entré en el compartimiento de Rachel y le entregué la pistola a Ángel. Cuando me di media vuelta para marcharme, sentí un ligero tirón en la cintura y la frialdad de su Glock al deslizarse sobre mi piel. Alcancé mi chaqueta de la silla, me despedí de Ángel cortésmente-con un gesto y seguí a MacArthur.
La última entrada de Mercier en el diario de a bordo dejó constancia de que el Revenant se puso en contacto con el Eliza May poco después de las nueve de la mañana a unas cincuenta millas del puerto. El viento noroeste quizá fuese ideal para navegar, pero también podía arrastrar mar adentro a una embarcación con dificultades, y ése era el caso del Revenant. El aviso de socorro del Revenant llegó por VHF, pero sólo lo recibió el Eliza May, pese al hecho de que había otros dos barcos a dos y tres millas respectivamente. Habían puesto la radio a baja potencia, quizás un vatio, para evitar que otros oyesen la señal y contestasen. El Revenant se había quedado casi sin batería e iba a la deriva. Mercier cambió el rumbo y fue derecho a su muerte a toda velocidad.
Se lo conté casi todo a MacArthur, desde la primera entrevista que tuve con Jack Mercier hasta el encuentro de esa mañana con el señor Pudd. Las omisiones fueron pocas pero cruciales: dejé de mencionar a Marcy Becker, el asesinato de Mickey Shine y nuestro imprevisto hallazgo del cadáver de Carter Paragon. Tampoco hice referencia a mi sospecha de que un miembro de la policía del estado, posiblemente Lutz, Voisine o ambos, estaban implicados en la muerte de Grace Peltier.
– ¿Crees que Pudd mató a los Peltier?
– Es muy probable. La Hermandad, o al menos su cara pública, es sólo una fachada tras la que se esconde algo o alguien más. Grace Peltier lo averiguó, y eso bastó para que la mataran.
– Y Pudd pensó que Curtis Peltier estaba al corriente de lo que sabía Grace, y ahora piensa que quizá tú también lo sepas.
– Sí -contesté.
– Pero no lo sabes.
– Todavía no.
– Si Jack Mercier ha muerto, se va a armar una gorda -comentó MacArthur con vehemencia.
A su lado, Ramos asintió en silencio a la vez que MacArthur se volvía para mirarme.
– Y no creas que a ti no va a salpicarte también -añadió.
Fuimos por la Interestatal 1 en dirección sur y tomamos la 9 hacia la costa, dejando atrás la iglesia baptista de obra vista y el campanario blanco de la iglesia católica de San Judas. En el Departamento de Bomberos de Pine Point, en King Street, había siete u ocho coches en el aparcamiento y las puertas estaban abiertas de par en par. Un bombero vestido con vaqueros y una camiseta del departamento nos señaló hacia la cooperativa de pescadores de Pine Point, donde el Marine 4 ya estaba en el agua.
El Departamento de Policía de Scarborough utilizaba dos embarcaciones para el servicio en el mar. El Marine 1 era un bote hinchable de setenta caballos con base en Spurwink, al norte de Pine Point, que salía a la mar desde Ferry Beach. El Marine 4 era un Boston Whaler de seis metros y medio de eslora provisto de un motor Johnson de doscientos veinticinco caballos, con base permanente en la cooperativa de Pine Point y amarrado, cuando no se lo necesitaba, en el Departamento de Bomberos. Lo tripulaban cinco personas, todas ya a bordo cuando nos detuvimos ante el edificio blanco y gris de la cooperativa. El barco del capitán del puerto estaba junto al Whaler, y había a bordo dos agentes del Departamento de Policía de Scarborough. Los dos portaban escopetas Mossberg de calibre doce, las armas reglamentarias en los coches patrulla de Scarborough. Otros dos policías a bordo del Whaler iban armados con fusiles M-16. Todos llevaban impermeables azules. Los pescadores observaban con curiosidad desde el muelle.
Ramos y MacArthur se pusieron los impermeables, y yo los seguí hasta el barco. MacArthur se disponía a bajar al Whaler cuando me vio.
– ¿Qué demonios te crees que haces?
– Vamos, Wallace -rogué-. No me hagas esto. No estorbaré. Mercier era mi cliente. No quiero quedarme aquí esperando como un padre expectante si le ha ocurrido algo. Si no me dejas acompañarte, no tendré más remedio que sobornar a un pescador para que me lleve y entonces sí que me convertiré en un verdadero estorbo. Peor aún, puede que desaparezca y entonces habrás perdido a un testigo crucial. Te pondrán a dirigir el tráfico otra vez.
MacArthur cruzó una mirada con los otros hombres del barco. El capitán, Ted Adams, se encogió de hombros.
– Sube al barco, maldita sea -contestó MacArthur entre dientes-. Pero basta con que te pongas de pie para desperezarte, y serás pasto de las langostas.
Bajé detrás de él y con Ramos siguiéndome. No quedaban más impermeables, así que me arrebujé en la chaqueta y me senté encogido en el banco de plástico con las manos en los bolsillos y el mentón apoyado en el pecho mientras el Whaler se alejaba del muelle.
– Dame la mano -dijo MacArthur.
Extendí el brazo derecho, me esposó y me encadenó a la barandilla.
– ¿Y si nos hundimos?-pregunté.
– Entonces tu cuerpo no irá a la deriva.
El barco surcó las grises y oscuras aguas de Saco Bay levantando espuma blanca a su paso. MacArthur, de pie junto a la cabina, mantenía la vista fija en Scarborough y el horizonte se mecía alegremente con el movimiento del barco en el mar.
En la timonera, Adams respondía a alguien por la radio.
– Todavía se mueve -dijo a MacArthur-. Ahora está a sólo dos millas mar adentro y se dirige hacia la costa.
Miré por encima de los policías sentados y de los tripulantes de la cabina e imaginé que veía, como un pequeño desgarrón en el cielo, el mástil largo y delgado del yate. Algo me corroyó las entrañas, los últimos y desesperados arañazos de un gato ahogándose dentro de un saco. La proa se hundió y el agua salpicó la cubierta y me empapé. Me estremecí cuando las gaviotas se deslizaron sobre la superficie del mar dejando oír sus estridentes chillidos por encima del ronroneo del motor.
– Allí está -anunció Adams y señaló con el dedo un pequeño punto gris en la pantalla del radar mientras, simultáneamente, la aguja del mástil que nos pareció ver antes asomaba en el horizonte.
A mi lado, Ramos comprobó el seguro de su Glock de calibre cuarenta.
Lentamente la forma cobró nitidez: un yate blanco de veintiún metros de eslora con un mástil alto navegaba a la deriva entre las olas. Un barco de menor tamaño, el del pescador de langostas de Portland que había avistado el yate, lo seguía a cierta distancia. Del norte llegó el sonido cada vez más cercano del Marine 1. Por razones de seguridad, las dos embarcaciones acudían siempre juntas a cualquier aviso.
El Marine 4 viró hacia el sur para situarse al este del yate, cuya silueta se recortaba contra el sol poniente. Cuando el Whaler lo circunnavegó, en la cubierta quedó sangre a la vista que ni siquiera el agua salada había conseguido eliminar por completo, y la madera parecía acribillada a balazos. Cerca de la popa, el yate presentaba una marca chamuscada donde al parecer una bengala había prendido en la cubierta.