Y en lo alto del mástil, parcialmente oculto por la vela plegada, pendía un cuerpo con los brazos extendidos y atados al palo transversal. Estaba desnudo excepto por unos calzoncillos blancos, manchados de negro y rojo. Tenía las piernas blancas y los pies atados, y una segunda cuerda alrededor del pecho lo sujetaba al mástil y descendía, tensa y en ángulo, hasta una de las barandillas. El cuerpo estaba socarrado desde el vientre hasta la cabeza. Había perdido la mayor parte del pelo, los ojos eran huecos oscuros, y enseñaba los dientes en una mueca de dolor; aun así supe que estaba viendo los restos de Jack Mercier.
El Whaler dio el alto al yate y, al no recibir respuesta, se aproximó por babor y un joven tripulante abordó el Eliza May y apagó el motor. Ramos y MacArthur, calzándose guantes de protección, saltaron a bordo detrás de él con paso vacilante.
– ¡Inspectores! -gritó el tripulante desde la cabina.
Se encaminaron hacia él procurando no tocar nada con las manos mientras el barco se mecía suavemente entre las olas. El tripulante señaló un rastro largo y oscuro de sangre escalera abajo. Alguien, muerto o agonizante, había descendido a rastras bajo cubierta. MacArthur se arrodilló y examinó las huellas con mayor detenimiento. Un cabello largo y rubio asomaba entre la sangre. Revolvió en sus bolsillos y extrajo una pequeña bolsa de pruebas donde a continuación guardó el cabello con sumo cuidado.
– Quédese aquí -ordenó al tripulante, y Ramos lo siguió.
En la cubierta de las dos embarcaciones de la policía todas las armas apuntaban hacia los otros dos accesos que había en el yate a los camarotes. Con MacArthur al frente, los dos policías descendieron pisando los extremos de los peldaños, la única parte que no estaba cubierta de sangre.
Esto fue lo que encontraron:
Había un pasillo pequeño y oscuro, con el baño inmediatamente a la derecha y una litera a la izquierda. El baño estaba vacío y olía a productos químicos; una cortina descorrida revelaba un plato de ducha blanco y limpio. La litera no estaba ocupada. El pasillo tenía el suelo enmoquetado y el tejido crujía bajo sus pies mientras la sangre brotaba de entre las fibras a su paso. Dejaron atrás la cocina y un segundo par de puertas enfrentadas que conducían a los dormitorios, ambos provistos de camas de matrimonio y armarios en los que no cabían más de dos pares de zapatos juntos.
La puerta que daba al salón principal estaba cerrada y no se oía sonido alguno al otro lado. Ramos miró a MacArthur y se encogió de hombros. MacArthur, pistola en mano, retrocedió hasta uno de los dormitorios. Ramos entró en el otro y gritó:
– ¡Policía! Si hay alguien ahí, salga ahora mismo con las manos en alto.
No hubo respuesta. MacArthur volvió al pasillo, acercó la manó al picaporte de la puerta y, apoyando la espalda contra la pared, la abrió lentamente.
La sangre salpicaba las paredes, el techo y el suelo. Goteaba de los apliques y oscurecía los cuadros colgados entre los ojos de buey. Tres cuerpos desnudos pendían de los travesaños del techo: dos mujeres y un hombre. Una de las mujeres tenía el cabello rubio canoso, que casi rozaba el suelo; la otra era pequeña y morena. El hombre era calvo excepto por un estrecho círculo de cabello gris, empapado casi por completo de su propia sangre. Los habían degollado a los tres, aunque la rubia también presentaba puñaladas en el abdomen y en las piernas. Era su sangre la que había manchado los peldaños y embebido la moqueta. Deborah Mercier había intentado correr o intervenir cuando atraparon a su marido.
En aquel reducido espacio el olor a sangre era abrumador y los cadáveres oscilaban y entrechocaban con el vaivén del barco. Los habían matado de cara a la puerta, y la sangre de sus arterias sólo había alcanzado tres lados del salón.
Pero también había sangre detrás de ellos. Entre los cuerpos en movimiento se veía algo que parecía un dibujo. MacArthur alargó el brazo y detuvo el balanceo del cadáver de Deborah Mercier. Colgaba a la izquierda de los otros, así que, al sujetarla, los otros también dejaron de moverse. Estaba fría, y MacArthur se estremeció cuando la tocó, pero entonces vio con toda claridad lo que había escrito detrás de ellos en sangre arterial roja y brillante.
Era una palabra:
PECADORES
23
«¿Qué pierde con ello?»
Recordé las palabras que Jack Mercier pronunció el día que me pidió que investigase la muerte de Grace cuando supe lo que se encontró en el salón principal del Eliza May, con la cubierta manchada de rojo y la figura crucificada de Jack Mercier colgada del mástil. Volvieron a mi memoria cuando, al día siguiente, vi las imágenes del yate en los periódicos, junto con las fotografías de menor tamaño de Jack y de Deborah Mercier, del abogado Warren Ober y de su esposa, Eleanor.
«¿Qué pierde con ello?»
Me acordé del momento que pasé sentado en la popa del Marine 4, mojado y tembloroso, envuelto por los gritos de las gaviotas mientras se organizaba el remolque del Eliza May a tierra. Permanecí allí más de dos horas mientras la silueta de Jack Mercier se desdibujaba lentamente a medida que anochecía. Mac Arthur fue el único que me dirigió la palabra, y sólo para informarme del hallazgo de los cuerpos y de la palabra escrita con sangre en la pared detrás de ellos.
PECADORES.
– Los Baptistas de Aroostook -dije.
MacArthur hizo una mueca.
– Un poco pronto para imitaciones, ¿no crees?
– No es la imitación de un asesinato -contesté-. Son las mismas personas.
MacArthur se dejó caer pesadamente junto a mí. El agua del mar se arremolinaba en torno a sus zapatos negros de piel.
– Los Baptistas llevan muertos más de treinta años -dijo-. En el caso de que la persona que los mató siguiese con vida, ¿por qué habría de empezar ahora otra vez?
Estaba muy cansado para seguir escondiendo información, demasiado cansado.
– Creo que nunca han dejado de matar -expliqué-. Han seguido haciéndolo desde entonces, con discreción y en secreto. Mercier estaba estrechando el cerco alrededor de ellos, intentando ejercer presión sobre la Hermandad por medio de los tribunales y de la Dirección General Tributaria. Quería obligarlos a salir a la luz y lo consiguió. Reaccionaron matándolo a él y a todos aquellos dispuestos a respaldarlo: Yossi Epstein en Nueva York, Alison Beck en Minneapolis, Warren Ober, e incluso Grace Peltier.
Ya habían aplicado casi todas las medidas destinadas a contrarrestarlo. La palabra de la pared era indicio de ello, un eco intencionado de la matanza con que habían empezado y que sólo en fecha reciente se había descubierto. Les quedaba una única acción finaclass="underline" recuperar el Apocalipsis perdido. En cuanto lo consiguiesen, desaparecerían, se esfumarían bajo la superficie para permanecer en estado latente en alguna caverna silenciosa y oscura de la colmena que es este mundo.
– ¿Quiénes son? -preguntó MacArthur.
– La familia Faulkner -contesté-. La familia Faulkner es la Hermandad.
MacArthur movió la cabeza en un gesto de negación.
– Estás con la mierda hasta el cuello -dijo.
El sonido del Marine 1 al acercarse perturbó mis pensamientos.
– Vuelven a la costa para recoger al forense, que declarará muertas a las víctimas en el lugar del crimen -dijo MacArthur a la vez que me quitaba las esposas-. Regresa con ellos. Alguien te llevará al departamento. Yo llegaré en menos de una hora y reanudaremos la conversación donde la hemos dejado.
Me observó mientras bajaba con cuidado del Whaler a la embarcación de menor tamaño. Ésta trazó un amplio arco y tomó rumbo a la orilla dejando atrás el Eliza May. El sol se ponía y las olas parecían en llamas. El cuerpo de Jack Mercier pendía oscuro contra el cielo rojo como una bandera negra izada en el firmamento.