Louis se encogió de hombros.
– Será mejor que no lleguemos con las manos vacías.
Abrió el maletero y bajó del coche. Eché otro vistazo a la casa y miré a Rachel con un gesto de incertidumbre. No se advertía la menor señal de actividad, así que dejé de mirar y me reuní con Louis. Rachel me siguió.
Louis había levantado la alfombrilla del maletero y dejado la rueda de recambio a la vista. Aflojó el perno que la mantenía sujeta, la retiró y me la entregó, de modo que el maletero quedó vacío. Sólo cuando descorrió un par de cierres ocultos caí en la cuenta de lo poco profundo que era el maletero. El motivo se puso de manifiesto un par de segundos después cuando se levantó toda la base, articulada mediante unas bisagras en la parte de atrás, y reveló un pequeño arsenal de armas encajadas en compartimentos especialmente diseñados.
– Estoy seguro de que tienes permiso para cada una de las armas -dije.
– Tío, hay cosas aquí para las que ni siquiera existe permiso.
Vi una de las minimetralletas Calico por las que Louis sentía particular cariño, con dos cargadores de cincuenta balas a cada lado. Contenía una Glock de nueve milímetros de reserva y un rifle Mauser SP66 para francotirador, junto con una metralleta BXP de fabricación sudafricana provista de silenciador y lanzagranadas, lo cual me pareció una contradicción en sí mismo.
– Oye, si pisas un bache en la carretera serás el único asesino a sueldo muerto con un cráter que lleve su nombre -dije-. ¿Nunca te ha preocupado conducir bajo los efectos de ser negro?
Conducir bajo los efectos de ser negro era casi un delito tipificado por la ley.
– No, tengo licencia de chófer y una gorra negra. Si alguien me pregunta, le digo sencillamente que trabajo para el señor.
Se inclinó y sacó una escopeta del fondo del maletero, que me entregó antes de bajar la base y volver a colocar la rueda de recambio.
Nunca había visto un arma como aquélla. Tenía aproximadamente la misma longitud que una escopeta de cañones recortados y una mira en alto. Bajo los dos cañones idénticos había un tercero, más grueso, que hacía las veces de empuñadura. Pesaba muy poco y la culata se adaptó bien a mi hombro cuando ajusté la mira.
– Impresionante -comenté-. ¿Qué es?
– Una Neostead, sudafricana. Treinta cartuchos de balas estabilizadas y un retroceso tan ligero que puede dispararse con una sola mano.
– ¿Es una escopeta?
– No, es «la» escopeta.
Negué con la cabeza en un gesto de desesperación y se la devolví. Detrás de nosotros, Rachel se reclinó contra el coche con los labios apretados. A Rachel no le gustaban las armas. Tenía sus razones.
– Está bien -dije, y asentí con la cabeza-. Vamos.
Louis movió la cabeza en un ademán de tristeza mientras subía al Lexus y dejaba la Neostead apoyada contra el salpicadero.
– No puedo creer que no te guste mi arma -comentó.
– Tienes demasiado dinero -respondí.
Subimos por el camino de acceso a toda velocidad y, cuando frenamos, la grava frente a la casa crujió sonoramente. Yo me apeé primero, seguido por Louis instantes después. Cuando él salía del coche, oí que se abría la puerta trasera de la cabaña.
Los dos nos movimos a la vez, Louis a la izquierda y yo a la derecha. Mientras rodeaba la casa, vi a una mujer con una mochila al hombro, camisa roja y vaqueros correr colina abajo buscando el amparo de los árboles. Era grande y un poco lenta, y yo casi la había alcanzado ya cuando no había cubierto aún ni la mitad de la distancia. En el bosque, poco más allá del linde, vi el contorno de una moto tapada con una lona.
Cuando tenía a Marcy casi al alcance de la mano, ella se volvió de repente y, sujetando la mochila por las correas, me golpeó con fuerza en un lado de la cabeza. Me tambaleé y me zumbaron los oídos, pero tendí un pie y le eché la zancadilla cuando intentó escaparse. Cayó pesadamente y la mochila voló de sus manos. Me coloqué sobre ella sin darle tiempo siquiera a pensar en levantarse. A mis espaldas, oí que Louis aflojaba el paso y, al cabo de un momento, su sombra se proyectó sobre nosotros.
– Maldita sea -exclamé-. Por poco me arrancas la cabeza.
Marcy Becker se retorcía furiosamente debajo de mí. Tenía casi treinta años, cabello castaño claro y facciones corrientes y poco pronunciadas. Sus hombros eran anchos y musculosos, como si hubiese sido en otro tiempo nadadora o atleta. Cuando vi la expresión de su rostro, sentí una punzada de culpabilidad por asustarla.
– Cálmate, Marcy -dije-. Hemos venido a ayudarte. -Me puse en pie y dejé que se levantara. Casi de inmediato intentó echar a correr otra vez. La rodeé con los brazos, la agarré de las muñecas y la obligué a girar de cara a Louis-, Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Me contrató Curtis Peltier para averiguar qué le había ocurrido a Grace, y creo que tú lo sabes.
– Yo no sé nada -contestó entre dientes.
Lanzó un taconazo hacia atrás y casi me alcanzó en la espinilla. Era una mujer corpulenta y fuerte, y mantenerla sujeta representaba todo un esfuerzo. Louis me miró con una ceja enarcada y expresión risueña. Adiviné que por ese lado no recibiría la menor ayuda. La obligué de nuevo a volverse para mirarme a la cara y la sacudí con violencia.
– Marcy -dije-. No tenemos tiempo para esto.
– ¡Vete a la mierda! -repuso. Estaba rabiosa y asustada, y tenía buenas razones para ello.
Sentí la presencia de Rachel junto a mí, y Marcy desvió la mirada hacia ella.
– Marcy, viene hacia aquí un hombre, un policía, y su intención no es protegerte -se apresuró a decir Rachel-. Ha averiguado dónde te escondes por tus padres. Cree que eres testigo de la muerte de Grace Peltier, y también nosotros lo pensamos. Podemos ayudarte, pero sólo si nos dejas.
Marcy desistió de su forcejeo e intentó leer en la mirada de Rachel si lo que decía era verdad. Al aceptarlo, la expresión de su rostro cambió, se le borraron las arrugas de la frente y se apagó el fuego de sus ojos.
– A Grace la mató un policía -se limitó a decir.
Me volví hacia Louis.
– Esconde los coches -dije.
Él asintió y corrió cuesta arriba. Segundos después, el Lexus se detuvo en el jardín por encima de nosotros, oculto a la vista desde la carretera por la propia casa. El Mustang se le unió al cabo de un momento.
– Creo que el hombre que mató a Grace se llama Lutz -le comenté a Marcy-. Es él quien viene hacia aquí. ¿Vas a permitirnos que te ayudemos?
Movió la cabeza en un mudo gesto de asentimiento. Recogí la mochila y se la tendí. Cuando la tenía casi al alcance de los dedos, la aparté.
– Nada de golpes, ¿entendido?
Esbozó una sonrisa asustada y, asintiendo, repitió:
– Nada de golpes.
Empezamos a subir hacia la casa.
– No sólo me busca a mí -susurró.
– ¿Qué más busca, Marcy? -pregunté.
Tragó saliva y el miedo volvió a asomar a sus ojos. Sostuvo la mochila en alto.
– Busca el libro -contestó.
Mientras Marcy Becker guardaba sus otras pertenencias, la ropa y los cosméticos que había abandonado al huir de nosotros, nos contó las últimas horas de Grace Peltier. Sin embargo, no nos permitió mirar en la mochila. Yo no tenía la certeza de que en ese momento confiase en nosotros plenamente.
– Salió a toda prisa de la entrevista con Paragon -nos dijo-. Vino corriendo hasta el coche, subió de un salto y arrancó. Estaba muy furiosa, furiosa como nunca la había visto. Lo llamó embustero y no dejó de maldecir en todo el rato.
»Esa noche me dejó en el motel de Waterville y no regresó hasta las dos o las tres de la madrugada. No me contó dónde había estado, pero a primera hora de la mañana siguiente nos fuimos en coche hacia el norte. Me abandonó otra vez en Machias y me dijo que me quedara al margen. No la vi durante dos días.
»Me pasé la mayor parte del tiempo sentada en mi habitación, bebí cerveza, vi la televisión. A eso de las dos de la madrugada de la segunda noche oí que aporreaban la puerta y allí estaba Grace. Tenía el pelo mojado y apelmazado y la ropa húmeda. La noté muy, muy pálida, como si se hubiese llevado un susto de muerte. Me dijo que teníamos que irnos… sin pérdida de tiempo.