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Ni siquiera iba armado.

Estaba de pie con las manos en la cabeza y, delante de él, la enorme escopeta en el suelo. Detrás asomaba la silueta alta y calva del Golem, con su Jericho a cinco centímetros de la cabeza de Louis. Sostenía una segunda Jericho en la mano izquierda, apuntada hacia mí, y un trozo de cuerda le colgaba del brazo.

– Lo siento, tío -dijo Louis. A su izquierda, yacía muerto boca arriba el acompañante de Lutz con un agujero enorme en el pecho.

El Golem me miró sin pestañear.

– Deje la pistola, señor Parker, o mataré a su amigo.

Sujetando la Smith & Wesson por la guarda del gatillo, con el brazo extendido al frente a la altura del hombro, la dejé con cuidado en el suelo ante mí. Lutz levantó la cabeza ensangrentada y miró aturdido al calvo. Me complació ver la expresión de temor que se propagó gradualmente por su rostro, pero fue un placer pequeño y pasajero. Todos corríamos peligro con aquel hombre extraño y vacío.

– Ahora quiero que le quite al inspector los zapatos y los calcetines. -Arrodillándome sobre las piernas de Lutz para inmovilizarlo, obedecí. El Golem sacudió la muñeca y me lanzó la cuerda-. Átele las piernas.

Volví a arrodillarme y lo até. Entretanto, Lutz me susurraba:

– No permita que me lleve, Parker. Le diré lo que quiere saber, pero no permita que me lleve.

El Golem lo oyó.

– Cállese, inspector. El señor Parker y yo hemos llegado a un acuerdo.

Vi que Rachel se movía detrás de la ventana y, con un breve gesto de negación, le indiqué que no se implicase.

– ¿Ah, sí? -pregunté.

– Les dejaré con vida a usted y a su amigo, también a su novia, y puede llevarse a la otra mujer -dijo. Debería haber sabido que a aquel hombre no se le escaparía un solo detalle-. Yo me llevaré al inspector Lutz.

– ¡No! -exclamó Lutz-. No le haga caso. Va a matarme.

Miré al Golem, aunque apenas necesitaba que me confirmara que los temores de Lutz eran justificados.

– El inspector Lutz está en lo cierto -afirmó-, pero primero me contará dónde encontrar a sus socios. Métalo en la bolsa para cadáveres, señor Parker, y luego usted y su amigo lleven la bolsa a mi coche.

No me moví. No estaba dispuesto a entregar a Lutz sin averiguar antes qué sabía.

– Los dos queremos lo mismo -repliqué-. Los dos queremos encontrar a los responsables de estas muertes.

Mantuvo las Jerichos firmemente empuñadas. No admitía discusión.

Tras un forcejeo metimos a Lutz en la bolsa, lo amordazamos con sus calcetines y lo bajamos por la carretera hasta donde se hallaba el Lincoln Continental del Golem. Abrimos el maletero, lo echamos dentro y bajamos el capó sobre él con la hueca rotundidad de una tapa de ataúd. Oí sus gritos ahogados a través del metal y un pataleo contra los lados del maletero.

– Ahora vuelvan a la casa, por favor -dijo el Golem.

Retrocedimos y nos encaminamos lentamente hacia la casa, sin apartar la vista del calvo y sus armas.

– No creo que volvamos a vernos, señor Parker -dijo.

– No me lo tomaré de manera personal.

Cuando estuvimos a unos cincuenta metros del coche, se dirigió rápidamente a la puerta del conductor, entró y se alejó. A mi lado, Louis dejó escapar un largo suspiro.

– Las cosas han salido bien -comenté-. Pero tu prestigio profesional ha sufrido un revés.

Louis frunció el entrecejo.

– Oye, yo tardaba meses en preparar un golpe. Tú sólo me das cinco minutos. No soy James Bond.

– Descuida, no parece la clase de persona que vaya a ir contándolo por ahí.

– Supongo que no.

Volvimos sin pérdida de tiempo a la casa. Rachel salió al porche a recibirnos. Se le había ido el color de la cara, y pensé que estaba a punto de desmayarse.

– ¿Rachel? -dije sujetándola por los hombros-. ¿Qué pasa?

Me miró.

– Ven a verlo tú mismo -susurró.

Encontré a Marcy Becker sentada en uno de los grandes sillones, con las piernas dobladas contra el cuerpo. Tenía la vista fija en la pared y se mordía una uña. Me miró, posó los ojos por un instante en lo que había en el suelo y volvió a clavarlos en la pared desnuda. Nos quedamos así durante lo que se me antojó mucho, mucho tiempo, hasta que percibí la presencia de Louis detrás de mí y oí que maldecía en un susurro al ver lo que había ante nosotros.

Era un libro.

Un libro hecho de huesos.

Cuarta parte

Un gran libro es como un gran mal.

Calimaco (c. 305 – c. 240 a. de C.)

25

El libro tenía unos treinta y cinco centímetros de largo y unos dieciocho de ancho. Seis huesos pequeños cruzaban el lomo horizontalmente en tres grupos equidistantes de dos. Se veían un poco amarillentos y recubiertos de alguna clase de conservante que los hacía brillar a la luz del sol. Aunque no habría podido asegurarlo, pensé que quizá se trataba de los extremos de unas costillas. En comparación con la textura del material sobre el que estaban embutidos, resultaban suaves al tacto. La tapa del libro había sido teñida de rojo intenso, a través del cual se veían pliegues y arrugas. Cerca del ángulo superior izquierdo sobresalía un lunar.

Era piel humana. La habían secado y cosido en retazos, usado como hilo lo que parecía tendón y tripa. Al acariciar la tapa con los dedos, no sólo percibí los poros y las líneas de la dermis utilizada para encuadernarlo, sino también las formas de los huesos que constituían el armazón: radios y cubitos, sospeché, y probablemente más costillas. Daba la impresión de que el propio libro hubiese sido antes un ser vivo, piel sobre hueso, y de que sólo le faltaban la carne y la sangre para devolverle la plenitud original.

No había texto escrito ni en la tapa ni en el lomo, ni indicio alguno del contenido del libro. La única marca era la ilustración de la cubierta, de estilo jansenista con un único motivo central que se repetía en los cuatro ángulos. Era una araña, grabada con pan de oro, sus ocho patas enroscadas para sujetar una llave de oro.

Abrí el libro utilizando sólo las yemas de los dedos. El lomo lo formaba una espina dorsal humana, unida mediante hilo de oro, el único material que por lo visto no procedía de un cuerpo humano. Las páginas también habían sido cosidas con tendón. Por dentro, las tapas no estaban teñidas y se adivinaba más claramente la diferencia de pigmentación de las diferentes pieles empleadas. De lo alto del lomo descendía un punto de lectura hecho con mechones de pelo humano trenzados, obtenidos de cuerpos que, por razones de discreción y para ocultarlos, no podían ser presentados de manera más evidente.

El libro tenía alrededor de treinta hojas de diversos tamaños. Dos o tres se habían confeccionado mediante un único retazo de piel, con un ancho del doble del propio libro. Éstas habían sido plegadas y luego cosidas al lomo por el pliegue para crear dobles páginas; otras se componían de secciones menores de piel cuidadosamente cosidas entre sí, algunas no mayores de quince o veinte centímetros cuadrados. Las hojas variaban de grosor; una era tan fina que trasparentaba mi mano, pero las otras tenían más capas. En su mayoría parecían fragmentos extraídos de la parte baja de la espalda o de los hombros; sin embargo, una presentaba el extraño orificio hundido de un ombligo humano y otra, cerca del centro, un pezón encogido. Como los bifolios de la antigüedad, los pergaminos hechos de piel de cabra y de vitela utilizados por los escribas medievales, un lado de la hoja, donde se había eliminado cualquier resto de vello corporal, era suave, en tanto que el otro era rugoso. Las caras suaves contenían las ilustraciones y el texto, de modo que en algunas dobles páginas sólo se había llenado el lado derecho.