Hoja tras hoja, en hermosa letra ornamental, aparecían pasajes del Apocalipsis; algunos eran capítulos completos, otros simplemente citas empleadas para desarrollar el significado de las ilustraciones. La caligrafía era de origen carolingio, una versión de la nítida y bella letra inspirada en el erudito anglosajón Alcuino de York, cada carácter con su forma precisa pero sencilla para mejor legibilidad. Faulkner había tenido en cuenta los orificios y defectos naturales de la piel, disimulándolos cuando era necesario con el carácter o el adorno adecuados. Las mayúsculas eran unciales en todas las páginas, cada una de dos centímetros y medio de altura, resultado de centenares de trazos de pluma. Grotescos animales y seres humanos retozaban en torno a las bases y los trazos rectos.
No obstante, eran las ilustraciones lo que atraía la atención. Se advertían resonancias de Durero y Duvet, de Blake y Cranach, así como de artistas posteriores: Goerg, Meidner y Masereel. No eran copias de las ilustraciones originales, sino variaciones sobre el mismo tema. Algunas estaban pintadas con vivos colores; otras sólo en negro carbón mezclado con ácido tánico para crear una tinta densa que sobresalía de la hoja. La primera página contenía una versión de la Boca del Infierno extraída del Salterio de Winchester, cientos de cuerpos diminutos retorciéndose dentro de lo que parecían las fauces de una criatura mitad hombre mitad pez. Se había añadido a las figuras humanas un tinte verdoso para distinguirlas de la piel en la que estaban dibujadas, y las escamas del pez aparecían diferenciadas una por una en tonos azules y rojos. Otras páginas incluían los cuatro jinetes del Apocalipsis de Cranach; la Cosecha del mundo de Burgkmair en verde y oro; una visión de una bestia arácnida, inspirada en el artista del siglo XX Edouard Goerg, junto a las palabras «la bestia que ascendió del pozo sin fondo les declarará la guerra y los vencerá a todos y los matará»; y una variación hecha con exquisito detalle del frontispicio de Duvet para su Apocalipsis de 1555, que representaba a san Juan con una gran ciudad de fondo, rodeado de símbolos de la muerte, incluido un cisne con una flecha en el pico.
Pasé las páginas hasta la última ilustración completa, acompañada de una cita del Apocalipsis 10:10: «Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y en mi boca fue dulce como la miel; pero, cuando lo tragué, se me amargaron las entrañas». Inspirada en Durero, la ilustración mostraba, una vez más, a san Juan, espada en mano, mientras se comía una representación del mismo libro que yo tenía entre las manos, con la espina dorsal humana y la araña con la llave claramente visibles. Lo observaba un ángel con columnas de fuego por pies y un sol por cabeza.
San Juan aparecía dibujado en tinta negra y la expresión del rostro había sido reproducida con sumo detalle. Era un retrato de Faulkner tal como fue en su juventud y como yo lo había visto en la fotografía del periódico tras el descubrimiento de los cadáveres en el norte. Tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas hundidas y una boca casi femenina, las mismas cejas rectas y oscuras. Iba envuelto en una larga capa blanca, con la espada en alto apuntando al cielo en la mano izquierda.
Faulkner estaba en todas las ilustraciones. Era uno de los cuatro jinetes; aparecía en las fauces del infierno, era san Juan; era la bestia. Faulkner: juzgando, atormentando, consumiendo, matando; creando un libro que era a la vez un registro del castigo y un castigo en sí; una revelación y una ocultación de la verdad; una vanidad y una burla de las vanidades; una obra de arte y un acto de canibalismo. Era la obra de su vida, iniciada cuando las flaquezas humanas de sus seguidores se pusieron de manifiesto y él se volvió contra ellos, aniquilándolos a todos con la ayuda de su progenie: primero los hombres, luego las mujeres y por último los niños. Tal como había empezado continuó, y los caídos habían pasado a formar parte de su gran libro. En el ángulo inferior derecho de cada página, a modo de glosas marginales, había nombres escritos. Las páginas confeccionadas con una sola lámina de piel contenían un solo nombre, en tanto que aquellas realizadas con varias secciones incluían dos, tres o a veces cuatro nombres. El nombre de James Jessop constaba en el tercer fragmento de piel, el de su madre en el cuarto y el de su padre en el quinto. El resto de los Baptistas de Aroostook ocupaba la mayoría de las entradas del libro, pero también aparecían otros nombres, nombres que no reconocí, algunos relativamente recientes a juzgar por el color de la tinta sobre la piel. El nombre de Alison Beck no estaba entre ellos. Ni los de Al Z, Epstein o Mickey Shine. Todos debían ser agregados más tarde, cuando se recuperase el libro, del mismo modo que tendría que añadirse también el de Grace Peltier, y quizás el mío propio.
Me acordé de Jack Mercier y del libro que me había mostrado en su biblioteca, las tres dobles líneas del dorso ahora en hueso en lugar de oro. Un artesano como Faulkner nunca habría dejado de crear los libros que amaba tanto. El ejemplar obsequiado a Carter Paragon era una prueba de ello. Ahora era evidente que Faulkner tenía una visión más amplia: la creación de un texto cuya forma reflejase a la perfección el contenido, un libro sobre la condenación hecho a partir de los condenados, un registro del juicio final compuesto con los restos de aquellos que habían sido juzgados.
Y Grace lo había descubierto. Deborah Mercier, celosa de la primera hija de su marido, la había informado de la existencia del nuevo Apocalipsis y de su procedencia. Por entonces Jack Mercier ya había comenzado a actuar contra la Hermandad reclutando a Ober, a Beck y a Epstein para su causa, pero eso Grace no podía saberlo, porque era más de lo que Deborah Mercier estaba dispuesta a contarle. Deseaba poner en peligro a Grace, pero no a su propio marido.
Grace le había dicho a Paragon que sabía de la venta del Apocalipsis, pero Paragon era sólo un títere, y Grace, mujer sagaz, debía de haberse dado cuenta. Paragon temía decir a Pudd y a Faulkner que había vendido el libro, pero también le dio miedo hablarles de la visita de Grace. Por tanto, Grace lo vigiló y esperó a que sucumbiese al pánico. ¿Lo siguió al norte o esperó a que ellos fuesen a verlo? Supuse que había sido esto último si es que Paragon había muerto por no poder revelar al Golem su escondrijo. Fuera como fuese, Grace había encontrado de algún modo el camino a las mismísimas puertas del infierno privado de Faulkner. Y entonces, cuando surgió la oportunidad, entró y logró escapar con el libro, un libro que contenía la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook y, en particular, de Elizabeth Jessop. Su robo había obligado a la Hermandad a reaccionar con premura; mientras Pudd y los otros lo buscaban, tomaron la decisión de eliminar a todos aquellos que actuaban contra ellos y para quienes la obra robada por Grace Peltier habría sido un arma poderosa, una labor que se volvió más urgente con el hallazgo de los cadáveres en el lago St. Froid.
Cerré el libro, lo coloqué con cuidado en su envoltorio y luego me lavé las manos bajo el grifo de la cocina; después de lavármelas a fondo, alcancé una toalla y me volví de cara a Rachel y Louis.
– Parece que tenemos una definición completamente nueva de la palabra «loco» -musitó Louis-. ¿Y qué se supone que es eso? ¿Lo sabes?