– Un registro -contesté-. Un obituario, o quizá más que eso. Es una relación de los condenados, lo opuesto al libro de la vida. Ahí están consignados los Baptistas de Aroostook y por lo menos otra docena de nombres, hombres y mujeres, utilizados todos ellos para crear un nuevo Apocalipsis.
»Y lo hizo Faulkner. Sus restos no estaban entre los que se hallaron en la fosa común, ni los de sus hijos. Mataron a esa gente, a todos, y luego usaron partes de ellos para crear el libro. Supongo que los otros nombres son de personas que tuvieron la desgracia de cruzarse en el camino de la Hermandad en algún momento, o que representaron una amenaza. Con el tiempo, partes de Grace y Curtis Peltier, de Yossi Epstein, y quizá de Jack Mercier y los otros que murieron en el barco habrían pasado a formar parte del libro una vez recuperado. Habría sido un registro lo más completo posible, o de lo contrario no habría tenido sentido.
– Doy por hecho que empleas la palabra «sentido» en su acepción más amplia -comentó Rachel con evidente disgusto.
Aun después de frotarme las manos con la toalla hasta enrojecérmelas me sentía manchado por el roce del libro.
– El sentido carece de importancia -dije-. Si es posible relacionar esto con Faulkner, nos encontramos ante la confesión de un asesinato.
– Siempre y cuando lo encontremos -añadió Louis-. ¿Qué pasará cuando Lutz no dé señales de vida?
– Enviarán a otra persona, probablemente a Pudd, para averiguar qué ha ocurrido. No puede permitir que este libro siga perdido en el mundo. Eso suponiendo que nuestro amigo el calvo no lo encuentre primero.
Reflexioné sobre lo que sabía, o sospechaba, del paradero oculto de Faulkner. Ahora sabía que estaba en el norte, más allá de Bangor, cerca de la costa y a corta distancia de un faro.
En el litoral de Maine había alrededor de sesenta faros, en su mayoría automatizados o sin supervisión humana, y un par cedidos para uso civil. De todos ellos, probablemente sólo unos cuantos se hallaban al norte de Machias.
Me arrodillé y tomé entre las manos el libro envuelto.
– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Rachel.
– Nada -respondí-. Todavía nada.
Se acercó a mí y me miró a los ojos.
– Quieres encontrarle, ¿verdad? No estás dispuesto a dejárselo a la policía.
– Tenía a Lutz y a Voisine trabajando para él -expliqué-, y Voisine aún anda suelto por alguna parte. Podría haber más. Si entregamos esto a la policía y uno solo de ellos comparte las lealtades de Lutz, Faulkner será alertado y se irá para siempre. Mi sospecha es que ya está preparándose para desaparecer. Probablemente lo planea desde el momento en que perdió el libro y, con toda certeza, desde el hallazgo de los cadáveres en St. Froid. Por esta razón, por la seguridad de Marcy, vamos a mantener esto de momento en secreto. ¿Marcy?
Ella recogió la mochila y se levantó con actitud expectante.
– Vamos a llevarte a un lugar seguro. Puedes llamar a tus padres y decirles que estás bien.
Asintió. Salí y llamé a la Colonia por el móvil. Contestó Amy.
– Soy Charlie Parker -dije-. Necesito vuestra ayuda. Tengo aquí a una mujer. Necesito esconderla.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio.
– ¿De qué clase de problema estamos hablando?
Pero creo que ya lo sabía.
– Estoy cerca de él, Amy. Puedo poner fin a esto.
Cuando contestó, percibí resignación en su voz.
– Puede quedarse en la casa.
Con la excepción obvia de Amy, normalmente la Colonia no admitía mujeres, pero en la casa principal había habitaciones libres que a veces se utilizaban en circunstancias excepcionales.
– Gracias. La acompañará un hombre. Va armado.
– Charlie, ya sabes lo que opinamos aquí de las armas.
– Lo sé, pero es Pudd a quien nos enfrentamos. Y quiero que dejéis quedarse a mi amigo con Marcy hasta que esto termine, será un día, como mucho dos.
Le pedí que aceptara también a Rachel. Amy accedió y colgó.
Marcy hizo una breve llamada a su madre y a continuación nos alejamos de la casa y entramos en Boothbay. Allí nos separamos. Louis y Rachel irían a Scarborough, donde Ángel llevaría a Marcy Becker y a Rachel, a pesar de ella, a la Colonia. Louis se reuniría conmigo en cuanto Marcy y Rachel se encontraran bajo la protección de Ángel. Yo me quedé con el libro y lo oculté cuidadosamente bajo el asiento del acompañante del Mustang.
Fui a Bangor, allí compré en la Betts Bookstore de Main Street un ejemplar de Faros de Maine de Thompson. Había siete faros en la zona de Bold Coast, cerca de Machias, el pueblo donde Grace había dejado a Marcy Becker para ir a ocuparse de sus asuntos: Whitlock's Mill en Calais; East Quoddy en Campobello Island; y, más al sur, Mulholland Light, West Quoddy, Lubec Channel, Little River y Machias Seal Island. Machias Seal estaba demasiado mar adentro, lo cual dejaba sólo seis.
Telefoneé a Ross en Nueva York con la esperanza de avivar su interés, pero sólo conseguí hablar con su secretaria. Nos encontrábamos ya a treinta y cinco kilómetros de Bangor cuando me devolvió la llamada.
– He visto los informes de Caronte procedentes de Maine -empezó a decir-. Esta parte de la investigación era secundaria, puro trabajo preliminar. Un activista de un grupo en favor de los derechos de los homosexuales fue asesinado en el Village en 1991, muerto de un tiro en los lavabos de un bar de Bleecker; el modus operandi coincidía con el de otro asesinato a tiros de Miami. El autor fue detenido, pero sus registros telefónicos revelaron que había hecho siete llamadas a la Hermandad en los días previos al homicidio. Una tal Torrance declaró a Caronte que el tipo era un bicho raro y que ella misma había denunciado las llamadas a la policía local. Lo confirmó el inspector Lutz.
Así pues, si el asesino trabajaba para la Hermandad, tenían una coartada. Lo habían denunciado a la policía antes del asesinato, y Lutz, ya por entonces su policía privado, lo confirmó.
– ¿Qué fue del asesino?
– Se llamaba Lusky, Barrett Lusky. Salió en libertad bajo fianza y apareció muerto dos días después en un contenedor de Queens con una herida de bala en la cabeza.
«Según el informe de Caronte, el lugar más al norte al que llegó durante sus investigaciones fue Waterville. Pero hay una anomalía; sus gastos incluyen un recibo de gasolina de un lugar llamado Lubec, a unos doscientos cincuenta kilómetros de Waterville. Está en la costa.
– Lubec -repetí. Encajaba.
– ¿Qué hay en Lubec? -preguntó Ross.
– Faros -contesté-. Y un puente.
Lubec tenía tres faros. Era además la localidad de Estados Unidos situada en la latitud más oriental. Desde allí, el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt se extendía sobre el agua hasta Canadá. Lubec era una buena elección si uno necesitaba una ruta de escape permanentemente abierta, porque había todo un país nuevo a sólo unos minutos en coche o en barco. Estaban en Lubec. No me cabía duda, y el Viajante los había encontrado allí. El recibo de la gasolinera era un descuido, pero sólo en el contexto de lo que ocurrió después y de los asesinatos que él mismo cometió amparándose en una extraña justificación basada en la flaqueza y la incoherencia humanas que reflejaban las creencias del propio Faulkner.
Pero yo había infravalorado a Faulkner, y había infravalorado a Pudd. Mientras estrechaba el cerco en torno a ellos, ellos se habían llevado al más vulnerable de nosotros, al único que estaba solo.
Se habían llevado a Ángel.
26
Había sangre en el porche y en la puerta de entrada. En una pared de la cocina irradiaban grietas de un orificio de bala en el yeso. Había más sangre en el pasillo, un rastro curvo y sinuoso como la huella de una víbora cornuda. La puerta de la cocina casi había sido arrancada de las bisagras; la ventana estaba hecha añicos por otro disparo.