Dentro no había cadáveres. Llevarse a Ángel era en parte una precaución por si nosotros encontrábamos antes a Marcy Becker, pero también un acto de venganza contra mí personalmente. Sin duda habían venido a liquidarnos a todos y, al encontrar sólo a Ángel, optaron por llevárselo a él. Imaginé al señor Pudd y a la muda con las manos sobre él, la ropa y la piel manchadas de su sangre mientras lo sacaban a rastras de la casa. Nunca deberíamos haberlo dejado solo. Ninguno de nosotros debería haberse quedado solo.
No lo dejarían con vida, parecía claro. Al final no nos dejarían con vida a ninguno. Si escapaban y los perdíamos de vista, sabía que un día resurgirían y nos encontrarían. Podíamos buscarlos, pero este mundo, esta colmena, es profundo, intrincado y tenebroso. Hay muchos lugares donde esconderse. Transcurrirían semanas, meses, quizás años de dolor y miedo, y cada amanecer despertaríamos de un sueño agitado con la idea de que ése, por fin, sería el día en que vendrían a por nosotros.
Porque al final desearíamos que viniesen para acabar con la espera.
Mientras Rachel me contaba todo lo que había visto, oí el motor de un coche como ruido de fondo. Estaba llevando a Marcy Becker a la Colonia en su propio coche; ahora que tenían a Ángel, ella estaba fuera de peligro por un tiempo. Louis venía hacia el norte y me llamaría en unos minutos.
– No está muerto -dijo Rachel con voz serena.
– Lo sé -contesté-. Si estuviese muerto lo habrían dejado para que lo viésemos.
Me pregunté cuánto habría tardado Lutz en hablar y si el Golem ya habría llegado hasta ellos. Si era así, quizá todo esto carecía de importancia.
– ¿Está bien Marcy? -pregunté.
– Está dormida en el asiento del copiloto. No creo que haya dormido mucho desde la muerte de Grace. Quería saber por qué Ángel, Louis, yo, pero especialmente tú estamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas por esto. Ha dicho que ésa no era tu lucha.
– ¿Qué le has contestado?
– Le ha contestado Louis. Le ha dicho que tú luchas contra todo. Creo que sonreía. Con él es difícil saberlo.
– Sé dónde están, Rachel. En Lubec.
Cuando volvió a hablar, noté más tensión en su voz.
– Entonces cuídate.
– Siempre me cuido -respondí.
– No, no es verdad.
– De acuerdo, tienes razón, pero esta vez lo digo en serio.
Acababa de pasar Bangor. Lubec se encontraba a doscientos kilómetros por la Interestatal 1. Podía llegar en menos de dos horas, suponiendo que ningún agente ojo avizor decidiese pararme por exceso de velocidad. Pisé el acelerador y sentí la potencia del Mustang.
Louis telefoneó cuando pasaba por Ellsworth Falls en dirección a la costa por la IA.
– Estoy en Waterville -informó.
– Creo que están en Lubec -contesté-. Es un pueblo de la costa norte, cerca de New Brunswick. Aún te queda un largo trecho.
– ¿Te han llamado?
– No.
– Espérame en las afueras del pueblo -dijo con tono neutro. Podría haber estado recomendándome que no me olvidase de recoger la leche.
En Milbridge, a unos ciento veinte kilómetros de Lubec, sonó el móvil por tercera vez. En esta ocasión, cuando pulsé el botón, vi que el identificador de llamada no reconocía el número.
– Señor Parker -dijo Pudd.
– ¿Está vivo?
– Apenas. Diría que sus esperanzas de recuperación se desvanecen por momentos. Hirió gravemente a mi acompañante.
– Bravo por él, Leonard.
– No podía dejarlo impune. Ha sangrado mucho. De hecho, sigue sangrando mucho. -Dejó escapar una desagradable risa-. Así que ha deducido nuestro pequeño árbol genealógico. No es ninguna maravilla, ¿verdad?
– No especialmente.
– ¿Tiene el libro?
Sabía que Lutz había fracasado. Me pregunté si sabía también por qué y si la sombra del Golem se cernía ya sobre él.
– Sí.
– ¿Dónde se encuentra ahora?
– En Augusta -contesté.
Habría lanzado una exclamación de alivio cuando pareció creerme.
– Hay una carretera particular que se desvía de la Ruta 9, donde cruza el río Machias -dijo Pudd-. Lleva al lago Machias. Esté en la orilla del lago dentro de noventa minutos, solo y con el libro. Le entregaré lo que queda de su amigo. Si llega tarde o si huelo a policía, lo ensartaré desde el ano hasta la boca como a un cerdo.
Colgó.
Me pregunté cómo planeaba matarme Pudd cuando llegase al lago. No podía dejarme vivo, no después de todo lo ocurrido. Y noventa minutos no bastaban para viajar de Augusta a Machias, no por aquellas carreteras. No tenía la menor intención de llevar a Ángel vivo hasta allí.
Telefoneé a Louis. Era una prueba de confianza y no estaba seguro de cómo respondería. Yo me hallaba más cerca de Lubec; no había manera de que Louis llegase allí antes de cumplirse el plazo fijado por Pudd. Si yo me equivocaba con respecto a Lubec, alguien debería reunirse con Pudd en el lugar de encuentro. Tendría que ser Louis.
El silencio previo a su respuesta afirmativa fue apenas perceptible.
27
Tres faros de madera decoraban el cartel a las afueras de la localidad de Lubec: el faro de Mulholland, blanco y rojo, al otro lado del canal de Lubec, en New Brunswick; el faro del canal de Lubec, de color blanco, una estructura de hierro forjado en forma de bujía en el canal de Lubec; y el faro de West Quoddy Light, de listas rojas y blancas, en el parque estatal de Quoddy Head. Eran símbolos de estabilidad y certidumbre, una promesa de seguridad y salvación corrompida ahora posiblemente por la mancha de la presencia de los Faulkner.
Después de un breve alto en el límite del pueblo, seguí adelante, dejé atrás el local tapiado del viejo Hillside Restaurant y el edificio blanco de la Legión Americana, hasta llegar a Lubec propiamente dicho. Era un pueblo lleno de iglesias: los Baptistas de White Ridge, la Primera Asamblea de Dios, los Adventistas del Séptimo Día, los Congregacionalistas y los Discípulos del Templo Cristiano habían convergido en aquel lugar, enterrando a sus muertos en el cementerio cercano o erigiendo monumentos conmemorativos a quienes se habían perdido en el mar. Grace Peltier tenía razón, pensé; sólo había leído por encima las notas para la tesis que Marcy me dio, pero me había fijado en que Grace empleaba el término «fronterizo» para describir el estado de Maine. Allí, en el punto más oriental del estado y del país, entre las iglesias y los huesos de los muertos, uno experimentaba la sensación de que aquél era el fin de todo.
En el puerto, las aves marinas se posaban en el ruinoso muelle, donde letreros con el rótulo propiedad privada prohibían el paso. Había un rompeolas de rocas a la izquierda y, a la derecha, un conjunto de edificios, entre ellos el antiguo ahumadero de McMurdy en proceso de restauración. El faro de Mulholland se veía al otro lado del estrecho de Lubec, sobre cuyas aguas se extendía el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt.
Ya oscurecía cuando recorrí Pleasant Street, con el mar a mi izquierda, hasta un aparcamiento sin asfaltar junto a la planta depuradora de aguas residuales del pueblo. Desde allí descendía un sendero hasta la orilla. Lo seguí sorteando algas y rocas, latas de cerveza y paquetes de tabaco vacíos hasta llegar a la playa. Se componía básicamente de piedras y barrones, con alguna que otra porción de arena gris a la vista. Más allá, la luz del faro del canal de Lubec horadaba la creciente oscuridad.
A unos ochocientos metros a mi derecha se adentraba en el mar un paso elevado. Terminaba en una pequeña isla poblada de árboles, sus copas semejaban chapiteles de iglesia negros recortados contra los tonos más claros del cielo vespertino. Una mortecina luz verde brillaba entre los árboles, y cerca del extremo norte de la isla vi las luces blancas más intensas de un edificio anexo.