Выбрать главу

En el cartel de Lubec aparecían tres faros porque ya sólo existían tres faros. Pero antiguamente hubo otro: una estructura de piedra construida en la orilla norte del estrecho de Quoddy por un pastor baptista del lugar como aviso a los navegantes y, a la vez, como símbolo de la luz de Dios. Era un edificio imperfecto y defectuoso, y su desmoronamiento durante un fuerte temporal en 1804 le había costado la vida al hijo del pastor, que era el farero. Dos años más tarde, un grupo de ciudadanos concienciados consideró que West Quoddy Head, más al sur, era un emplazamiento más idóneo, y en 1806 Thomas Jefferson ordenó la construcción de un faro de cascotes en aquel lugar. El faro del norte prácticamente había caído en el olvido y ahora la isla en la que se alzaba era propiedad privada.

Averigüé todo esto por una mujer en la gasolinera y tienda de saldos de McFadden camino del pueblo. Me contó que las personas de la isla llevaban una vida muy reservada, pero que se creía que eran religiosas. Había un anciano que a veces enfermaba y había que llevarlo de visita al médico del pueblo, y dos personas más jóvenes, un hombre y una mujer. El hombre compraba a veces en la tienda, y siempre pagaba en efectivo.

No obstante, conocía su nombre.

Se llamaba Monker.

Ed Monker.

Había empezado a llover, un preludio del temporal que esa noche azotaría el norte de Maine, y gruesas gotas caían sobre mí como mazazos mientras observaba el paso elevado. Volví al coche y tomé la carretera al parque de Quoddy Head hasta que vi un camino particular sin indicador que bajaba hacia la costa. Apagué las luces y seguí el camino hasta que empezó a estrecharse en una espesa arboleda. Dejé el coche y continué por la hierba, al amparo de los árboles, hasta el final del camino. Frente a mí se alzaba una verja con una alta cerca a ambos lados y una cámara montada en uno de los postes. La cerca estaba electrificada. Al otro lado había un cobertizo cerrado en medio de un pinar. Por entre las ramas se veía el faro del canal de Lubec. Imaginé qué había en el cobertizo: una bañera vieja de hierro con un inodoro al lado y arañas muertas descomponiéndose en el desagüe.

Saqué la linterna de la guantera y, tapando parcialmente la luz con la mano, iluminé la cerca. Detecté dos sensores de movimiento a menos de quince metros, con la hierba recortada alrededor. Supuse que había más entre los árboles. Con el pelo y la piel mojados por la lluvia, seguí la cerca hasta hallarme en lo alto de una escarpada pendiente que descendía hasta la orilla. Subía la marea y el agua cubría ya la base del paso elevado. La única manera de llegar a la isla sin empaparse, o sin ser arrastrado por el mar, era saltar la verja y recorrer el paso elevado, pero por ese camino alertaría de mi presencia a quienes se encontraban en la isla.

Grace Peltier debía de haberse detenido en ese mismo punto semanas antes, para escalar después la verja y cruzar el paso elevado. Seguramente esperó hasta que se marcharon, hasta tener la certeza de que la isla quedaba vacía y nadie regresaría durante un rato, y entonces pasó al otro lado. Pero de esa manera activó los sensores, alertándolos de la intrusión, y el sistema debió de avisar a Pudd o a su hermana mediante una señal automática conectada a un busca o a un teléfono móvil. Cuando volvieron y le impidieron la salida por el paso elevado, Grace se echó al mar. Por eso tenía la ropa embebida de agua marina. Era buena nadadora. Sabía que podía conseguirlo. Pero ellos le vieron la cara en la grabación de la cámara, quizá localizaron incluso el coche. Pusieron sobre aviso a Lutz y Voisine, y la trampa se cerró sobre Grace.

Contemplé las oscuras olas, el resplandor blanco al romper, y decidí arriesgarme con el mar. Descargué la pistola calibre 38 de reserva que llevaba sujeta al tobillo, guardé las balas en una bolsa hermética y comprobé el seguro de la Smith & Wesson bajo la axila. Se me formó un nudo en el estómago y volvió a asaltarme la antigua sensación. El mar ante mí era un charco oscuro, el lugar oculto al que me había visto arrastrado una y otra vez, y estaba a punto de zambullirme en él de nuevo.

Con los dientes castañeteando, me adentré en el agua y me aproximé al paso elevado. Las olas me mecían y en un par de ocasiones casi me devolvieron a la orilla con su ímpetu. Las piedras y las rocas que componían la base del paso elevado estaban resbaladizas y cubiertas de algas y, con la creciente marea, el agua me llegaba ya a la cintura. Intenté afianzar las botas en las grietas y en los huecos, pero las rocas estaban aglutinadas con cemento y, después de dos torpes movimientos, patiné y perdí el equilibrio. Me precipité de nuevo al mar sumergiéndome hasta la barbilla. Mientras me recobraba de la impresión, surgió a mi izquierda una línea blanca y apenas tuve tiempo de tomar aire antes de que una ola enorme me levantase y me arrastrase al menos cinco metros hacia atrás, la boca se me llenó de agua mientras caía la lluvia y las algas se arremolinaban a mi alrededor.

Cuando pasó la ola, volví a hacer pie y caminé por el borde de las rocas buscando un punto desde el que encaramarme a la calzada. Me llevó unos diez minutos y otros dos chapuzones encontrar un hueco donde una de las piedras se había desprendido del cemento. Con grandes dificultades, coloqué una de mis botas húmedas en el boquete, pero volví a resbalar y me raspé la rodilla dolorosamente. Aferrándome con los dedos a una de las piedras más altas lo intenté de nuevo y por fin logré trepar a la calzada. Me quedé allí tendido por unos instantes, recuperando el aliento y temblando. Descubrí que mi teléfono móvil estaba en esos momentos en el fondo del mar. Me levanté, vacié el agua del cañón de la Smith & Wesson, volví a cargar la pistola de calibre 38 y, agachado, avancé por el paso elevado hasta llegar a la isla.

Flanqueada de abetos verdes y frondosos, la carretera seguía hacia los restos del faro, donde desembocaba en un patio de grava al que daban las puertas de entrada de todas las estructuras de la isla. Allí donde se alzó en otro tiempo el faro original no debería haber existido más que un montón de piedras viejas y sin embargo encontré un edificio de unos diez metros de altura con una galería abierta en lo alto delimitada por una alambrada, que ofrecía una vista despejada del paso elevado y la costa. Era un faro sin luz, excepto por la tenue iluminación de una de las ventanas del piso superior.

A la derecha del nuevo faro había un edificio alargado de madera de una sola planta con cuatro ventanas cuadradas cubiertas de tela metálica, dos a cada lado de la sólida puerta. De él emanaba un resplandor verdoso, como si la luz interior pugnara por filtrarse a través del agua o las hojas de las plantas. Frente al faro, impidiéndome ver la entrada, se hallaba un anexo que, supuse, era el garaje. Más allá, casi en el extremo este de la isla, se alzaba una segunda estructura similar, probablemente un cobertizo para embarcaciones. Me apoyé contra la pared posterior del garaje y escuché, pero no oí nada salvo el sonido uniforme de la lluvia. A través de la hierba, a cubierto tras el edificio, me encaminé hacia el faro.

No lo vi hasta que dejé atrás el garaje. Habían formado un aspa con dos troncos de árbol amarrados, sostenidos a su vez por otro par de troncos que mantenían la cruz en un ángulo de sesenta grados respecto al suelo. Estaba desnudo y tenía los brazos y las piernas sujetos a la madera con alambre. Presentaba muchas magulladuras en la cara y el tronco, así como hinchazón en los brazos, el pecho y las piernas, resultado aparentemente de picaduras. En la tierra, bajo él, se había encharcado la sangre derramada por las heridas de los miembros y el torso. La lluvia bañaba su cuerpo pálido, goteaba de la carne suave de sus brazos y resplandecía en su cráneo desnudo y su rostro blanco y lampiño. Le faltaba una porción de piel del abdomen. Al acercarme a él para comprobar el pulso, noté el cuerpo todavía caliente. El Golem estaba muerto.

Cuando me disponía a marcharme, a mi derecha crujió la grava y apareció la muda. Tenía las botas y los holgados vaqueros embarrados y llevaba un impermeable amarillo, abierto sobre un suéter oscuro. En la mano derecha empuñaba un arma, dirigida al suelo. Aunque hubiese querido, no habría tenido tiempo de esconderme.