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Aquello era el criadero de viudas negras del señor Pudd.

Cuando volví a concentrar la atención en la sala, me zumbaban los oídos a causa de las detonaciones y veía destellos por efecto del fogonazo del arma. En el techo se proyectó una sombra alargada que se alejaba de mí. A través de las hojas distinguí apenas una mancha de color tostado que podía ser la camisa de Pudd y disparé. Oí un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos al caer al suelo las cajas vacías de ese rincón. Los cristales crujieron bajo sus pies cuando los pisó. Pudd estaba junto a la pared del fondo, cerca del lugar donde me hallaba yo al principio, y supe qué debía hacer.

Las estanterías no estaban sujetas al suelo de cemento, sino que descansaban sobre trípodes, asegurada sobradamente su estabilidad ante cualquier impacto accidental por el peso mismo del armazón y de las cajas. Olvidando el dolor que se extendía por mi mano y la posibilidad de que el insecto causante todavía anduviese cerca, me agaché, afiancé la espalda contra la pared junto a las ventanas y empujé la estantería con las plantas de los pies. Por un momento pensé que sólo lograría desplazarla por el suelo, pero de pronto la parte superior se ladeó y el pesado armazón comenzó a caer lentamente hasta chocar con estrépito contra la siguiente estantería y crear un efecto dominó; se desplomaron dos, tres, cuatro estanterías en medio de un ruido de cristales rotos y metal chirriante, y por fin el peso acumulado de todas ellas cayó en la última, y oí algo que podía ser la voz de un hombre antes de quedar ahogada en el atronador estruendo final de metal y cristales.

Para entonces yo ya estaba de pie y salté sobre los armazones de las estanterías caídas para evitar cualquier contacto con el suelo. Percibía movimiento por todas partes mientras criaturas depredadoras de múltiples patas corrían y luchaban, cazaban y morían. Llegué a la puerta y la abrí de un empujón. Agradecido, sentí de inmediato la brisa marina y la fría lluvia después del ambiente viciado y del hedor a podredumbre de insectos y de arañas. La puerta se cerró a mis espaldas. Eché el cerrojo y retrocedí. La mano me palpitaba y la hinchazón iba en aumento, pero no me dolía demasiado. Aun así, necesitaría un antídoto, y cuanto antes mejor.

Se oyó movimiento en el interior del criadero. Levanté la pistola y apunté. Un rostro apareció tras la mirilla, y la puerta empezó a sacudirse por las embestidas del señor Pudd. Tenía los ojos desorbitados, uno de ellos ya sanguinolento, y un músculo de una de las mejillas se le contraía en espasmos. Diminutas arañas marrones, no mayores de un centímetro, corrían por su cara y se perdían de vista entre el pelo perseguidas implacablemente por una enorme araña negra de patas esqueléticas. De pronto Pudd abrió la boca y, en las comisuras, asomaron dos patas abriéndose camino entre los labios. Entreví salir de dentro los palpos y el grupo de ojos oscuros de la araña. Desvié la vista por un instante y, cuando miré de nuevo, Pudd había desaparecido.

Oí a mis espaldas un tableteo apagado y, al volverme, vi que la puerta del faro batía suavemente contra el marco. Estaba empapado y empezaba a sentir el frío con desesperación; aun así, me limpié el agua de los ojos y me encaminé hacia el faro.

Al otro lado de la puerta el suelo estaba enlosado y una escalera de caracol de hierro ascendía hacia la parte superior de la estructura. No había pisos entre el lugar donde yo me encontraba y la plataforma abierta en lo alto del faro, en la que un pequeño panel daba acceso a la galería.

A mis pies vi una trampilla abierta. Era de roble macizo guarnecido de hierro y, debajo, unos peldaños de piedra conducían a una mancha de intensa luz amarilla.

Había hallado la entrada a la colmena.

Descendí despacio por la escalera con la pistola apuntada hacia abajo. Daba a un búnker de hormigón, amueblado con sillones y un viejo sofá. En el rincón opuesto había una pequeña mesa de comedor sobre una raída alfombra persa. A mi derecha, un portillo oscilante de dos hojas separaba la estrecha y alargada cocina del salón principal. Del techo colgaban lamparillas de armazón metálica. En un rincón se alzaba una estantería vacía y al pie de ésta, en el suelo, una caja contenía libros y periódicos. Flotaba en el aire un olor a cera abrillantadora. La superficie de la mesa resplandecía, como también los estantes y la encimera del desayuno.

Pero fueron las paredes lo que atrajo mi atención: todo el espacio disponible, hasta el último centímetro de un rincón al otro, desde el techo hasta el suelo, estaba cubierto de ilustraciones. Incluían representaciones de la muerte a lomos de un caballo negro al estilo de Kohn; imágenes de víctimas de la guerra inspiradas en Dix y Goerg; ciudades desmoronándose en un furor de rojos y amarillos como los paisajes apocalípticos de Meidner. Se superponían entre sí desdibujándose en verdes y azules en los contornos allí donde se mezclaban los pigmentos. Las imágenes tomadas de un artista reaparecían en la obra de otro, fuera de contexto y a la vez parte de la visión global. Uno de los demonios de Goerg se abalanzaba sobre la muchedumbre que huía de la destrucción de Meidner; el caballo de Kohn vagaba entre los cadáveres del campo de batalla de Dix.

No era extraño que los hijos de Faulkner acabasen perturbados.

La habitación siguiente presentaba una decoración análoga, aunque aquí las imágenes eran de origen medieval y mucho más recargadas. Esta habitación, con el suelo de linóleo, era mayor que la contigua y estaba dividida por una mampara de listones con una cama de matrimonio a cada lado. Completaban el mobiliario unos toscos estantes con libros y revistas y dos armarios. En un rincón unas puertas corredizas de cristal separaban de la habitación un pequeño plato de ducha y un inodoro. La única iluminación procedía de una lamparilla colocada sobre una mesa de noche. Cerca de mí, vi dos cajas de cartón llenas de ropa de mujer y una maleta con unos cuantos trajes y chaquetas de hombre. Todas las prendas parecían de dos décadas atrás por lo menos. Habían quitado las sábanas de las camas y formado dos fardos con ellas. En un rincón había una aspiradora, y al lado se hallaba la bolsa del polvo extraída. Daba la impresión de que estaban eliminando todo rastro de los ocupantes del búnker.

Una puerta entreabierta daba a la tercera habitación. Me detuve al oír un sonido procedente del interior, un ruido parecido a un tintineo de cadenas. El aire olía a sangre. No percibí movimiento alguno cerca de la puerta. Me llegó de nuevo el roce de metal contra metal. Empujé la puerta con el pie y me puse a cubierto tras la pared, esperando disparos. No los hubo. Aguardé unos segundo más antes de echar un vistazo adentro.

En el centro, sobre el suelo de piedra, se alzaba un tajo de carnicero apoyado en cuatro gruesas patas. Tenía sangre seca en los bordes. Más allá, adosada a la pared del fondo, se extendía una mesa de acero inoxidable con un lavabo acoplado y un tubo de desagüe que descendía desde el sumidero hasta un recipiente metálico herméticamente cerrado. En la mesa había instrumentos quirúrgicos, algunos utilizados hacía poco. Vi una sierra para huesos y dos bisturís con las hojas ensangrentadas. Detrás, una cuchilla de carnicero colgaba de un gancho en la pared. La habitación entera apestaba a carne.

No vi a Ángel hasta que entré. Estaba desnudo y esposado a una barra de metal embutida en la pared encima de una bañera de hierro. Medio derecho, medio arrodillado en la bañera, tenía los costados manchados de sangre ya pardusca. Colgaba vuelto hacia mí, amordazado con esparadrapo. Tenía el rostro veteado de sangre y sudor y los ojos entreabiertos. Cuando me acerqué a él, los cerró por un instante y emitió un leve gimoteo, ahogado por la mordaza. Presentaba magulladuras en la cara y una larga herida en la pierna derecha; parecía una cuchillada y la habían dejado sangrar.