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Tallon resopló.

—Usted tiene aún sus ojos, Ed, pero no sabe utilizarlos.

—Muy bien dicho, hijo mío —asintió Winfield—. ¿Se ha dado cuenta de que apenas ha dirigido una mirada a sus piernas? La primera vez en ocho años que tengo la oportunidad de ver a una mujer, y el viejo chivo a cargo de los ojos se pasa el tiempo mirando a través de la ventana…

Tallon sonrió, pero se dio cuenta de que sólo estaba viendo un primer plano de la pipa de Hogart, con un dedo nudoso apretando la ceniza gris en la ennegrecida cazoleta. Tuvo la impresión de que el hombre estaba preocupado.

—¿Que pasa, Ed?

—¿Alguno de ustedes, galanes de pacotilla, ha estado hoy en el bloque de recreo para oír las noticias de última hora?

—No.

—Bueno, tendrían que haber estado. Las negociaciones entre Emm Lutero y la Tierra sobre el nuevo planeta han que­dado rotas. Los delegados terrestres han comprendido final­mente que el Moderador está dispuesto a quedarse allí para siempre, y han renunciado a continuar las conversaciones. Todo hace suponer que no tardará en estallar la primera gue­rra interestelar desde que existe el Imperio.

Tallon se llevó una mano a la sien; había estado obligándo­se a si mismo a olvidarse del Bloque y de la diminuta cápsula incrustada en su cerebro. La idea de que la pequeña esfera de tejido grisáceo pudiera ser equiparada con la inmensidad verdiazul de un mundo feraz resultaba insoportable.

—Una mala noticia —murmuró.

—Hay algo más. El servicio clandestino de información sabe algo concreto acerca de Cherkassky: llegará aquí la se­mana próxima.

Tallon continuó hablando tranquilamente a pesar del repen­tino martilleo de su pecho.

—Doctor, no hemos probado aún realmente nuestros nue­vos ojos. Creo que deberíamos dar un largo paseo.

—¿Te refieres a un paseo verdaderamente largo?

Tallon asintió sobriamente. Había dos mil kilómetros hasta New Wittenburg, y ochenta mil portales hasta la Tierra.

VIII

Cronin, el hombre de los pájaros, alzó la mirada hacia ellos con creciente suspicacia en sus enrojecidos ojos.

—No —dijo—. No tengo lechuzas, ni halcones, ni ningún pá­jaro de esa clase. Aquí, tan al sur, no hay suficientes bichos como para atraerlos. ¿Por qué quieren tener un ave rapaz?

—No la queremos —respondió Tallon rápidamente—. Nos llevaremos dos de esas de color pardo que parecen palomas. Nos basta con que estén lo suficientemente domesticadas como para quedarse con nosotros sin escaparse.

Había deseado aves rapaces porque las posiciones de sus ojos eran más coincidentes con las de los ojos humanos, lo cual significaba que resultaría más fácil acostumbrarse a su forma de visión. Era estupendo tener un centro de visión cerca de su propio cuerpo, pero a Tallon no le entusiasmaba la idea de ver por cada uno de los lados de su cabeza. Sin embargo, lo esencial era disponer inmediatamente de algún sistema óptico utilizable.

—Bueno, no sé nada de todo esto —el hombre de los pájaros miró fijamente a Tallon—: Oiga, ¿no es usted Tallon? Creí que estaba ciego o algo por el estilo.

—Lo estoy… casi. Por eso necesito los pájaros. Serán una especie de perros-guía.

—Mmmmm. No sé. No me parecen ustedes personas amantes de los pájaros. Los pájaros son muy sensibles, ¿sabe?

Winfield tosió impacientemente.

—Le daremos cuatro cartones de cigarrillos por cada uno. Creo que es el doble del precio normal.

El Recluso Cronin se encogió de hombros y sacó dos de los pájaros nativos con aspecto de palomas del tosco gallinero que había construido en el extremo meridional de la península. Ató unos cortos trozos de cordel a las patas de los dóciles y temblorosos pájaros y los entregó a sus clientes.

—Si quieren llevarlos al hombro, átenlos a sus hombreras durante un par de días hasta que se acostumbren a ustedes.

Tallon le dio las gracias, y Winfield y él se marcharon apre­suradamente con los pájaros. Cerca de los muros semidemolidos de los jardines del Pabellón original, se detuvieron y trasladaron a los pájaros a sus hombros. Cuando Tallon selec­cionó las señales visuales de su pájaro sobre una base de pro­ximidad, experimentó la sensación de que le habían levantado la parte superior de la cabeza, dejando que la luz penetrara en ella. Los ojos ampliamente espaciados del pájaro proporciona­ban a Tallon una brillante visión de 360 grados de tierra, mar y cielo. Esta visión, que permitía al pájaro localizar a cazado­res y a otros enemigos, le daba a Tallon la impresión de que estaba siendo cazado. Resultaba difícil acostumbrarse a tener el propio oído encima de su campo visual, aunque esto ofrecía la ventaja de que nadie podría pillarle por sorpresa.

Anduvieron hasta la orilla oriental de la península, donde el terreno se elevaba hasta un bajo acantilado, ofreciéndoles una vista a través del planetario océano sin mareas. Tallon quedó extasiado ante aquel cuadro de espaciosidad sin límites y de li­bertad. Experimentó la sensación de que —si pudiera recordar cómo— era capaz de respirar profundamente y remontar el vuelo por encima de la curva del mundo iluminada por el sol.

Winfield señaló hacia el norte. Más allá de los almenados tejados del Pabellón, resplandeciendo a la luz de la tarde, había un muro de niebla. Arracimados en su base había ca­pullos, brillantes faros rojos que eran visibles desde más de dos kilómetros de distancia.

—Eso es el marjal. Tiene una extensión de unos ocho kilómetros antes de que se alcance el continente propiamente di­cho.

—¿No sería más fácil nadar a lo largo de una orilla?

—Habría que nadar adentrándose en el mar durante un par de kilómetros para eludir la maleza que crece al borde del marjal, y las patrullas aéreas nos localizarían inmediatamente. No… el único camino es la línea recta por el centro. Marchan­do a través del marjal hay una gran ventaja: se nos daría por muertos al cabo de unas cuantas horas, y no investigarían de­masiado al otro extremo. De hecho, creo que lo único que ha­rían sería revisar diariamente los depósitos de proyectiles de los rifles cascabel para comprobar si habían registrado que habíamos sido alcanzados por ellos.

—¿Rifles cascabel?

—Sí. ¿Acaso me olvidé de mencionarlos? —Y Winfield rió sin alegría.

El borde septentrional del marjal era una línea irregular que se extendía unos diez kilómetros a través de la península. La improbabilidad de que algún prisionero la alcanzara había persuadido a los consultores de seguridad del Pabellón de que podían ahorrarse las molestias y los gastos de unas patrullas humanas a lo largo de la frontera. En vez de las patrullas, ha­bían instalado una cadena de cuarenta columnas, equipadas con rifles robot. Cada rifle tenía dos ventosas sensibles al calor ampliamente espaciadas, semejantes a las que hay en la cabe­za de una serpiente de cascabel, que les permitían disparar au­tomáticamente contra cualquier ser de sangre caliente que se pusiera a su alcance. Disparaban proyectiles rastreadores del calor, de unos tres centímetros de diámetro, equipados con di minutos motores que les daban una velocidad constante de dos mil metros por segundo. Los rifles habían entrado raramente en acción contra seres humanos, pero su eficacia había sido demostrada de otras maneras. Una semana después de haber sido instalados, todos los animales indígenas de sangre caliente del marjal habían quedado exterminados.

—Si los rifles son tan buenos, ¿cómo vamos a librarnos de ellos? —Inquirió Tallon—. ¿Cómo podremos eludirlos?

—Sígueme y te lo enseñaré.

Cruzaron la península al sur del Pabellón y anduvieron a lo largo de la costa occidental, hasta que los edificios de la pri­sión quedaron detrás de ellos y las verdosas nieblas del marjal remolinearon en el aire, delante. Una simple empalizada de troncos, con alambre de espino en la parte superior, señalaba los límites de los terrenos del Pabellón; más allá, las capricho­sas espiras de la niebla del marjal colgaban inmóviles en el aire. Tallon no se había alejado nunca tanto del Pabellón y no había tenido ocasión de comprobar lo inhóspito que era en realidad el marjal. Unas ráfagas de viento trajeron hasta él re­tazos de su aliento: un aliento pegajoso y frío, e impregnado de un hedor que removió desagradablemente su estómago.