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Mientras levantaba sus manos hacia los controles del juego de ojos se produjo un impacto de cuerpos, y sus brazos fueron sujetados contra sus costados. Tallon vio que las manchas verdes se habían pegado a la mancha parda que era él mismo.

Con el corazón latiendo violentamente, Tallon, dijo:

—Si me han denunciado por haber robado algún instrumen­to cortante del comedor, es una mentira.

—No trate de hacerse el gracioso, Tallon —gruñó una voz en su oído—. Necesitamos también a Winfield. ¿Dónde está?

Tallon supuso que si no habían encontrado al doctor en los edificios principales, se habría marchado ya hacia el lugar de la cita. Lo cual significaba que Winfield podría salir del Pabe­llón si no se demoraba demasiado esperando ver a Tallon. Pero, ¿quién había informado a los guardianes? Hogarth no, seguramente. Aunque Hogarth hubiera sospechado lo que pensaban hacer, no habría sido capaz…

—¿Está usted sordo también, Tallon? Le he preguntado dónde estaba Winfield.

—No lo sé —Tallon trató de imaginar alguna evasiva con­vincente para darle más tiempo al doctor, pero su mente pare­cía haber sido afectada por un súbito entumecimiento. Con gran sorpresa por su parte, los guardianes no parecían estar particularmente alarmados.

—¿Cuál es la diferencia? —El hombre que estaba a su derecha habló en tono casual—. Recogemos este ahora, y le quita­mos a Winfield el suyo en cuanto le veamos.

—Supongo que es lo único que podemos hacer.

Mientras Tallon intentaba captar el significado de aquellos comentarios, una mano rozó su sien e, inmediatamente, quedó ciego. ¡Le habían quitado su juego de ojos!

—¿Qué diablos…? —gritó furiosamente, librándose de los brazos que le sujetaban y tambaleándose ligeramente mientras los guardianes se desinteresaban de él, dejándole libre pero desvalidamente ciego—. ¡Devuélvanme eso! Es de mi propie­dad, bastardos ladrones. Les denunciaré a… a la señorita Juste por esto.

Uno de los guardianes se echó a reír.

—Esta si que es buena. Winfield y usted han fabricado estas absurdas gafas con materiales robados al gobierno, Tallon. Y puede denunciarnos a la señorita Juste cuando quiera. Ella es la que nos ha ordenado que las confiscáramos.

IX

Por espacio de un segundo, la embotada aguja se negó a pe­netrar; luego pinchó la piel y se deslizó profundamente en el brazo de Tallon.

—Lo siento, hijo mío —dijo Winfield—. Hace mucho tiempo que no practico.

—Mire, doctor, ¿Está usted completamente seguro acerca de todo esto? Usted preparó un segundo equipo de fuga para que pudiera acompañarle alguien capaz de ayudarle… no un hombre ciego —Tallon desenrolló su manga sobre su brazo le­vemente pulsante.

—Desde luego que estoy seguro. Además, voy a darle este juego de ojos en cuanto estemos preparados para emprender la marcha.

—Ni hablar, doctor. Usted conservará el juego de ojos y yo me las arreglaré con el sonar. Supongo que puedo considerar­me afortunado al disponer de él.

Tallon había sufrido varias caídas durante el trayecto de pe­sadilla desde el bloque de celdas hasta el lugar de reunión, pero apenas había sentido el dolor. Su cerebro estaba tratan­do de encontrar el motivo por el cual Helen Juste había confiscado su juego de ojos. ¿Por qué les había estimulado a completar los juegos de ojos antes de cambiar de actitud? ¿Acaso había llegado a sus oídos algún rumor acerca de su plan de fuga y había elegido aquel sistema de cerrarles la puer­ta?

—Bueno, eso es todo —anunció Winfield—. Quería que nos inyectáramos preventivamente antes de emprender la marcha. En esta parte del mundo, incluso las carcomas pueden tener una desagradable picadura.

Colocó un abultado paquete en los brazos de Tallon, y des­cendieron cautelosamente hacia la empalizada. El pájaro po­sado en el hombro de Winfield cloqueó aprensivamente cuando el doctor resbaló en un momento determinado sobre la hú­meda hierba. Tallon mantenía la lámpara sonar apuntada rec­tamente delante de él, atento al sonido revelador de que el rayo había chocado con la empalizada.

—Ya hemos llegado —gruñó el doctor. Su voz fue seguida por numerosos crujidos mientras astillaba con el pie la madera podrida habitada por su bien alimentada colonia de orugas. Tallon penetró detrás de él a través del agujero, haciendo una mueca cuando un contacto accidental con el borde superior derramó sobre su espalda una lluvia de millares de animalitos culebreantes. Recorrieron una corta distancia hacia el marjal hasta que el terreno se hizo más blando.

—Los plásticos, ahora —dijo Winfield bruscamente—. ¿Se ha acordado usted de no comer ni beber?

—Sí.

—Bien, pero será mejor que se ponga esto, de todos modos.

—¿Qué es?

—Un pañal.

—¿Bromea usted?

—Más tarde me lo agradecerá.

Con Winfield realizando la mayor parte del trabajo, colga­ron las hojas de plástico alrededor de sus cuellos y cerraron los bordes. Resultaba difícil manipular algo adecuadamente a través del plástico, pero Winfield sacó un rollo de cinta adhesi­va y rodeó con ella sus cuellos, muñecas y tobillos. La suje­ción les permitía andar y mover los brazos con relativa liber­tad. Para completar los grotescos atavíos, envolvieron más plástico en torno a sus cabezas, sujetándolo también con cinta adhesiva, y luego tiraron sus gorros de prisioneros.

—Yo llevaré el paquete y el pájaro —dijo Winfield—. Procu­re mantenerse lo más cerca posible de mí.

—Puede estar seguro de que lo haré, doctor.

Avanzando hacia el marjal a oscuras, Tallon estaba horro­rizado al pensar en lo que iba a hacer. Aunque ciego, supo cuando había alcanzado el borde del marjal por la pegajosa niebla que se cerraba en torno a su cuerpo, así como por el he­dor, que convertía el respirar en algo que tenía que ser planea­do por anticipado y llevado a cabo con decisión. A través del remolineante vapor, unos rumores nocturnos inidentificables le recordaban que, si bien los rifles robot habían acabado con los habitantes de sangre caliente del marjal, quedaban otros para compartir la oscuridad. Y, sin embargo, Tallon tenía consciencia de experimentar algo que se aproximaba a la paz. Finalmente se había cansado de dejarse llevar por la corriente, de contemporizar, de tener miedo. El viejo y obeso doctor, con su cerebro lleno de sueños absurdos, le estaba conduciendo a una muerte casi segura; pero le había enseñado a Tallon una gran verdad: andar hacia la muerte no es agradable, pero es preferible a saber que ésta avanza rápidamente detrás de uno.

El marjal era mucho peor de lo que Tallon había imagina­do; de hecho, descubrió que no había esperado realmente que el marjal fuera un problema. Pudieron permanecer de pie y avanzar andando y chapoteando durante la primera hora, cu­briendo casi doscientos metros con razonable comodidad. Pero de pronto Tallon empezó a encontrar trechos en los que sus pies parecían hundirse a través de quince centímetros de maleza antes de alcanzar apoyo sólido. El limo dificultaba el andar pero no lo hacía imposible, ni siquiera cuando empezó a alcanzar casi la altura de sus rodillas. Tallon continuó su mar­cha sin desfallecer, sudando en su envoltura de plástico. Lue­go, el fondo pareció hacerse insondable. En vez de encontrar lecho de roca, sus pies seguían hundiéndose cada vez más, como sí todo el planeta estuviera sorbiéndole a través de su piel.

—Déjese caer hacia delante —gritó Winfield—. Tiéndase boca abajo y mantenga los brazos extendidos.

Tallon obedeció, extendiendo los brazos sobre la densa superficie del cenagal, abrazando su suciedad. El agua salpicó su rostro y los sedimentos remolinearon hasta la superficie, des­prendiendo todos los hedores de muerte. Incontrolables espas­mos de vómitos le obligaron a inclinar de nuevo el rostro hacia el viscoso líquido.