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—¿Está usted bien, hijo mío? —preguntó Winfield ansiosa­mente.

El primer impulso de Tallon fue gritar pidiendo ayuda en su negro y ciego universo, pero apretó los dientes y continuó gol­peando la superficie del cenagal con sus brazos. Gradualmen­te, sus pies se elevaron, y Tallon avanzó de nuevo con movi­mientos seminatatorios.

—Estoy perfectamente, doctor. Sigo adelante.

—Esa es la manera. No todo será como esto.

Unos furiosos chapoteos delante de él revelaron a Tallon que el doctor se había puesto de nuevo en movimiento. Con una mueca de desesperación, Tallon le siguió. A veces alcan­zaban pequeños islotes en los que podían recorrer cortas dis­tancias a pie, abriéndose paso a través de la frondosa vegeta­ción. Otras veces encontraban sólidas cortinas de enredaderas y tenían que dar un rodeo o incluso volver sobre sus pasos para eludirlas. En un momento determinado Tallon apoyó su mano sobre algo liso y frío que yacía inmediatamente debajo de la superficie y que se agitó convulsivamente, huyendo por debajo de su cuerpo con silenciosa rapidez, paralizándole de miedo.

A medida que transcurría la noche, Tallon observó que atrapaba a Winfield con creciente frecuencia, y se dio cuenta de que el doctor estaba al borde del agotamiento. La respiración de Winfield se había convertido en un ronco y monótono estertor.

—Oiga, doctor —gritó finalmente Tallon—. Los dos necesitamos un descanso. ¿Ganamos algo exponiéndonos a un ataque cardiaco?

—Siga avanzando. Mi corazón funciona perfectamente.

Tallon encontró algo de suelo firme bajo sus pies. Se preci­pitó hacia delante, arrojando su peso sobre Winfield y ha­ciéndole caer. El doctor se incorporó trabajosamente.

—Por el amor de Dios, doctor —gimió Tallon—. Estoy ha­blando de mi corazón. Tómeselo con calma, ¿quiere?

Winfield vaciló unos instantes, y luego asintió.

—De acuerdo —murmuró—. Le concedo cinco minutos.

—Le estoy muy agradecido, doctor, puede creerlo.

—Yo me estoy agradecido a mí mismo.

Reposaron muy juntos, riendo débilmente mientras la respi­ración de Winfield recobraba paulatinamente su ritmo normal. Tallon le habló de su encuentro con el animal acuático.

—Un slinker… inofensivo en esta época del año —dijo Win­field—. Sin embargo, en la temporada del desove la piel de la hembra se endurece y sus costados se aguzan como cuchillos. Con ellos corta cualquier cosa que se mueva, abriéndola e in­yectando sus huevos al mismo tiempo.

—Bonita costumbre.

—Sí. Me dijeron que lo que hay que hacer es no pensar en que se va a perder un pie, sino en que se va a ganar un lote de crías de slinker. En realidad, estamos realizando este viaje en una época muy buena. El marjal está muy tranquilo a finales de invierno. El único peligro importante son las arañas de agua.

—¿Venenosas?

—No. Con el tipo de boca que tienen, el veneno sería superfluo. Reposan en aguas poco profundas, con las patas ergui­das y sobresaliendo como si fueran juncos, y en el centro no hay más que boca. De manera que hay que evitar cuidadosa­mente los juncos formando un círculo y con un hueco en el centro.

Tallon tuvo una desagradable idea.

—¿Qué tal es la visión nocturna del pájaro? ¿Ve usted con la claridad suficiente para localizar una araña de agua?

Winfield resopló.

—¿Qué es lo que le preocupa? ¿Acaso no voy yo delante?

Cuando amaneció en el marjal, Winfield insistió en que Tallon se hiciera cargo del juego de ojos.

Tallon aceptó, agradecido por el cambio, y marchó en cabeza durante varias horas. Utilizaba una tosca azagaya, que Winfield había confeccionado arrancando un joven arbusto, para apartar a los lados la vegetación más pequeña. El pájaro gorjeaba ocasionalmente en su jaula cubierta de plástico, pero no daba muestras de sentirse realmente incómodo. Mientras avanzaba a través del goteante follaje, Tallon vio que el agua hervía de animalitos semejantes a las sanguijuelas y que se retorcían y luchaban continuamente unos con otros. Grandes bandadas de sus oscuros cuerpos se deslizaban alrededor de sus piernas. El aire vibraba con el zumbido de diminutos mosquitos, o era cruzado por legiones de enormes insectos negros volando a través del marjal con rumbo y misión desconocidos.

Dos veces durante el día, una aeronave volando a muy baja altura pasó directamente encima de sus cabezas, pero la niebla verdosa hacia invisibles a los dos fugitivos. Los procesos mentales de Tallon se ralentizaron, convirtiéndose casi en maquinales, con un radio de acción cada vez más reducido. En cambio, los periodos de descanso se hicieron más largos, y los intervalos entre ellos más cortos, a medida que la fatiga se extendía a través de sus cuerpos. Al anochecer encontraron un pequeño islote de suelo casi seco y durmieron como niños.

Los rifles robot eran más que capaces de disparar a través de la extensión de seis kilómetros de marjal, pero sus proyectiles estaban provistos de unos cohetes que limitaban el alcance a dos mil metros. Sin embargo, su alcance efectivo dependía de la densidad de la niebla del marjal. Cuando era más espesa, un hombre podía llegar a cuatrocientos metros de distancia de las columnas antes de que el calor de su cuerpo provocara el disparo. Pero incluso en los periodos de niebla más compacta, una súbita ráfaga de viento podía abrir una brecha en ella; en­tonces, las brillantes patas de saltamontes de los servos se con­traerían, y un pesado proyectil se adentraría aullando por la avenida recién abierta en la niebla.

Winfield había pensado mucho en los rifles cascabel mien­tras planeaba su fuga.

En la segunda mañana en el marjal abrió su paquete, sacó un pequeño cuchillo y rajó el plástico que cubría las manos de Tallon y las suyas. Recogieron brazadas de las gruesas hojas de dringo, eludiendo los enloquecidos saltos de los escorpiones que se guarecían debajo de ellas, y las cosieron unas a otras hasta confeccionar dos pesadas mantas de color verde oscuro.

—Pronto volveremos a pisar tierra seca —dijo Winfield—. Como puede ver, la vegetación es cada vez más rala. Esta ma­ñana la niebla es muy espesa, de modo que podremos recorrer tranquilamente unos centenares de metros; pero cuando los hayamos recorrido mantenga la cabeza baja y permanezca de­bajo de su pantalla. ¿Entendido?

—Mantener la cabeza baja y permanecer debajo de mi pan­talla.

El engorro de la pesada manta de hojas dificultaba más que nunca el avance. Tallon sudaba copiosamente debajo del plás­tico mientras luchaba detrás del doctor, privado incluso de la pobre compañía de la voz electrónica de la lámpara sonar de su oído. Había tenido que desconectarla al colocar la pantalla sobre su cabeza.

Avanzaron paso a paso durante dos horas antes de que Tallon observara que la marcha se estaba haciendo más fácil. Gradualmente tenían que dar menos rodeos, encontraban menos pozos de cieno aparentemente sin fondo. Tallon empe­zó a pensar en la posibilidad de andar erguido al aire libre, de estar limpio y seco, de volver a comer…

Súbitamente, delante de él, Winfield profirió un ronco grito.

—¡Doctor! ¿Qué sucede? —Tallon oyó unos violentos cha­poteos, y maldijo su ceguera que le convertía en un ser desvali­do e impotente—. ¿Qué sucede, doctor? —inquirió de nuevo.

—Una araña. Muy grande… —El doctor volvió a gritar, y los chapoteos se hicieron más violentos.

Tallon tiró a un lado la carga de hojas y se arrastró hacia delante con la mayor rapidez posible, esperando de un mo­mento a otro colocar su mano desprotegida en una boca húmeda y fría.