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—¿Dónde está usted, doctor? ¿Puede verme?

—Por aquí, hijo mío. Ahora. Extienda su… mano izquierda.

Tallon obedeció, y notó algo ligero y rugoso que caía en sus dedos. Era el juego de ojos. Se lo colocó, y se sintió sacudido por verdes fogonazos de brillante luz. Winfield había dejado caer la jaula del pájaro, y Tallon se encontró contemplando una escena espantosa a través del plástico empapado de cieno. Al principio no reconoció la forma de estrella de mar salpica­da de fango que era él mismo, ni la otra contorsionante que era Winfield.

El doctor estaba tendido de espaldas y su pierna derecha es­taba hundida hasta la rodilla en una especie de remolino. Unas manchas rojas se extendían por el agua removida, y alrededor de su perímetro ocho tallos unidos azotaban el aire. Con un gemido de desaliento, Tallon se orientó en busca de la azagaya, que se había desprendido de la mano de Winfield. La le­vantó y la introdujo de punta a través del fango hacia donde suponía que debía encontrarse el cuerpo de la araña de agua. La superficie del marjal se agitó aún con más violencia, y la azagaya se retorció en su mano.

—Resista un poco más, doctor. La estoy atacando con la azagaya.

—Así no conseguirá nada. Tiene la piel demasiado dura. Hay que… hay que alcanzarla en la garganta. Déme la azagaya.

Tallon colocó la azagaya en la mano de Winfield, que se agitaba a ciegas en el aire. El doctor empuñó la tosca arma y la hundió de punta en el agua pegada a su pierna. Los verdes tallos se aferraron ávidamente a sus brazos y luego, súbita­mente, volvieron a erguirse.

—Lo estoy consiguiendo —gruñó Winfield—. Lo estoy consi­guiendo.

Agarró la azagaya por la parte superior y empezó a hundir­la triunfalmente, haciendo fuerza con las dos manos. La su­perficie del marjal se convulsionó a su alrededor cuando apo­yó el peso de su cuerpo sobre la vibrante azagaya. Tallon, agachado muy cerca, estaba completamente abstraído en la lucha cuando unas silenciosas alarmas empezaron a resonar en su cerebro. Winfield estaba ganando su batalla, pero había otro peligro, algo que estaban olvidando.

—¡Doctor! —gritó—. ¡Se está poniendo en pie!

Winfield se sobresaltó, con aire más culpable que asustado, y empezaba a agacharse cuando el proyectil le alcanzó.

Tallon oyó el increíble impacto, el rugido del vuelo del pro­yectil llegando a su destino, y vio el decapitado cuerpo del doctor desplomándose sobre el agua. Al cabo de unos segun­dos llegaron los resonantes ecos del disparo del rifle. La aza­gaya continuaba erguida en el cieno, oscilando ligeramente con los movimientos de la invisible araña.

Ha sido un acto absurdo, pensó Tallon, aturdido. El doctor no tenía que haberse levantado. Le había advertido a él que se mantuviera agachado, y luego, quizás instintivamente se había levantado. Tallon permaneció apoyado sobre sus manos y ro­dillas durante varios segundos, sacudiendo la cabeza, descon­certado; luego retornó la rabia, la misma rabia que le había impulsado a precipitarse contra Cherkassky y a lanzarle de­lante de él a través de la ventana de un hotel de New Wittenburg.

Tallon frotó el cieno de la cubierta de plástico de la jaula del pájaro para proporcionarse a si mismo una visión mejor de sus propios actos; luego se arrastró hasta la azagaya. Ignorando los latigazos de los tallos verdes, levantó la azagaya y vol­vió a hundirla en el mismo lugar una y otra vez, hasta que el agua se tiñó de color crema. Arrancando la azagaya por últi­ma vez, fue en busca del cadáver de Winfield. Lo encontró en un charco poco profundo, envuelto ya en una resplandeciente capa de sanguijuelas.

—Lo siento, doctor —dijo en voz alta—, pero la Tierra espera de usted una cosa más. Y sé que usted no me perdonaría que no le obligara a hacerla.

Tallon introdujo la punta de la azagaya en un pliegue del protector de plástico de Winfield y, gruñendo con el esfuerzo, levantó el cadáver y lo mantuvo en una postura erguida. Esta vez estaba mucho más cerca, y el impacto del segundo pro­yectil le dejó atontado mientras la azagaya y su macabra carga eran arrancadas de sus dedos. Tallon recogió el pájaro y el paquete de pertrechos y luego se envolvió en la pesada pan­talla de hojas de dringo. Avanzó sin detenerse durante otras cuatro horas antes de arriesgarse a practicar una abertura en el tejido de hojas y sostener al pájaro pegado a ella.

Casi había alcanzado el borde septentrional del marjal, y muy adelante, con la luz del sol brillando sobre sus superficies superiores, la esbelta columna de un rifle cascabel asomaba por encima de la niebla. Tallon no podía saber si estaba con­templando el rifle que había matado a Logan Winfield, pero en alguna parte a lo largo de la línea una de las máquinas sensi­bles habría registrado dos proyectiles disparados. Para la fuer­za de seguridad del Pabellón, dos proyectiles significarían que dos prisioneros habían cumplido definitivamente sus conde­nas.

Más allá de la esbelta columna Tallon percibió las mesetas grises del espinazo montañoso del continente. Se sentó en el suelo, con la jaula del pájaro en sus brazos, esperando a que se hiciera de noche y empezara el verdadero viaje.

Había aún dos mil kilómetros hasta New Wittenburg… y ochenta mil portales hasta la Tierra.

X

Tallon pasó a través de la línea de columnas al anochecer.

Suponía que el ángulo de tiro de los rifles estaría limitado al borde del marjal y más allá, pero de todos modos permaneció debajo de la pantalla, y la sensación de hormigueo entre sus omóplatos persistió hasta que hubo cruzado la línea sin nove­dad. Lo primero que hizo al llegar al otro lado fue cortar la en­voltura de plástico, envolverla con las hojas y ocultarlo todo en una espesura de arbustos. Con rápidos movimientos, sacó a Ariadna II de su jaula, ató una de sus patas a la hombrera de su uniforme de prisionero, y escaló la empalizada que deli­mitaba el campo de acción de los rifles cascabel.

El júbilo de la libertad, de andar de nuevo como un ser hu­mano sobre un suelo firme, sostuvo a Tallon mientras avanza­ba diagonalmente sobre un terreno rocoso que señalaba el co­mienzo de una cadena de montañas que cruzaba todo el conti­nente. Cuando ganó un poco de altura vio las luces tembloro­sas y multicolores de un pequeño pueblo arracimado en la curva de una bahía a unos ocho kilómetros de distancia. El imponente océano planetario extendía su negrura hacia el oes­te, salpicado aquí y allá por las luces de navegación de los bar­cos que pescaban a la rastra. Tallon respiró profundamente, saboreando la libertad recobrada, así como el verse libre de todas las presiones de la identidad humana: una sensación que se experimenta cuando nadie en todo el universo sabe dónde estamos y ni siquiera si existimos.

En aquel momento, el viaje que Tallon estaba a punto de emprender parecía absurdamente fácil. Esta, de haber vivido, habría sido la hora de triunfo de Winfield, se dijo Tallon. Pero el doctor había muerto, y no una sino dos veces.

Súbitamente, Tallon se sintió cansado y hambriento y consciente de que apestaba. No había ninguna luz visible entre el pueblo y él —el terreno parecía demasiado escabroso para cualquier tipo de cultivo—, de modo que se encaminó de nuevo hacia la orilla del agua. Entretanto rebuscó en el paquete de Winfield y encontró, además de los verdes uniformes de guar­dián, una linterna, jabón y crema depilatoria. Había también varias barritas de caramelo: más recordatorios de los años de paciente trabajo del anciano doctor hacia un día que no llega­ría a ver.

De pie sobre los guijarros de la estrecha playa, Tallon se desvistió y se lavó en el frío mar. Conservando sólo sus botas, se cambió de ropa, suspirando de alivio al descubrir que uno de los uniformes era de su talla. Ató al silencioso pájaro a uno de sus hombros, se colgó el paquete del otro, y echó a andar hacia el norte.