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Al principio le pareció una buena idea avanzar a lo largo de la playa con preferencia a la rocosa ladera de la colina, pero no tardó en comprobar que en realidad no había ninguna pla­ya. No era más que una franja estrecha de ásperos guijarros, y en numerosos lugares la hierba y la maleza llegaba hasta el mismo borde del agua. Entonces, Tallon recordó que no en contraría ninguna extensión de arena: Emm Lutero no tenía luna, lo cual significaba que no existían prácticamente mareas, y en consecuencia no había playas ni arena.

Si hubiera una luna, cariño, podríamos cenar en la playa a la luz de la luna, pensó, si hubiera una playa.

Masticando el caramelo, se desvió un poco tierra adentro, con la intención de andar hasta llegar a cosa de un kilómetro del pueblo, y entonces se tomaría un descanso; pero una inesperada circunstancia le obligó a cambiar sus planes. Ariadna II se durmió. Tallon le dio unos golpecitos con el dedo, y el pájaro abrió los ojos durante un par de segundos, pero volvió a cerrarlos, sumiéndole en la oscuridad. Tallon se irritó, pero su enojo se disolvió rápidamente al pensar en lo que el animalito había soportado hasta entonces. Con toda seguridad, cual­quier especie de pájaro terrestre habría muerto ya en aquel viaje tan lleno de sobresaltos.

Se tumbó en el suelo y trató de dormir. Aunque estaba en el extremo más meridional del continente y sobre terreno seco, el invierno sólo empezaba a transformarse en primavera y la noche era fría. Transcurrió largo rato antes de que se sumiera en la inconsciencia, y entonces soñó: que hablaba con Winfield, que bailaba con Helen Juste, que volaba cada vez más alto a la cobriza luz del amanecer remontándose por encima del paisaje de sombras alargadas. Este último sueño fue muy vivido. Había la diminuta figura de un hombre que llevaba un uniforme de color verde oscuro tumbado allí sobre la hierba. Tallon buscaba frenéticamente algún punto de apoyo. ¡Estaba volando! Horizontes de mar y de tierra giraban en un marean­te torbellino, y debajo de él no había más que aire.

Sus dedos se hundieron en la hierba. Tuvo conciencia de la presión del duro suelo contra su espalda, y se despertó del todo. Las visiones de tierra y mar remolineantes persistían, pero ahora Tallon sabía lo que las producía. Ariadna II había logrado liberarse de sus ataduras y se había escapado. Las imágenes se disiparon cuando el pájaro voló más allá del al­cance del juego de ojos.

Su pérdida le planteaba otro problema: encontrar otros ojos y utilizarlos para obtener algo de comida. Le urgía ingerir algo sólido. El caramelo había elevado temporalmente el contenido de azúcar de su sangre, pero la superestimulación del páncreas que acompañaba siempre a la ingestión de hidratos de carbono puros había inundado su metabolismo de insulina aniquiladora del azúcar. El resultado era que el contenido de azúcar de su sangre había descendido de un modo alarmante, y ahora apenas podía mantenerse en pie sin que se doblaran sus rodillas. Deseó que el doctor hubiera pensado lo suficiente en los problemas de nutrición de un hombre ciego en fuga como para haber incluido sólidos lácteos o alguna otra forma adecuada de proteína en el equipo. Pero eso no le llevaba más cerca de la terminal del espacio de New Wittenburg.

Tallon situó el juego de ojos en “búsqueda y retención”, y captó aves marinas volando sobre el agua cerca de la costa. Recogió más vistas aéreas del océano con sus grises del amanecer, de la desgreñada ladera de la colina y de su propia figura color verde oscuro. Esto era suficiente para permitirle seguir avanzando hacia el norte. Era muy temprano aún, y alcanzó las afueras del pueblo cuando el lugar empezaba a despertar. Conectó con los ojos de hombres que se dirigían a sus ocupaciones. Ninguno pareció prestarle la menor atención.

De momento, Tallon se limitó a andar lentamente a lo largo de las calles silenciosas, maravillándose de la semejanza de su entorno con los de la Tierra. La gran ciudad septentrional de Testamento, donde había pasado la mayor parte del tiempo desde que llegó a Emm Lutero, tenía un carácter propio, distinto al de las ciudades de la Tierra; pero los pueblos eran pueblos en cualquier parte de la galaxia. Las casitas soñolientas en el silencioso matinal eran iguales que las que había visto en media docena de mundos; y los triciclos de los niños, aparca dos sobre el césped de los jardines de la parte delantera, estaban pintados de rojo, porque a los niños humanos de toda la galaxia les gustaban de aquel color.

¿Por qué tendría un hombre que escoger un planeta y pretender situarlo por encima de todos los demás? Si sobrevivía al destripamiento psíquico de los tránsitos parpadeo y llegaba a otro mundo milagrosamente verde, ¿por qué no habría de bastarle con eso? ¿Por qué no podía dejar atrás la carga de obediencias políticas, de conflictos doctrinales, el imperialismo, el Bloque? Y sin embargo Winfield había sido hecho pedazos, y Sam Tallon llevaba aún la situación de un nuevo planeta incrustada en su cerebro. Encontró una fonda y gastó la décima parte de su dinero en un enorme plato de filetes de pescado y verdura marina, que engulló con la ayuda de cuatro tazas de café. Ni la anciana ca­marera ni el otro cliente —el único aparte de él—, cuyos ojos estaba utilizando, le miraron dos veces. Admitió que por su aspecto podía ser tomado por cualquier cosa, desde un técnico en reparaciones de televisores hasta un empleado de una anó­nima sección del complejo de servicios públicos local.

De nuevo en la calle, compró un paquete de cigarrillos en un puesto ambulante y paseó lentamente, fumando, fingiendo contemplar los escaparates de las tiendas cada vez que dejaba de verse a si mismo. Ahora había más personas en las calles, y a Tallon le resultaba relativamente fácil conectar con nuevos ojos y localizarse rápidamente desde el nuevo ángulo visual. Descubrió que muy pocas personas tenían una vista perfecta. Los ojos que tomaba prestados sucesivamente eran présbitas o miopes, astigmáticos o daltonianos, y le sorprendió levemen­te comprobar que la gente con la vista más defectuosa era a menudo la que no llevaba gafas.

La mayoría de los grandes edificios tenían en sus fachadas pantallas tridimensionales que exhibían pautas cromáticas sin­tonizadas con pautas tonales de música corriente. No se pro­yectaban anuncios, pero cada quince minutos, aproximada­mente, se emitía un boletín de noticias. Tallon estaba demasia­do concentrado en el problema de esquivar transeúntes y cru­zar calles para prestar demasiada atención a las noticias, pero súbitamente se sintió atraído por la enorme imagen de un pá­jaro semejante a una paloma posado sobre el dedo de un hom­bre. Un trozo de cordel colgaba de una de sus patas. Tallon quedó convencido de que era Ariadna II. Se paró a escuchar el comentario.

…regresó al Centro de Detención del Gobierno a primeras horas de esta mañana. Se cree que los dos reclusos ciegos se habían llevado al pájaro, y su regreso es otra prueba de que perecieron en el marjal. Los rumores de que los dos hombres habían logrado construir unos aparatos basados en el princi­pio del radar para sustituir a unos ojos normales han sido desmentidos por un portavoz del Centro.

Y ahora, pasando de la escena local a la situación galácti­ca, los delegados del Moderador en la fracasada conferencia de alto nivel de Akkab llegarán a la terminal del espacio de New Wittenburg esta tarde. En los medios oficiales se consi­dera…

Tallon echó a andar de nuevo, con el ceño fruncido. Resul­taba agradable saber que le daban por muerto y que, en conse­cuencia, no sería perseguido, pero la noticia había replanteado en su mente el misterio de Helen Juste. ¿Estaba en dificultades con las autoridades de la prisión por su heterodoxia? ¿Había visto llegar aquellas dificultades y trató de evitarlas ordenando la confiscación de los juegos de ojos? ¿Por qué les había per­mitido llegar tan lejos?