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Un letrero en la fachada de la oficina central de correos confirmó lo que Tallon había sospechado: se encontraba en un pueblo llamado Sirocco. Sus vagos recuerdos de la geografía luterana le revelaron que Sirocco era una de las estaciones del ferrocarril de circunvalación que rodeaba todo el continente, realizando la función de los servicios aéreos en otros mundos. Winfield había planeado viajar de noche y a pie, lo cual había sido bastante razonable, teniendo en cuenta las limitaciones de la lámpara sonar; pero Tallon podía ver. Y aparte de lo que parecía ser un par de gafas algo voluminosas, su aspecto no difería mucho del de cualquier otro ciudadano de Emm Lutero. Si tomaba el tren llegaría a New Wittenburg en poco más de un día. Una vez allí, se enfrentaría con la dificultad de esta­blecer contacto con un agente, pero cuanto antes se enfrentara con aquel problema, tanto mejor. La alternativa al tren era andar y exponerse a todos los peligros inherentes a tener que robar comida para sobrevivir, a dormir en cobertizos o al aire libre, y en términos generales a comportarse de un modo alta­mente sospechoso. Tallon decidió tomar el tren.

Mientras paseaba mató el tiempo practicando la lectura de labios, algo que enseñaban en el Bloque y para lo cual nunca había encontrado ninguna aplicación práctica. Los repetidos primeros planos de rostros de personas hablando sin los co­rrespondientes efectos de sonido eran un reto para Tallon. Quería descubrir lo que estaban diciendo.

Tallon había oído hablar con frecuencia del ferrocarril de circunvalación, y en su calidad de agente de ventas de una em­presa terrestre que fabricaba sistemas de calefacción y de aire acondicionado —una tapadera para sus verdaderas activida­des—, incluso lo había utilizado para enviar mercancías, pero no lo había visto nunca.

Al llegar a la estación vio una hilera de vagones que se mo­vían lentamente junto al largo y único andén, y supuso que había llegado en el preciso instante en que un tren estaba pa­rándose o emprendiendo su marcha. El ferrocarril funcionaba a base de un sistema de cobro automático, de modo que no era preciso adquirir previamente el billete. Una máquina pro­porcionaba un simple rectángulo de plástico que permitía via­jar a cualquier parte del sector meridional durante un día. Se abrió paso a través de grupos de personas y montones de mer­cancías estacionadas en el andén, y esperó a que los vagones que se movían con lentitud acelerasen la marcha o se detuvie­ran del todo. Transcurrieron varios minutos antes de que se diera cuenta de que no iba a ocurrir ninguna de las dos cosas: ¡el ferrocarril de circunvalación, llamado también continuo, justificaba este último nombre!

Tallon ajustó varias veces los controles del juego de ojos hasta que captó una buena panorámica de la estación y del sistema. El cuadro que obtuvo así mostraba una hilera inter­minable de vagones de mercancías y de pasajeros apareciendo en la curva de la estación por el este y desapareciendo hacia el norte. Ninguno de los vagones tenía un motor ni unos controles visibles, y sin embargo avanzaban rápidamente más allá de la estación y reducían su velocidad a unos cinco kilómetros por hora cuando pasaban por delante del andén. Esto intrigó a Tallon, hasta que vio que lo que había tomado por un tercer raíl era, en realidad, una rosca giratoria montada centralmente entre los raíles que sostenían las ruedas. Entonces empezó a apreciar la belleza del sistema.

Los vagones no necesitaban ningún motor porque su ener­gía procedía de la rosca central, que giraba a una velocidad constante accionada por unos pequeños motores magnéticos separados unos de otros de siete a ochocientos metros. Cada uno de los vagones estaba unido a lo que equivalía a una tuer­ca corriente, accionada a su vez por la rosca giratoria. Los va­gones no necesitaban ningún control porque su velocidad de marcha estaba gobernada por un aparato cuya sencillez complació al ingeniero que había en Tallon: cuando se acercaban a la estación, el paso de la rosca central se reducía notablemen­te. Esto aminoraba automáticamente la velocidad de los vago­nes, sin frenarla del todo.

Momentáneamente pasmado admirando la mecánica prác­tica de Emm Lutero, Tallon se mezcló con un grupo de jóve­nes estudiantes que estaban esperando el próximo vagón de pasajeros para montar. Miraba a través de los ojos de un em­pleado de la estación situado detrás del grupo. Cuando el va­gón se acercó Tallon avanzó hacia él con los bulliciosos estu­diantes, y entonces descubrió que había pasado por alto una importante característica del ferrocarril continuo. El borde del andén era un pasillo deslizante que se movía a la misma velo­cidad del tren, a fin de que los pasajeros pudieran subir y bajar sin el menor riesgo.

El pie derecho de Tallon resbaló debajo de él mientras avan­zaba con los estudiantes, y su cuerpo se ladeó peligrosamente, perdido el equilibrio. Brotaron airadas protestas mientras se agarraba en busca de apoyo, y finalmente cayó sobre la plata forma del vagón, golpeándose en un lado de la cabeza. Disculpándose volublemente, se dejó caer en un asiento va­cío, esperando no haber llamado excesivamente la atención. Notaba unos fuertes latidos en el oído derecho, pero el dolor era una consideración secundaria. El golpe había afectado di­rectamente a la parte de la armazón del juego de ojos que ocultaba la microbatería, y Tallon creyó haber experimentado un breve oscurecimiento de la visión en el momento del impac­to. Estaba recibiendo aún la visión del empleado de la estación apostado en el andén, de modo que reseleccionó la proximidad y conectó con los ojos de uno de los estudiantes que se había sentado en el lado contrario del compartimiento. Al cabo de unos instantes Tallon se relajó; el juego de ojos no parecía haber sufrido ningún daño, y los otros pasajeros habían olvi­dado aparentemente su espectacular entrada.

El vagón adquirió gradualmente velocidad hasta que rodó a unos sesenta kilómetros por hora en un silencio casi absoluto. La ruta hacia el norte discurría muy cerca del mar. Ocasional­mente, las montañas del otro lado retrocedían a una distancia de hasta quince kilómetros, pero normalmente estaban mucho más cerca, limitando el espacio vital, creando las presiones que se experimentaban en la Tierra. La cinta de terreno llano era un desarrollo suburbano continuo, con centros comercia­les a intervalos de kilómetros casi regulares. Al cabo de media hora se hizo visible una ruptura en el espinazo continental y otro tren similar, marchando en dirección contraria, se cruzó con aquel en el que viajaba Tallon. Vio que a su velocidad má­xima los escasos palmos de espacio que separaban a los vago­nes en una estación se multiplicaban en la misma proporción que la velocidad de los vagones, de modo que no existía el menor peligro de que entrechocaran.

Los estudiantes se apearon en uno de los ganglios urbanos, pero la corriente de nuevos pasajeros era continua, de modo que a Tallon no le faltaban ojos para tomar prestados. Obser­vó que las mujeres iban vestidas de un modo más atractivo y más sofisticado que en el norte, más frío, donde la austera influencia de Reforma, la sede del gobierno, era más intensa. Al­gunas de las muchachas llevaban los nuevos visiperfumes, los cuales las rodeaban de nubes de fragancia teñidas de colores difuminados.

En un momento determinado Tallon utilizó los ojos de una joven que, a juzgar por la persistencia con que se veía a si mismo en el centro de su campo visual, estaba demostrando cierto interés hacia él. Cambió a otro par de ojos a unos cuan­tos asientos de distancia, y contempló a sus anchas a la mujer. Después de observar que era rubia y atractiva, Tallon, con la agradable sensación que produce un engaño llevado a cabo con éxito, volvió a cambiarse a los ojos de la rubia para averi­guar hasta qué punto estaba interesada por el número de veces que le miraba.

Apaciguado por el movimiento del vagón, la cálida luz del sol, y la misma presencia de mujeres, Tallon notó el primer despertar de su instinto sexual en mucho, muchísimo tiempo. Sería estupendo, pensó vagamente, vivir de nuevo de un modo normal, nadar con las cálidas corrientes de la vida, tener a una mujer de cabellos rojizos y ojos color whisky…