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Tallon desconectó su juego de ojos y durmió. Despertó ante el persistente campanilleo que resonaba en unos altavoces in­visibles, y conectó de nuevo su juego de ojos. Una voz mascu­lina anunció que el vagón estaba a punto de llegar a la ciudad de Sweetwell, el punto más septentrional del sector, y luego se desviaría hacia el este. Los pasajeros que desearan seguir via­jando hacia el norte tendrían que apearse y cruzar el Estrecho Vajda en el ferry, para tomar el tren del sector central al otro lado.

Tallon había olvidado que el fondo del continente estaba se­parado del resto por una estrecha incursión del mar. Empezó a maldecir silenciosamente, para asombrarse a continuación del cambio que se había producido en el tras unas cuantas horas de sentirse cómodo y seguro. La noche anterior, estaba dispuesto a arrastrarse hasta New Wittenburg sobre sus manos y rodillas, en caso necesario; hoy estaba enojado por un simple transbordo durante el trayecto.

Se desperezó, y viéndose a sí mismo realizar los familiares movimientos, se dio cuenta de que la muchacha rubia estaba todavía enfrente de él y todavía demostraba interés. Tallon giró el rostro hasta que le pareció mirar directamente a sus propios ojos y exhibió la mejor de sus sonrisas. La imagen de sí mismo pálido y ojeroso, quizás algo romántica, también, permaneció durante unos segundos antes de que la mirada de la muchacha se desviara hacia los edificios que desfilaban más allá de la ventanilla. Sospechó que la muchacha le había son­reído también de un modo fugaz, y suspiró de satisfacción.

Tallon se levantó viendo acercarse el andén; el hombre más próximo a la puerta del compartimiento la abrió. La mucha­cha se levantó al mismo tiempo, y Tallon supo que estaba sonriéndole de nuevo. En el exterior, el andén había puesto en marcha su pasillo deslizante, y ahora era absolutamente indis­pensable que Tallon se apeara sin caer. Había cedido el paso maquinalmente a la muchacha, pero luego recordó que si ella pasaba delante él quedaría fuera de su campo visual.

—Lo siento, señorita —murmuró en tono contrito, apartán­dola con el codo y adelantándose hacia la puerta. La mucha­cha se quedó boquiabierta, pero la brusquedad de Tallon ejer­ció el útil efecto de fijar la mirada femenina en su espalda. Tallon saltó al pasillo deslizante y de allí al andén. La muchacha continuó dirigiéndole furiosas miradas cuando se apeó del tren, y hasta que estuvo fuera de alcance Tallon utilizó su atención para orientarse hacia el ferry que aguardaba. Era casi mediodía y el tiempo era espléndido. Tallon volvía a tener hambre y decidió obsequiarse con una espléndida comida al otro lado del Estrecho, sin fijarse en el precio. Viajando en tren, su dinero sería más que suficiente para llegar a New Wittenburg.

El ferry resultó ser de un modelo primitivo pero muy rápi­do, capaz de cruzar los dos kilómetros del Estrecho en un par de minutos. Tallon encontró estimulante el corto viaje. El ca­racterístico balanceo, el rugir de las turbinas, los blancos surti­dores alzándose en los costados, el bullicio de los otros pasaje­ros en el angosto salón donde se semiapretujaban… todo con­tribuía a crear un alegre ambiente de vacaciones. La embarca­ción atracó en el muelle. Tallon se abrió paso a través del grupo de personas que esperaban para embarcar, y empezó a buscar un buen restaurante. En el muelle había un pequeño snack pero su aspecto no satisfizo a Tallon, convencido de que le cobrarían un precio exorbitante por una comida insuficien­te.

Se adentró por unas empinadas calles en dirección al centro de la ciudad, disfrutando todavía la sensación de libertad. Sweetwell era una ciudad bulliciosa que recordaba un poco a la Francia provinciana en sus sofisticadas boutiques y sus cafés con terraza. Le hubiera gustado comer a la luz del sol, pero decidió no prescindir de toda precaución: era probable que su imagen hubiera aparecido en los boletines de noticias, y siempre existía la posibilidad de que alguien le mirase de cerca y empezara a hacerse preguntas. En consecuencia, eligió un restaurante tranquilo, con una muestra gótica que lo identifi­caba como El Gato Persa.

Los únicos clientes, aparte de él, eran dos parejas de muje­res de mediana edad sorbiendo café y fumando, con los bolsos de la compra en el suelo, a sus pies. Tallon manipuló en el juego de ojos, se situó detrás de los ojos de una de las mujeres y se vio a sí mismo avanzar y sentarse ante una mesa desocu­pada. Las mesas eran de madera auténtica y estaban cubiertas con unos manteles que parecían de auténtico hilo. Dos gran­des gatos grises circulaban entre las patas de las sillas. Tallon que aborrecía a los gatos hizo una mueca de desagrado y de­seó que uno de los clientes le echara una ojeada a la carta.

La comida, cuando finalmente llegó, era bastante buena. El filete había sido preparado tan bien que Tallon no pudo detec­tar el sabor a pescado. Sospechó que la cuenta estaría en consonancia con el arte culinario. Comió rápidamente, con una súbita impaciencia por encontrarse de nuevo en el tren, se be­bió el café de un trago y se llevó una mano al bolsillo, en busca de su dinero.

Su cartera había desaparecido.

Tallon rebuscó maquinalmente en los otros bolsillos, sa­biendo mientras lo hacía que le habían robado la cartera, pro­bablemente durante la travesía del Estrecho. El atestado salón del ferry era un terreno de caza ideal para los carteristas, y Tallon maldijo su propio descuido. La situación era grave, ya que ahora no podía pagar la cuenta del restaurante y más tarde no podría adquirir un billete para el tren.

Demorándose con los posos de su café, Tallon decidió que si tenía que empezar a robar dinero, El Gato Persa era un lugar tan bueno como cualquier otro para hacerlo. Al parecer sólo había una camarera, que pasaba largos ratos en la coci­na, dejando desatendida la caja registradora situada sobre un mostrador cerca de la puerta. Era un exceso de confianza in­comprensible, pensó; casi tan incomprensible como olvidarse de sujetar la cartera en medio de una multitud.

Dos de las clientas de mediana edad continuaban en el res­taurante. Esperando que se marcharan, Tallon siseó a uno de los gatos grises y lo atrajo hacia él. Levantó el pesado animal hasta su regazo, tratando de cosquillearle detrás de las orejas, y ajustó el juego de ojos para situarse detrás de los grandes ojos amarillos del animal.

Tallon temió que las otras dos clientes se quedaran hasta que entrara alguien más y arruinara su plan, pero finalmente recogieron sus bolsos y llamaron a la camarera para saldar su cuenta. Ante la sorpresa de Tallon, la persona que salió de de­trás del biombo situado al fondo de la sala no fue la camarera que las había atendido, sino una morena alta de unos treinta años, que llevaba unas gafas de montura negra y un elegante vestido. Tallon decidió que era la gerente o la propietaria del restaurante. En su camino de regreso del mostrador, la morena se detu­vo delante de su mesa. Tallon levantó hasta sus labios su vacía taza de café.

—¿Puedo servirle algo más?

Tallon agitó la cabeza.

—No, gracias. Estoy saboreando su excelente café.

—Veo que le gustan mis gatos.

—Me encantan —mintió Tallon—. Son unos animales muy bellos. Este es un gato particularmente hermoso. ¿Cómo se llama?

—Ethel.

Tallon sonrió desesperadamente, preguntándose si los ver­daderos amantes de los gatos son capaces de distinguir a sim­ple vista un macho de una hembra. Se concentró en rascar la cabeza a Ethel, y la morena, después de dirigirle una mirada suspicaz, se alejó hacia el biombo. La breve conversación había llenado a Tallon de inquietud, y decidió no perder más tiempo. Sujetó al gato y lo hizo girar, asegurándose de que el restaurante estaba desierto, y luego echó a andar rápidamente hacia el mostrador. La anticuada caja registradora produciría ruido al ser abierta, de modo que Tallon entreabrió ligeramen­te la puerta de la calle para hacer más rápida su fuga. Apretó una tecla y cogió febrilmente un puñado de billetes del cajón.