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—Recluso Samuel Tallon —dijo suavemente una voz femeni­na detrás de él.

Tallon giró en redondo, con el gato debajo de su brazo, y vio a la morena elegantemente vestida. Sus ojos, detrás de las gafas de montura negra, tenían un brillo especulativo. Y le es­taba apuntando directamente al pecho con una pistola auto­mática incrustada en oro.

XI

Tallon yacía en la cama, en una completa oscuridad, escu­chando los sonidos nocturnos y esperando la llegada de Amanda Weisner.

A su lado, sobre las perfumadas sedas, su perro Seymour resoplaba y gruñía en sueños, removiéndose ligeramente de cuando en cuando. Tallon acarició el duro pelo del terrier, no­tando el calor del pequeño cuerpo, y se alegró de haber insisti­do en quedarse con el perro a pesar de las objeciones de Amanda. Extendió la mano en busca de sus cigarrillos, pero cambió de idea. Había algo insatisfactorio en un cigarrillo, a menos que pudiera ver realmente el humo y la diminuta ceniza roja. Podía haber despertado a Seymour para tomar prestados sus ojos, pero le pareció una falta de consideración.

Aparte de los sentimientos de Seymour, existían motivos de orden práctico para no utilizar el juego de ojos por la noche. La sugerencia original había sido de Amanda, pero Tallon había decidido continuar con ello porque significaba un aho­rro de energía para la microbatería. Por dos veces, durante su primera semana en El Gato Persa, se habían producido mo­mentáneos oscurecimientos semejantes al que había tenido lugar cuando se golpeó la cabeza en el tren. Desde que empe­zó a dejar reposar el juego de ojos no se había producido nin­guno más, de modo que Tallon consideró que valía la pena so­portar el inconveniente de la ceguera nocturna.

Oyó que la puerta de la parte trasera del restaurante se abría y volvía a cerrarse. Aquello significaba que Amanda había hecho salir a los gatos al exterior, y que no tardaría en subir a acostarse en su cama. Tallon cerró su puño y apretó sus nudillos fuertemente contra sus dientes.

Cuando había visto la pistola aquel primer día creyó que su suerte le había abandonado; luego, cuando supo que Amanda no iba a entregarle a la P.S.E.L. decidió que volvía a estar de su parte. Después de conocer mejor a Amanda, se dio cuenta de que había estado en lo cierto al creer lo primero.

Amanda tenía un tipo de belleza ligeramente masculina, acentuada por sus cortos cabellos negros y sus gruesas gafas. Su cuerpo era esbelto y flexible, pero lo que fascinaba a Tallon era la mente de Amanda Weisner. Aunque habían existido fre­cuentes contactos sexuales durante aquella primera semana, Tallon intuía que carecían de importancia para ella. Mental­mente, sin embargo, Amanda le había devorado.

Las sesiones de preguntas y respuestas se prolongaban du­rante horas enteras, cubriendo cada detalle de su carrera ante­rior, de su vida en el pabellón, de la fuga. La memoria de Amanda era excesivamente buena, y parecía capaz de archi­var con tanta minuciosidad cada uno de los hechos, que tarde o temprano toda mentira o error involuntario en las respuestas de Tallon eran puestos al descubierto.

Tallon no podía comprender las motivaciones de Amanda; sólo sabia, mientras yacían juntos hablando interminablemen­te a lo largo de la noche, que se encontraba de nuevo en una prisión.

Ella no le amenazaba nunca con la policía, al menos de un modo directo, pero dejaba bien sentado cuál era su situación. En dos semanas no había salido del restaurante ni una sola vez, ni siquiera había cruzado la puerta del apartamento de Amanda. Seymour era la única concesión que Tallon había ganado, y únicamente después de un recio choque de volunta­des. Ella le había ofrecido uno de sus ocho gatos para que lo utilizara como ojos, y había sonreído fríamente cuando él dijo que odiaba a los gatos.

—Lo sabia, Sam —dijo Amanda tranquilamente—. ¿Por qué crees que me fijé en ti cuando estabas en el restaurante? Te­nias a Ethel en el regazo, pero no sé quién estaba más sobre ascuas de los dos, si Ethel o tú. Resulta muy difícil engañar a un gato.

—Especialmente si se trata de uno de tus gatos —murmuró Tallon.

Amanda le había mirado con aire insolente, y cuando por fin le trajo el terrier de pelo blanco, insinuó que no se hacía responsable de su seguridad en presencia de sus gatos. Tallon había aceptado el perro con gratitud, y revelando una latente debilidad por los juegos de palabras, le había bautizado con el nombre de Seymour. Desde entonces, el botón número uno del juego de ojos había sido asignado permanentemente al perro.

El juego de ojos había fascinado a Amanda. Había insistido en que Tallon le explicara minuciosamente cómo estaba cons­truido, e incluso había intentado utilizarlo, privando de él a Tallon durante horas enteras mientras ella exploraba el mundo de su familia de gatos. Cuando Amanda cerraba los ojos el aparato funcionaba bastante bien para ella, salvo que ocasio­nalmente perdía la imagen debido a que sus córneas carecían de las placas metálicas que actuaban como referencias de en­foque. Tallon se había visto obligado a permanecer sentado, desvalidamente ciego, mientras Amanda estaba tumbada en el suelo llevando el juego de ojos. Tallon oía los susurrantes soni­dos mientras el largo cuerpo de Amanda se enroscaba y de­senroscaba extáticamente sobre las gruesas alfombras con di­minutos ruidos gatunos brotando de su esbelta garganta. Y lo único que podía hacer era cerrar su puño y apretar fuertemen­te los nudillos contra sus dientes.

La puerta del dormitorio se abrió y Tallon oyó entrar a Amanda.

—¿Duermes ya, cariño?

—Todavía no. Pero estaba a punto de quedarme dormido.

Tallon oyó los leves crujidos de la electricidad estática en las ropas de Amanda mientras se desvestía. Si al menos ella hubiera dejado pasar una noche sin las insoportables exigen­cias amorosas donde el amor no existía, sus relaciones hubie­ran sido más tolerables. Pero Amanda se mostraba más exi­gente, más insistente que nunca desde que él había iniciado su retorno nocturno a la ceguera. Tallon sospechaba que ello se debía a que su indefensión sin el juego de ojos satisfacía en Amanda alguna necesidad psicológica.

—Cariño, ¿otra vez tienes a ese perro asqueroso a tu lado?

—Seymour no es asqueroso.

—Si tú lo dices, cariño… Pero, ¿tiene que dormir en nuestra cama?

Tallon suspiró mientras colocaba al perro en el suelo.

—Me gusta tener a Seymour cerca de mí. ¿No tengo ningún privilegio en este lugar?

—¿Qué privilegios tenías en el Centro, cariño?

La inevitable coletilla, pensó Tallon. ¿Cómo se las había arreglado? ¿Cómo, en una ciudad de más de un millón de ha­bitantes como Sweetwell, había ido a caer precisamente en manos de Amanda Weisner? Aunque, reflexionó sombríamen­te, Sam Tallon siempre había encontrado Amandas en todas partes. ¿Cómo había empezado como físico y terminado tra­bajando para el Bloque? ¿Cómo, de todos los empleos seguros que estaban a su alcance, había escogido el que había de si­tuarle tan exactamente en el lugar equivocado en el momento equivocado?

La noche era muy cálida, ya que la primavera había llegado muy pronto al extremo meridional del largo continente. A me­dida que transcurrían las horas, Tallon trataba de liberarse del duelo físico con Amanda dejando que su mente volara hacia arriba, a través del techo y del tejado, hasta donde pudiera ver el lento girar de constelaciones desconocidas. En el callejón, detrás del restaurante, los grandes gatos merodeaban y maullaban, tal como habían hecho siempre sus antepasados en la Tierra, contándose unos a otros mitos gatunos para explicar la ausencia de la luna, que había dorado sus ojos durante un mi­llar de siglos.