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Ocasionalmente, los maullidos se hacían más furiosos cuan­do macho y hembra se unían salvajemente, obedeciendo a un instinto más antiguo que la luna y tan universal como la mate­ria. Tallon se dio cuenta de que el cuerpo de Amanda, una y otra vez, respondía a los feroces estallidos, y sentía inundada su mente por oleadas de disgusto. Si huía de su lado, Amanda acudiría a la policía, estaba completamente seguro. Podía ma­tarla… pero sus empleados del restaurante notarían su ausen­cia en cuestión de horas. Y sin embargo, tenía que considerar la posibilidad de que Amanda se cansara de él y le denunciara, hiciera lo que hiciera.

Moviéndose inquieto en la oscuridad, Tallon rozó la cara de Amanda con su mano y toco la lisura del plástico, los bordes de diminutas proyecciones. Inmediatamente, los dos cuerpos se inmovilizaron.

—¿Qué era eso? —Tallon habló en voz baja para enmasca­rar el frío que amanecía en su mente.

—¿Qué era qué, cariño? ¿Te refieres a mis viejas gafas? Había olvidado que las llevaba.

Tallon meditó unos instantes sobre aquellas palabras, fin­giendo relajarse, y luego arrancó las gafas del rostro de Amanda y las colocó delante de sus propios ojos. Tuvo una visión fugaz de la jungla nocturna a través de la cual se mo­vían los grandes gatos, antes de que Amanda volviera a qui­tarle el juego de ojos.

Maullando de rabia, Amanda atacó, utilizando uñas y dien­tes con tanta naturalidad y eficacia como lo hubiera hecho uno de sus gatos. Tallon estaba en desventaja, por su ceguera y por su miedo a aplastar accidentalmente el juego de ojos, que había caído sobre la cama al lado de ellos.

Soportando estoicamente los arañazos que desgarraban su piel, Tallon buscó a tientas el juego de ojos, lo encontró, y lo puso a salvo debajo de la cama. Luego dominó a Amanda sujetando su garganta con su mano izquierda y descargando len­tos y rítmicos puñetazos en su rostro con la derecha. Incluso cuando Amanda perdió el sentido siguió golpeándola, buscan­do venganza por cosas que apenas comprendía.

Diez minutos más tarde, Tallon abrió la puerta principal de El Gato Persa y salió a la calle. Echó a andar rápidamente, con el paquete abastecido de nuevo golpeando sólidamente su espalda y un Seymour soñoliento debajo del brazo. Quedaban cinco horas de oscuridad durante las cuales podría viajar hacia el norte, pero tenía la impresión de que la caza se inicia­ría mucho antes de que amaneciera.

XII

Tallon se encontraba en los suburbios de la ciudad cuando oyó el solitario repiqueteo de un helicóptero. Sus luces de na­vegación derivaron a través del cielo, muy altas en la grisácea claridad del amanecer. En una tecnología que había aprendido a negar la propia gravedad, el helicóptero era un aparato tos­co, pero seguía siendo la máquina de despegue vertical más eficaz que se había inventado hasta entonces, y no era proba­ble que se prescindiera de ella mientras algunos hombres tuvie­ran que andar huidos y otros tuvieran que cazarles como águi­las.

Manteniendo erguida la cabeza de Seymour, Tallon con­templó la solitaria luz perdiéndose de vista más allá del hori­zonte septentrional. Amanda no había perdido tiempo, pensó. Ahora que toda esperanza de no ser denunciado a la policía se había desvanecido, Tallon empezó a buscar un lugar seguro para esperar a que transcurriera el día a punto de nacer. Avanzaba por una pista de segunda clase para vehículos a motor, bordeada en uno de sus lados por árboles nativos y en el otro por palmeras procedentes de semillas importadas y que mostraban un deficiente desarrollo debido a la superior grave­dad de Emm Lutero. A aquella hora temprana el tráfico era prácticamente inexistente, limitándose a algún ocasional auto­móvil particular que viajaba a gran velocidad, dejando turbu­lento estelas de polvo y de hojas secas.

Tallon se mantenía cerca de los árboles, ocultándose cada vez que veía los faros de algún vehículo, y examinaba los silen­ciosos edificios buscando un lugar propicio para dormir. A medida que dejaba Sweetwell atrás, los bien cuidados jardines de las fábricas eran reemplazados gradualmente por pe­queños bloques de viviendas y luego por casas particulares pertenecientes a las personas más adineradas. Los recortados céspedes resplandecían a la luz de la pista. Varias veces, mien­tras andaba, su visión de lo que le rodeaba pareció difuminarse, y susurró severamente a Seymour, apremiando al terrier a mantenerse alerta. Pero al final tuvo que admitir que el fallo estaba en el juego de ojos. Empujó con el dedo la diminuta guía que controlaba la potencia y quedó desconcertado al des­cubrir que se encontraba casi al final de su ranura. Parecía como si el daño que había sufrido la batería de alimentación fuera de efectos progresivos, en cuyo caso…

Tallon descartó la idea y se concentró en encontrar un lugar para pasar el día. Empezaban a aparecer luces en las ventanas cuando abrió la puerta de un cobertizo rodeado de arbustos en la parte posterior de una de las viviendas más espaciosas. La oscuridad en el cobertizo estaba llena del nostálgico olor a tie­rra seca, herramientas de jardinería y aceite de máquinas. Tallon se instaló en un rincón, con Seymour, y sacó algunas de sus nuevas pertenencias. Tenía la automática incrustada en oro de Amanda Weisner, comida suficiente para varios días, un fajo de billetes, y un aparato de radio. A una hora más avanzada del día, mientras yacía en su universo privado de ne­grura, con el juego de ojos desconectado, pudo captar los pri­meros boletines de noticias.

El Recluso Samuel Tallon, decían, seguía con vida y había alcanzado la ciudad de Sweetwell. Tallon, convicto de espio­naje para la imperialista Tierra, había penetrado en un restau­rante de Sweetwell, había atacado y violado a la propietaria, y había desaparecido con la mayor parte de su dinero. Se confirmaba que el recluso en fuga, a pesar de ser ciego, estaba equipado con un aparato basado en el principio del radar que le permitía ver. Era descrito como un individuo armado y peli­groso.

Tallon sonrió sarcásticamente. El detalle de la violación era particularmente irónico, procediendo de Amanda. Logró dor­mitar durante la mayor parte del día, despertando del todo únicamente cuando los leves gruñidos de Seymour anunciaban que alguna persona andaba cerca del cobertizo. Pero no entró nadie, y Tallon acabó por dejar de pensar en lo que haría si entraba alguien. La filosofía de Winfield de que un hombre tenía que desenvolverse lo mejor que pudiera en el presente, sin pensar en el futuro, no resultaba especialmente atractiva para Tallon, pero era la única que podía aplicarse en las actua­les circunstancias.

Al atardecer recogió a Seymour y el paquete y abrió caute­losamente la puerta. Cuando estaba a punto de salir, un auto­móvil de color ciruela penetró en la finca y fue a detenerse de­lante del edificio principal. Un joven robusto se apeó, con su chaqueta colgada del brazo, y saludó con la mano a alguien de la casa que estaba más allá del campo visual de Tallon. El joven echó a andar hacia la entrada, se detuvo junto a un ma­cizo de flores cantarinas de color azul celeste, y se inclinó para arrancar una mala hierba. Al contacto de sus dedos las flores iniciaron un canturreo suave y melancólico que fue claramente audible en los oscuros límites del cobertizo.

Las flores cantarinas eran una variedad nativa que se ali­mentaba de insectos, utilizando el lastimero canturreo para atraer o arrullar a sus víctimas. A Tallon nunca le habían gus­tado. Escuchó impasible unos instantes, manteniendo el ojo de Seymour pegado a la estrecha abertura de la puerta. El hom­bre robusto descubrió otras malas hierbas y las arrancó; lue­go, murmurando furiosamente, se encaminó al cobertizo. Tallon sacó la automática de su bolsillo, la cogió por el cañón y esperó, mientras los crujientes pasos se acercaban al otro lado de la puerta.