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Este era exactamente el tipo de suceso que había esperado evitar. Había sido entrenado para derrotar a casi cualquier ad­versario en un combate físico; pero el tener los ojos sujetos bajo el brazo establecería una gran diferencia.

Tensó todo su cuerpo mientras la aldaba de la puerta se movía.

—¡Gilbert! —gritó una voz de mujer desde la casa—. Cámbiate de ropa si vas a trabajar en el jardín. Lo prometiste.

El hombre vaciló durante dos o tres segundos, antes de dar media vuelta y alejarse en dirección a la casa. Cuando desapa­reció de su campo visual, Tallon se deslizó fuera del cobertizo y se dirigió hacia la carretera.

Caminó durante cuatro días, pero el deterioro del juego de ojos era cada vez más acusado. Al final de la cuarta noche, las imágenes que captaba eran tan débiles que casi se las hubiera arreglado mejor con la lámpara sonar. Su nombre había desa­parecido gradualmente de los boletines de noticias, y hasta en­tonces no había visto a un solo agente de la P.S.E.L., ni tam­poco de la policía civil. Decidió empezar a viajar de nuevo a la luz del día.

Tallon anduvo durante tres días más, sin atreverse a parar a ninguno de los vehículos que circulaban por la carretera. Ahora tenía mucho dinero, pero el peligro de comer en restau­rantes o incluso en el mostrador de un bar parecía demasiado grande, de modo que vivía del pan y de las conservas que se había llevado de El Gato Persa, y bebía agua en las fuentes or­namentales que encontraba a lo largo del camino.

Viéndolo desde la perspectiva de un caminante, Tallon se daba cuenta, como nunca hasta entonces, de la desesperante necesidad de terreno de Emm Lutero. La densidad de la pobla­ción no era particularmente elevada, pero si completamente uniforme: los complejos residenciales, entreverados de centros comerciales e industriales, se extendían sin fin, llenando cada kilómetro cuadrado de terreno llano que el continente podía ofrecer. Únicamente en los lugares donde las mesetas emer­gían en un entorno montañoso hostil, las oleadas de edificios prefabricados se batían en retirada. Se habían realizado algu­nas tentativas para convertir las tierras altas en zonas de culti­vo, pero el verdadero espacio agrícola del planeta era el océa­no.

Tallon había recorrido casi dos centenares de kilómetros antes de darse cuenta de que podría ver con dificultades du­rante quizá un par de días más, y luego volvería a quedar cie­go… con casi mil quinientos kilómetros por delante.

El único y débil rayo de esperanza era que el Bloque supiera que estaba fuera del Pabellón. Todos los miembros de la red tratarían de localizarle, aunque la organización no había sido nunca poderosa en Emm Lutero. New Wittenburg era el único punto de entrada al planeta, y la P.S.E.L. establecía automáti­camente un servicio de vigilancia en torno a todo terrestre que solicitaba la carta de residencia. Era posible que en aquellos momentos agentes muy eficaces estuvieran siendo capturados debido al relajamiento de sus precauciones en sus esfuerzos para intentar localizar a Tallon. Decidió mantenerse en la ca­rretera un día más y dirigirse de nuevo hacia el ferrocarril.

El día siguiente transcurrió sin novedad. Tallon tenía consciencia de que ninguno de los boletines de noticias había dado una descripción adecuada del juego de ojos, aunque Amanda había podido facilitarla. Imaginaba que se estaba ejerciendo algún tipo de censura, tal vez para evitar un escándalo oficial por el hecho de que unos peligrosos presos políticos hubieran dispuesto de medios para fabricar unos ojos artificiales alta­mente sofisticados. Tenía la impresión de que Helen Juste podía encontrarse en dificultades; pero lo esencial, en lo que a Tallon respecta, era que el público en general no tenía la menor idea de lo que estaba buscando. Cualquiera lo bastante interesado como para buscar a alguien que utilizara “un apa­rato basado en los principios del radar” podría esperar razo­nablemente ver a un hombre con una caja negra y una antena giratoria en la cabeza. En cambio, las gafas eran un espec­táculo muy corriente, que nunca fueron reemplazadas del todo por las lentillas de contacto; y Tallon, con su polvoriento y anónimo uniforme, encajaba en la mayoría de los ambientes. Lo inconspicuo de su aspecto había sido una de sus mejores bazas como agente del Bloque.

El día siguiente fue ligeramente más frío y llovió un poco, la primera lluvia que Tallon había visto desde su detención. Su ruta no le había alejado nunca demasiado del sistema ferrovia­rio costero, y ahora empezó a marchar de nuevo hacia el océa­no. La nebulosidad del día oscurecía aún más las imágenes que proporcionaba el averiado juego de ojos, y Tallon apresu­ró el paso para aprovechar en todo lo posible la cantidad de luz que le quedaba. A última hora de la tarde tuvo una fugaz visión del océano, y poco después divisó el brillo de los raíles del ferrocarril.

Desviándose oblicuamente hacia el norte, donde suponía que se encontraba la próxima estación del ferrocarril, Tallon se dio cuenta de que se estaba acercando al primer complejo industrial realmente grande que había visto en su viaje. Más allá de una alta verja los dentados tejados de una fábrica se extendían por espacio de casi dos kilómetros antes de terminar en un bloque que evidentemente albergaba los servicios de di­seño y de administración. El rugido de unas potentes máqui­nas acondicionadoras de aire llegó a oídos de Tallon mientras andaba junto a la verja, intrigado ante el contraste entre esta enorme planta y las típicas industrias familiares que prevale­cían aún en Emm Lutero. Pasaron varios camiones de color verde oscuro, aminorando la marcha para cruzar una entrada intensamente iluminada y controlada por unos guardianes a unos cien metros de distancia, y Tallon vio fugazmente los em­blemas libro-y-estrella que los identificaban como propiedad del gobierno.

Tallon empezaba a comprender. Aquel inmenso y ruidoso complejo era uno de los factores que le habían conducido a su actual situación. Formaba parte de la cadena de fábricas gubernamentales que absorbían lo mejor de la tecnología del planeta en un programa de producción en masa para exploracio­nes interestelares.

Aquí se construían piezas para las naves robot fantástica­mente caras que despegaban de Emm Lutero al ritmo de una cada cincuenta y cinco segundos, un año sí y otro también. Más de medio millón de lanzamientos al año —tantos como los efectuados por la propia Tierra—, dirigidos a solitarios des­tinos de tránsitos-parpadeo. El planeta se había desangrado a si mismo en el esfuerzo, pero había obtenido la recompensa de un nuevo mundo.

Ahora, las fábricas estaban siendo transformadas para la producción de todo lo necesario para poner en marcha Aitch Mühlenberg antes de que la Tierra pudiera intervenir. La su­perficie terrestre del nuevo mundo era todavía un secreto, pero si Emm Lutero podía instalar dos colonos, con apoyo mate­rial, por cada kilómetro cuadrado antes de que cualquier otra potencia pudiera llegar allí, el planeta sería enteramente suyo, de acuerdo con las leyes interestelares. Irónicamente, las leyes estelares habían sido promulgadas principalmente por la Tie­rra, pero aquello había ocurrido hacia muchísimo tiempo, cuando el planeta madre no había previsto la emancipación de sus hijos.

El coche patrulla de la policía avanzaba lentamente, diríase que como adormilado, cuando pasó junto a Tallon. Llevaba a dos oficiales uniformados delante y dos agentes de paisano de­trás. Estaban fumando cigarrillos con una apacible concentra­ción, a la espera de su inmediato relevo, y Tallon adivinó que lamentaban haberle visto por el modo de pararse el coche, casi a regañadientes. Incluso vacilaron antes de apearse y echar a andar hacia éclass="underline" cuatro agentes de una pequeña ciudad, que po­dían ver enfriadas sus cenas si este polvoriento desconocido resultaba ser el hombre al que la policía tenía orden de buscar.