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Tallon también lo lamentaba. Miró a lo largo de la desierta carretera y luego inclinó la cabeza y echó a correr hacia la entrada de la fábrica. Estaba a unos veinte metros delante de él, de modo que tuvo que avanzar hacia los policías durante unos segundos. Ellos apresuraron el paso, mirándose unos a otros, y luego empezaron a gritar mientras Tallon cruzaba la entrada y corría hacia el edificio más próximo. Estorbado por la carga del paquete y del perro, Tallon avanzó guiado por el puro ins­tinto, y quedó sorprendido cuando alcanzó las altas puertas sin novedad. Espiando a través de la angosta abertura, miró hacia la verja y vio que los guardianes de la fábrica se habían movilizado y estaban discutiendo con los policías.

En el interior de la espaciosa nave, hileras de bastidores de almacenaje contenían tambores de plástico amarillo, baterías para unidades electrónicas herméticamente selladas. Tallon corrió a lo largo de un pasillo, giró en uno de los pasadizos transversales más estrechos y trepó a uno de los bastidores, ocultándose entre los cilindros. Que él supiera, no había nadie en la nave cuando entró. Sacó la automática y rodeó la culata con su mano, súbitamente consciente de lo inútil que era para un hombre con su defecto particular. Era más que dudoso que lograra persuadir a Seymour de que fijara la mirada en un blanco el tiempo suficiente como para permitirle acertar ni si quiera a un elefante.

Mientras se aquietaba el tumultuoso latir de su corazón, pasó revista a su situación. Nadie había entrado aún en el edificio, pero ello se debía probablemente a que lo estaban rodeando. Cuando más tiempo esperase, menos posibilidades tendría de escapar. Tallon descendió del bastidor y corrió hacia el extremo contrario a aquel por el que había entrado. Estaba casi a oscuras, pero pudo ver que las paredes del edificio consistían en una serie de puertas correderas superpuestas. Cada una de las enormes puertas tenía incrustada una puerta de tamaño normal, lo cual significaba que podía salir por cualquier parte… con tal de que eligiera una salida que no tuviera a alguien esperándole al otro lado.

Casi al final de la nave se acercó a una de las puertas pequeñas, vaciló por espacio de un segundo, y empezó a abrirla lentamente. Se oyó un ominoso crack y algo caliente cayó sobre sus hombros. Tallon se apartó de un salto de la puerta, que ahora mostraba un orificio redondo en el lugar en el que se había fundido el metal. Seymour estaba aullando de miedo y arañando el costillar de Tallon, mientras que en el exterior los chillidos roncos de las sobresaltadas aves marinas ahoga­ban los ecos del disparo.

Se había equivocado de puerta, pensó Tallon, aturdido. Co­rrió hacia el extremo de la nave y agarró el pomo de otra puer­ta, pero no se abrió. La persona invisible que había disparado contra él esperaría probablemente a que repitiera su tentativa de salir, y podía estar esperándole al otro lado de aquella misma puerta. Tallon avanzó a través del extremo de la nave hacia otra puerta, pero se dio cuenta de que sus adversarios imaginarían también aquel movimiento. Podía regresar a la primera puerta, pero estaban transcurriendo valiosos segun­dos mientras él se entregaba al juego de las suposiciones; lle­garían refuerzos, y lo tendrían todo a su favor. Tallon ni si­quiera podía ver para disparar contra ellos, porque tenía que utilizar los ojos de… ¡Desde luego!

Los dedos de Tallon pulsaron los botones del selector del juego de ojos. A la quinta tentativa se encontró en el exterior, volando en el aire oscurecido, mientras debajo de él las figuras apenas entrevistas de dos hombres se movían a lo largo de la pared de la nave. Su vuelo en espiral le llevó más arriba… una ojeada a lo largo de uno de los costados… más figuras corrien­do… un vertiginoso descenso… otro costado del mismo edifi­cio… pequeños camiones estacionados cerca de la pared, pero ningún hombre a la vista. Tallon reseleccionó los ojos de Seymour, se orientó, y co­rrió hacia la pared más cercana. Abrió una puerta, salió, co­rrió entre dos camiones vacíos, cruzó una calzada, y entró en una nave como la que acababa de abandonar. También aquí había hileras de bastidores, pero esta nave estaba brillante­mente iluminada y por varios de sus pasillos circulaban carre­tillas que transportaban la carga a los camiones estacionados en el exterior. Tallon se obligó a si mismo a andar lentamente a través de la nave. Ninguno de los conductores de las carreti­llas pareció fijarse en él, y llegó al otro lado y salió al frío aire del anochecer sin ninguna dificultad.

El edificio siguiente estaba tan desierto como el primero. Cuando salió de él. Tallon consideró que se había alejado lo suficiente del centro de actividad como para andar al descu­bierto. Avanzó por una avenida, alejándose de la parte delan­tera del complejo industrial. En la esquina, el moribundo juego de ojos le proporcionó una vista borrosa de pequeños edificios dispersos, corrales, grúas, pilones, farolas. Al noroeste, los curvados hocicos de dos hornos se recortaban contra el cielo color índigo. Aullaban sirenas, grandes puertas se cerraban de golpe, vehículos con brillantes faros afluían hacia las entradas.

Tallon se dio cuenta de que había tenido mucha suerte al encontrarse cerca de la pesadilla industrial cuando tuvo que huir. Tenía consciencia de un cálido reguero de sangre desli­zándose por su espalda, y comprobó que sus piernas se dobla­ban debajo de él, y que estaba al borde de la ceguera.

Lo lógico ahora, pensó Tallon, sería rendirse… salvo que la lógica no entraba en sus cálculos.

Avanzó diagonalmente a través de la zona de la fábrica, tambaleándose un poco, apoyándose contra las paredes cuan­do el andar se hacía demasiado dificultoso. Tallon sabía que ofrecería una imagen lamentable a cualquiera que le viese, pero tenía dos cosas a su favor: en las grandes empresas pro­piedad del Estado los empleados tienden a ver únicamente lo que concierne a su trabajo, y al final de un turno ven todavía menos.

Transcurrieron una o dos horas; Tallon se encontró entonces en la vecindad de las cubas de los altos hornos. Consciente de que tendría que tumbarse en el suelo muy pronto, eligió su camino a través de hacinas de combustible traidoramente res­baladizas y alcanzó la parte posterior de los hornos, buscando un lugar caliente. La valla que señalaba el perímetro trasero de la zona se erguía encima de una selva de plantas trepadoras. Tallon supuso que estaba lo más lejos posible de los policías y de los guardianes de la fábrica, y buscó un lugar para descan­sar.

Entre los hornos y la valla, las plantas trepadoras y la hier­ba crecían sobre montones de cajas de embalaje y oxidados armazones de metal, que parecían las piezas dispersas de un rompecabezas. Los grandes fuegos ardían en silencio en sus hornos de cerámica, pero el calor de las cubas se proyectaba a toda la zona. Tallon examinó varios de los montones cubiertos de vegetación antes de encontrar un agujero lo bastante gran­de como para ocultarse. Se deslizó trabajosamente en el pol­voriento orifico y volvió a colocar una pantalla de hierba sobre la entrada.

Palpando a su alrededor, descubrió que podía tenderse todo lo largo que era en el limitado espacio. Extendió su brazo y compro­bó que había un túnel que conducía hacia el centro de la cuba, con el techo y las paredes levantados con materiales de dese­cho. Tallon se deslizó un poco más adentro, hasta que el es­fuerzo resultó excesivo. Entonces se desprendió del paquete, apoyó su cabeza encima de él, desconectó el juego de ojos y dejó que todo el hediondo universo se alejara de él.

—Hermano —dijo una voz en la impenetrable oscuridad—, no te has presentado a ti mismo.

Eran cuatro: Ike, Lefty, Phil y Denver.

La gran atracción, explicó Ike, era el calor. En toda socie­dad humana había unos cuantos que no estaban equipados para aprobar la asignatura, que carecían de la voluntad y de la fuerza necesarias para trabajar. De modo que vivían de las mi­gajas que caían de las mesas de los hombres ricos. Siempre se encuentran algunos de ellos en aquellos escasos lugares en los que una o más de las necesidades de la vida pueden ser satis­fechas tendiendo una mano y simplemente esperando. Aquí caían migajas de calor, que en una larga noche de invierno podían significar la diferencia entre dormir y morir.