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—Quieres decir —murmuró Tallon— que sois vagabundos.

—Es una cruda manera de expresarlo —respondió Ike con su voz gangosa—. ¿Tienes algo más de ese delicioso pan duro? Tostado por la Naturaleza, lo llamo yo.

—No lo sé —a Tallon le dolía la espalda y estaba muerto de sueño—. ¿Cómo podría saberlo a oscuras, en cualquier caso?

La voz de Ike sonó desconcertada.

—Pero, hermano, tenemos encendida nuestra lumilámpara. ¿No puedes mirar en tu bolsa? Tenemos hambre. Tus nuevos amigos están hambrientos.

—Lo siento, nuevo amigo. Estoy demasiado cansado para mirar, y aunque no estuviera demasiado cansado daría lo mis­mo, porque… —Tallon hizo el esfuerzo— soy ciego.

Era la primera vez que lo anunciaba a alguien.

—Lo siento —Ike pareció lamentarlo de veras. Siguió un largo silencio; luego, Ike inquirió—: ¿Puedo hacerte una pre­gunta, hermano?

—¿De qué se trata?

—Esas pesadas gafas grises que llevas… ¿por qué los hom­bres ciegos han empezado a llevar pesadas gafas grises? ¿De qué les sirven si no tienen ojos?

Tallon alzó su cabeza unos cuantos centímetros.

—¿Qué quieres decir?

—Que no le veo la utilidad de llevar…

—¡No! —Le interrumpió Tallon—. ¿A qué te referías al decir que los hombres ciegos han empezado a llevar pesadas gafas grises?

—Bueno, hermano, el tuyo es el segundo par que he visto esta semana. A unos veinte kilómetros al norte de aquí hay una finca propiedad de un hombre muy rico que es ciego Denver y yo saltamos a menudo el muro de la finca, porque nos gusta la fruta. Allí los árboles frutales están sobrecarga­dos, de modo que hacemos una buena obra al aliviarles de sus pesos. Están los perros, desde luego, pero durante el día…

—Las gafas —volvió a interrumpirle Tallon—. ¿Qué pasa con las gafas?

—A eso iba, hermano. Esta semana vimos al ciego. Estaba paseando por uno de los huertos y llevaba unas gafas como las tuyas. Y ahora que pienso en ello, andaba como un hom­bre que puede ver…

Una oleada de excitación inundó a Tallon.

—¿Cuál es su nombre?

—Lo he olvidado —respondió Ike—. Creo que está emparen­tado con el propio Moderador, y que es matemático o algo por el estilo. Pero no recuerdo su nombre.

—Su nombre —intervino Denver— es Cari Juste.

—¿Por qué lo preguntas, hermano? —inquirió Ike—. ¿Pien­sas que podría ser un amigo tuyo?

—No, exactamente —dijo Tallon fríamente—. Soy más bien un amigo de la familia.

XIII

El precio de Ike para actuar como guía era de cien horas.

La cifra sorprendió a Tallon. En los dos años de estancia en Emm Lutero había ido acostumbrándose a la radical “demo­cracia fiscal” que el gobierno había impuesto poco después de acceder al poder en 2168. La forma original y más pura orde­naba que por cada hora que un hombre trabajaba, fuera cual fuese su ocupación, debía cobrar una unidad monetaria llama­da “una hora”. Esa unidad estaba dividida, como el reloj lute­rano, en cien minutos; la fracción más pequeña era el cuarto: la cuarta parte de un minuto, o veinticinco segundos.

Cuando quedó sofocado el levantamiento que precedió y fue causa del término del mandato de la Tierra, el Moderador Temporal había considerado necesario modificar considera­blemente el sistema. Se habían añadido cláusulas de compleja factorización, permitiendo que aquellos que aumentaban efi­cazmente su contribución a la economía con su esfuerzo per­sonal pudieran cobrar más de una hora por hora. Pero el tope absoluto era un factor tres, lo cual era el motivo de que en Emm Lutero hubiera tan pocas empresas privadas importantes: el incentivo era limitado, tal como el Moderador se proponía que fuera.

Para acercarse al factor tres, un hombre debía poseer las más altas calificaciones profesionales y utilizarlas en su trabajo… pero aquí había un ocioso vagabundo llamado Ike exigiendo lo que Tallon calculaba muy por lo bajo como factor diez.

—Sabes que eso es inmoral —dijo Tallon, preguntándose si poseía aquella suma. Se había olvidado de contar el fajo de bi­lletes que había robado en El Gato Persa.

—No tan inmoral como hubiese sido robarte el dinero mien­tras dormías y desaparecer con él.

—Es evidente que has comprobado que tengo ese dinero. Por simple curiosidad, ¿a cuánto asciende mi capital?

Ike trató de fingir que estaba avergonzado.

—A unas noventa horas.

—Entonces, ¿cómo puedo pagarte cien?

—Bueno… tienes un aparato de radio.

Tallon rió amargamente. Suponía que debía considerarse afortunado. Era ciego, y la herida a través de sus hombros le causaba intolerables dolores cada vez que se movía. Los cua­tro vagabundos podían haberle desvalijado durante la noche; de hecho, resultaba sorprendente que estuvieran dispuestos a hacer algo a cambio de su dinero.

—¿Por qué estáis dispuestos a ayudarme? ¿Sabéis quién soy?

—Lo único que realmente sabemos de ti, hermano, es lo que deduzco de tu acento —dijo Ike—. Eres de la tierra, lo mismo que nosotros. Este era un mundo estupendo hasta que ese pu­ñado de hipócritas esgrimidores de la Biblia se impusieron e hicieron imposible para un hombre ganar un decente sueldo diario por un decente trabajo diario.

—¿Cuál era tu trabajo?

—Ninguno, hermano. Motivos de salud. Pero eso no cambia las cosas, ¿no es cierto? Si hubiera estado trabajando no ha­bría obtenido por mi trabajo un sueldo decente en buenos so­lares, ¿no es cierto? Denver vendía astillas de la Verdadera Cruz…

—Hasta que cerraron su planta de producción, supongo —dijo Tallon en tono impaciente—. ¿Cuándo podéis llevarme a la finca de Juste?

—Bueno, tendremos que permanecer aquí durante el resto del día. Te pasaremos al otro lado de la valla al anochecer. Después de eso sólo es cuestión de andar. No podemos mar­char a lo largo de los bulevares, desde luego, pero llegaremos allí antes del amanecer.

Antes del amanecer, pensó Tallon; o, si no lograba que Cari Juste le devolviera su juego de ojos, antes de la caída de la noche definitiva. Se preguntó si el hombre que lo tenía era el padre o un hermano de Helen Juste.

—De acuerdo —dijo—. Podéis tomar el dinero.

—Gracias, hermano. Ya lo tengo.

A petición de Tallon, Ike le permitió efectuar la caminata nocturna con el juego de ojos desconectado para ahorrar sus últimas reservas de vista y poder disponer de ellas cuando lle­gara a la finca. Le acompañaron solamente Ike y Denver, y cada uno de ellos agarró uno de sus brazos.

Mientras sus dos compañeros le guiaban a través de una abertura de la valla cubierta por la vegetación y hacia las si­lenciosas avenidas del exterior, Tallon se preguntó cómo los hombres de aquella raza habían sobrevivido a los siglos sin cambiar. El ininterrumpido desarrollo de la civilización no parecía haberles afectado; vivían y morían exactamente igual que los vagabundos de épocas remotas. Si la raza humana perduraba durante otro millón de años, tal vez al final de aquel periodo seguirían existiendo hombres como aquellos.

—A propósito —preguntó Tallon—, ¿qué haréis con todo ese dinero?

—Comprar comida, desde luego —respondió Ike, aparentemente sorprendido.

—¿Y cuando se haya terminado?