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—Viviremos.

—Sin trabajar —dijo Tallon—. ¿No sería más fácil aceptar un empleo?

—Desde luego que sería más fácil aceptar un empleo, hermano, pero yo no voy a ir contra mis principios.

—¡Principios! —rió Tallon.

—Sí, principios. El que no le paguen a uno buenos y decen­tes solares ya es bastante malo, pero el absurdo sistema em­peora la cosa.

—¿Cómo? A mí me parece una idea razonable.

—Me asombra oírtelo decir, hermano. La factorización en sí es una buena idea, pero ellos la aplican al revés.

—¿Al revés? —Tallon no estaba seguro de si Ike estaba ex­presando una opinión sincera… o tomándole el pelo.

—Eso es lo que he dicho —Ike no bromeaba—. Pasa en la Tierra también. Tomemos a alguien como un cirujano. Ese hombre quiereser cirujano, no haría ningún otro trabajo en el mundo, y sin embargo le pagan diez o veinte veces más que a algún pobre individuo que está realizando un trabajo que odia. No es justo que alguien como… ¿quién es el jefe de la Tierra en estos momentos?

—Caldwell Dubois —dijo Tallon.

—Bueno, a él le gusta ser jefe, de modo que, ¿por qué ha de ganar mucho más dinero que alguien que atiende a una máqui­na que le resultara aborrecible? No, hermano, tendría que haber una especie de revisión psicológica cada año para todos los que trabajan. Cuando la revisión demostrara que a alguien empieza a gustarle su trabajo, deberían rebajarle el sueldo, y eso proporcionaría dinero extra para otro individuo que odia­ra su trabajo un poco más que el año anterior.

—Le transmitiré tus ideas a Caldwell Dubois la próxima vez que le vea.

—Vaya, tenemos aquí a una verdadera celebridad —dijo Denver—. Después de tomarse unas copas con Juste, va a cenar con el presidente de la Tierra.

—Hablando de principios —le dijo Tallon a Ike—, ¿te permi­tirían los tuyos devolverme un poco de dinero para un billete de tren?

—Lo siento, hermano. Los principios son los principios, pero el dinero es el dinero.

—Lo suponía. Tallon avanzaba a ciegas, permitiendo que le arrojaran sin ceremonia a jardines o portales cada vez que pasaba un auto­móvil. Los dos hombres habían aceptado sin hacer preguntas su necesidad de evitar que le vieran, y le llevaron hasta la finca de Juste sin novedad. Tallon se preguntó si, a pesar de lo que Ike había dicho, sabían realmente quién era. Ello explicaría su buena disposición para ayudarle, y también el desenfado con el que se aprovechaban de él.

—Ya hemos llegado, hermano —dijo Ike—. Esta es la verja principal. Se hará de día dentro de una hora, de modo que no intentes entrar a oscuras. Los perros son peligrosos.

—Gracias por la advertencia, Ike.

Tallon se soltó de los barrotes de la verja de acero macizo y se dejó caer al suelo. A la grisácea media luz se vio a sí mismo a través de los ojos de Seymour, que se había deslizado ya a través de los barrotes y esperaba pacientemente mientras Tallon se encaramaba a la verja. El juego de ojos, sin utilizar du­rante un día y medio, estaba proporcionando una imagen débil a su máxima potencia. Había alcanzado la fase en la cual su vida útil podía ser medida en minutos.

—Vamos, muchacho —susurró Tallon en tono apremiante.

Seymour saltó a sus brazos, haciendo girar el universo de Tallon en torno a él, pero Tallon se había acostumbrado ya a la ocasional desorientación que tendía a producirse cuando sus ojos tenían cuatro patas, un rabo y la mente de un terrier. Aunque nunca le habían interesado los animales como “ami­gos del hombre”, Tallon había llegado a experimentar un sin­cero afecto hacia Seymour.

Con el perro debajo del brazo y la pistola automática en su mano, Tallon avanzó cautelosamente por un sendero de grava que discurría a través de macizos de densa vegetación. Perdió de vista la verja inmediatamente, y se encontró avanzando a través de un túnel de ramas colgantes de árboles y lujuriante follaje oscuro. El sendero daba un par de vueltas sobre si mismo antes de llegar a un parque brumoso. También aquí había muchos árboles, pero Tallon pudo ver ahora una casa de techo bajo en la cima de una pequeña colina, con una serie de terrazas ascendentes.

Fue entonces cuando oyó a los perros aullar su profunda in­dignación ante su presencia en la finca. El espantoso sonido fue seguido por un intenso crujir de follaje mientras los perros se acercaban corriendo en su busca. Para Tallon sonaban tan grandes como caballos, y aunque no les había visto aún, parecían correr a toda velocidad.

Tallon giró en redondo sobre sus talones, un movimiento equivalente a volver la cabeza en una persona de vista normal. No ganaría nada retrocediendo, y la casa se encontraba al menos a cuatrocientos metros de distancia y en una elevación del terreno. Algunos de los árboles que crecían en las terrazas tenían troncos que se dividían en tres o cuatro gruesas ramas curvadas inmediatamente encima del suelo. Tallon corrió hacia el más próximo y se encaramó a la estrecha hendidura.

Los perros —tres formas grises— aparecieron a su izquierda, deslizándose a lo largo del borde de la vegetación. Parecían una mutación local, sin pelo, del alano original, con enormes cabezas achatadas que mantenían casi pegadas al suelo. Sus aullidos se hicieron más ruidosos cuando vieron a Tallon.

Tallon empezó a levantar la automática, pero el cuerpo de Seymour se convulsionó en sus brazos a la vista de sus enor­mes hermanos de raza. Antes de que Tallon pudiera sujetarlo, el perrito saltó al suelo aullando de miedo y corriendo frenéti­camente hacia la verja principal. Tallon gritó desesperadamen­te al ver, a un lado de la visión de Seymour, una de las formas grises separándose de las otras para interceptar al terrier. Lue­go, Tallon tuvo que pensar en su propia situación, ya que sin el uso de los ojos de Seymour era, literalmente, pan comido.

Sus dedos pulsaron los controles del juego de ojos, reseleccionando en proximidad, y se situó detrás de los ojos del perro más cercano. Fue algo así como contemplar una película tomada desde el morro de un jet volando a muy baja altura: una tremenda sensación de vuelo agitado, con el suelo deslizándose rápidamente debajo, altos tallos de hierba irguiéndose como colinas y siendo penetrados sin esfuerzo como si fueran nubes verdes. Delante, oscilando ligeramente a causa del movimiento ondulante, había una figura humana, con un rostro desesperado y pálido, colgando de las curvadas ramas de un árbol.

Tallon se obligó a sí mismo a levantar la automática y a mover su brazo en torno a él hasta que, desde el punto de vista del animal en movimiento, el hocico del arma fue un círculo negro perfecto, con igual escorzo del cañón. El truco, pensó Tallon, consistía en tratar de colocarse una bala a sí mismo entre los ojos. Apretó el gatillo y se sintió recompensado por el golpe de retroceso de inesperada potencia de la automática. Pero, aparte de un leve estremecimiento, el disparo no estable­ció ninguna diferencia en la imagen que estaba recibiendo del perro y que se agrandaba rápidamente.

Contorsionándose torpemente en el limitado espacio de las ramas del árbol, Tallon disparó instintivamente, y esta vez la recompensa fue una inmediata ceguera. Aquello significaba que había hecho un blanco perfecto. Maravillándose de la efi­cacia de la pequeña arma, deslizó sus dedos sobre el metal y descubrió que la boca del cañón, en vez de ser un simple círcu­lo, era un grupo de seis diminutas aberturas. Al parecer, Amanda Weisner no corría ningún riesgo cuando elegía un arma. La automática era de las que disparaban seis proyecti­les ultrarrápidos al mismo tiempo, uno desde el centro y cinco desde cañones ligeramente divergentes. A corta distancia, la pequeña automática incrustada en oro destrozaría a un hombre; a distancias mayores, era una inmejorable arma antimotines de bolsillo.

No oyendo ningún movimiento cerca, Tallon pulsó el botón número uno —el de Seymour—, y sólo captó oscuridad. Con un suspiro de pesar, situó el juego de ojos en “búsqueda y retención” y captó al tercer perro. Estaba avanzando a través de la densa vegetación muy lentamente, y en la borrosa zona del hocico había una rojez que obstruía el borde inferior de la imagen.