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—No intente acercarse a mí, Tallon—. Juste efectuó dos ensordecedores disparos en dirección al vestíbulo, pero ninguno de los proyectiles pasó cerca de Tallon.

—No desperdicie su munición. Usted no puede verme, pero yo puedo alcanzarle. Tengo algo que Helen no se llevó y que no necesita ojos.

La pistola rugió de nuevo, y fue seguida por el sonido de cristales rotos. Guiado por las señales eléctricas del sonar, Tallon corrió hacia el pie de la escalera y empezó a subirla. Se encontró con Juste, que bajaba agarrado a la barandilla, a medio camino. Tallon, temiendo que el juego de ojos de Juste pudiera sufrir algún daño, no concedió la menor oportunidad a su adversario, más robusto y más fuerte, aunque desentrena­do: aplicando una de las llaves del sistema de lucha desarrolla­do por el Bloque, inmovilizó a su rival, y luego le golpeó en la nuca con el filo de la mano derecha; los dos bajaron rodando la escalera, pero mucho antes de llegar al vestíbulo Juste era un peso muerto.

Tallon, que había estado sosteniendo la cabeza del hombre durante la última parte de la caída, tomó el juego de ojos de Juste y lo cambió por el suyo. Ahora sólo tenía que buscar un poco de dinero y de comida y marcharse a toda prisa.

Deseando comprobar si el juego de ojos había sufrido algún daño durante el breve combate, lo situó en “búsqueda y reten­ción”, y quedó asombrado al captar una imagen. Precisa, in­tensa y maravillosamente clara.

Un primer plano de una pesada puerta abriéndose y, más allá de ella, la imagen de sí mismo agachado sobre la tendida forma de Cari Juste. Tallon pudo ver la asombrada expresión de su rostro macilento y manchado de sangre.

¡Usted! —gritó una voz de mujer—. ¿Qué le ha hecho a mi hermano?

XIV

—Su hermano está bien —dijo Tallon—. Se cayó por la esca­lera. Estábamos discutiendo.

—¡Discutiendo! Oí los disparos cuando me acercaba a la casa. Denunciaré esto inmediatamente. —La voz de Helen Juste era fría y rabiosa al mismo tiempo.

Tallon alzó a la automática.

—Lo siento. Entre y cierre la puerta detrás de usted.

—¿Se da cuenta de lo serio que es esto?

—No he estado riendo demasiado.

Tallon retrocedió unos pasos mientras ella cerraba la puerta y se acercaba a su hermano. Le hubiera gustado poder mirar a Helen Juste, pero como ella tenía los únicos ojos que funciona­ban en la casa, Tallon no veía nada excepto sus manos manicuradas moviéndose sobre el inconsciente rostro de Cari Juste. Como antes, en su presencia sentía que algo se removía pro­fundamente en su interior. La mano de Helen se apartó de la nuca de Juste con rastros de sangre en la palma.

—Mi hermano necesita atención médica.

—Ya le he dicho que está bien. Dormirá un rato. Puede usted curarle ese corte, si quiere —Tallon hablaba confiada­mente, sabiendo que había dejado inconsciente a Juste para una hora, como mínimo.

—Quiero hacerlo —dijo Helen; y Tallon notó la completa ausencia de miedo en su voz—. Tengo un maletín de primeros auxilios en mi automóvil.

—¿En su automóvil?

—Sí. Puedo asegurarle que no siento el menor deseo de es­capar dejando a mi hermano solo con usted.

—Vaya, entonces.

Tallon tenía la desagradable impresión de que estaba per­diendo la iniciativa. Acompañó a Helen hasta la puerta y espe­ró allí mientras ella se dirigía hacia su automóvil y sacaba el maletín de un compartimiento. El automóvil era un modelo de lujo con patines antigravedad en vez de ruedas, lo cual expli­caba que Tallon no la hubiera oído llegar. Contempló sus manos colocando la almohadilla de gasa y las tiras adhesivas, y por un instante casi envidió a Cari Juste. Le dolía la cabeza, sus hombros ardían, y su fatiga superaba todo lo imaginable. Tumbarse a dormir cuando uno está cansado, pensó, era un placer más exquisito que comer cuando se tiene hambre o beber cuando se tiene sed…

—¿Por qué ha hecho esto, Recluso Tallon? Debió tener en cuenta que mi hermano es ciego. —Helen habló casi abstraída­mente mientras trabajaba.

—¿Por qué lo hizo usted? Podíamos haber fabricado tres juegos de ojos, seis, una docena. ¿Por qué permitió que el doc­tor y yo los tuviéramos cuando planeaba quitárnoslos?

—Estaba dispuesta a violar las normas en beneficio de mi brillante hermano, no en beneficio de unos declarados enemi­gos del gobierno —dijo Helen rígidamente—. Además, usted no ha explicado aún este absurdo ataque.

—Mi juego de ojos se estropeó, de modo que tenía que tomar este. —Tallon se sintió inundado por una oleada de irri­tación y elevó el tono de su voz—. En cuanto al absurdo ata­que, si mira a su alrededor verá unos cuantos orificios de bala en las paredes. Y ninguno de ellos ha sido hecho por mí.

—De todos modos, mi hermano es un hombre inofensivo, y usted ha sido entrenado para matar.

—Escuche —gritó Tallon, preguntándose a qué conducía realmente aquella conversación—. Yo tengo también un cere­bro, y no soy un ase… —Se interrumpió al descubrir que los ojos de Helen habían abandonado a su hermano y estaban proporcionándole una nítida imagen de su propia mano iz­quierda.

—¿Qué le pasa en la mano? —Helen Juste había hablado, por fin, como una mujer.

Tallon había olvidado la garra incrustada.

—Su inofensivo hermano tenía un inofensivo amigo volador. Eso es una parte de su tren de aterrizaje.

—Cari me prometió —susurró Helen—, me prometió que no…

—Más alto, por favor.

Se produjo un silencio antes de que Helen respondiera, ha­blando de nuevo normalmente:

—Es espantoso. Voy a extraérsela.

—Se lo agradeceré.

Súbitamente débil, Tallon esperó mientras Helen tapaba a su hermano con una manta. Luego cruzaron una puerta situa­da al fondo del vestíbulo y entraron en una cocina blanca y cromada, con huellas visibles de una descuidada vida de solte­ro. Helen Juste llevaba el maletín de primeros auxilios. Tallon se sentó ante la atestada mesa y dejó que la joven trabajara en su mano. El tacto de sus dedos parecía sólo ligeramente más sustancial que el repetido calor de su aliento sobre la desgarra­da piel. Tallon resistió la tentación de prolongar la agradable sensación de verse cuidado por unas manos femeninas. Había un largo camino hasta New Wittenburg, y esta mujer era un nuevo obstáculo en aquel camino.

—Dígame —inquirió Helen—, ¿está el Recluso Winfield realmente…?

—Muerto —Tallon completó la pregunta—. Sí. Los rifles le alcanzaron.

—Lo siento.

—¿Tratándose de un declarado enemigo del gobierno luterano? Me sorprende usted.

—No se haga el gracioso conmigo, Recluso Tallon. Sé lo que le hizo usted al señor Cherkassky cuando le detuvieron.

Tallon resopló.

—¿Sabe lo que me hizo él a mí?

—Lo de sus ojos fue un accidente.

—Deje en paz a mis ojos. ¿Sabe que me sometió a un lavado de cerebro intentando eliminar todos mis recuerdos, es decir, todo lo que constituye mi personalidad, tal como usted acaba de hacer con las manchas de esta mesa?

—El señor Cherkassky es un veterano ejecutivo de Emm Lutero. No haría una cosa así.

—Olvídelo —dijo Tallon bruscamente—. Eso es lo que he hecho yo. Fuera lo que fuese… lo he olvidado.

Cuando Helen hubo terminado con su mano y cubrió la he­rida, Tallon flexionó sus dedos experimentalmente.

—¿Podré volver a jugar, doctor?

No hubo ninguna respuesta, y Tallon experimentó una cre­ciente sensación de irrealidad. Helen Juste se le escapaba; era incapaz de imaginarla como un individuo humano, visualizar su lugar en la sociedad de este mundo. Físicamente sólo podía verla de un modo fugaz cuando ella se contemplaba ocasional­mente en el espejo de la cocina. Observó, también, que miraba con frecuencia hacia un estante en el cual había varios trozos de cuero blando, cosidos en forma de bolsas. Tallon se pre­guntó, intrigado, cuál podía ser su utilidad, hasta que recordó el pájaro de Juste y que había sido adiestrado para la halcone­ría.