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—¿Hasta qué punto está enfermo su hermano, señorita Jus­te?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Cómo reaccionó al juego de ojos? ¿Le gusta cazar con sus pájaros? ¿Correr con sus perros?

Helen se acercó a la ventana y contempló los lejanos árbo­les, iluminados por el sol naciente, antes de contestar.

—Eso no es asunto suyo.

—Creo que sí —dijo Tallon—. No me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Supe que Cherkassky estaba a punto de lle­gar. No quedaba tiempo para esperar la respuesta al problema de las cámaras, de modo que decidí mirar a través de los ojos de otros hombres. Fue así de sencillo. No tenía la menor idea de que estaba creando la primera forma nueva de perversión que el Imperio ha visto en mucho, muchísimo tiempo.

—¿Quiere decir que usted…?

—No, yo no. Yo he estado recorriendo un difícil camino. Pero hubo aquella mujer en Sweetwell… la que se supone que violé. Ella utilizaba el juego de ojos cuando yo estaba dur­miendo. Le gustaban los gatos, si sabe a lo que me refiero.

—¿Qué le hace pensar que Cari es así?

—Usted, aunque no sé por qué. Tal vez su insistencia en que es un hombre inofensivo. Es posible que en su caso no haya ningún ángulo sexual, desde luego. He leído que cuando una persona que ha estado ciega durante mucho tiempo recobra la vista, la experiencia no es siempre tan agradable como se espe­raba. Pueden existir depresiones, sentimientos de inadaptación al hecho de encontrarse súbitamente en términos de igualdad con el resto de la humanidad, sin ninguna incapacidad en la que refugiarse. Es mucho mejor ser, digamos, un halcón, con ojos agudos y garras más agudas, y una mente que no comprende la debilidad, ni nada que no sea cazar y desgarrar y…

—¡Basta!

—Lo siento —Tallon estaba levemente sorprendido de si mismo, pero había deseado llegar hasta ella y tenía la impresión de haberlo conseguido, hasta cierto punto—. ¿Cura usted únicamente las heridas que ha infligido su hermano? Hay este agujero en mi espalda…

Helen Juste fe ayudó a descubrirse los hombros y apenas pudo contener un grito cuando vio el charco de sangre coagulada en su espalda. Tallon casi gritó también al recibir la imagen. Nunca había apreciado realmente el grado de fealdad que puede reflejar la frase “una fea herida”. Esta era fea, y era una herida para el más lerdo.

—¿Puede usted hacer algo… que no sea amputar mis hom­bros, desde luego?

—Creo que sí. No hay bastante soldador de tejido ni vendas en mi maletín de primeros auxilios, pero Cari suele tenerlos en este armario. —Lo abrió, encontró los medicamentos, y empe­zó a trabajar en su hombro con un paño húmedo, eliminando cuidadosamente la sangre reseca—. ¿Es una herida de bala?

—Sí —Tallon le contó cómo había ocurrido. Casi se había convencido a si mismo de que Helen Juste era una oyente comprensiva, cuando le asaltó un súbito pensamiento—. Si sabía que su hermano tenía medicamentos aquí —dijo lenta­mente—, ¿por qué fue en busca de su propio maletín en el au­tomóvil?

—Por ningún motivo concreto. La fuerza de la costumbre. Con una herida como esta, debería usted guardar cama, ¿sa­be? ¿Por qué no se entrega y permite que le atiendan debida­mente antes de que se produzca la reacción?

—Lo siento. Ahora tengo que buscar algo para comer; luego la ataré a usted, junto con su hermano, y seguiré mi ca­mino.

—No llegará muy lejos.

—Tal vez no. ¿Le importa mucho, de todos modos? Tenía la idea de que el Pabellón y usted no hacían buenas migas des­pués de lo ocurrido. ¿Es por eso por lo que está aquí ahora? ¿La han despedido?

—Recluso Tallon —dijo Helen secamente—, los presos fuga­dos no interrogan a los ejecutivos de la prisión. Voy a prepa­rar el desayuno. Yo también tengo hambre.

Tallon quedó levemente complacido ante aquella reacción. Se endosó de nuevo su uniforme y luego tomó un rollo de es­paradrapo y ató las muñecas y los tobillos de Cari Juste. El hombre olía a brandy. Tallon regresó a la cocina y se sentó en una silla, notando el hormigueo del soldador de tejido en su es­palda, mientras Helen Juste cocinaba algo que era tan pareci­do a huevos con jamón que Tallon estaba casi seguro de que eran huevos con jamón. Por dos veces, mientras comían, Cari Juste gimió y se removió ligeramente. Las dos veces, Tallon le permitió a Helen Juste ir a echarle una ojeada a su her­mano.

—Ya le he dicho que está perfectamente —insistió Tallon—. Es un muchacho robusto y fuerte.

No volvió a intentar conversar con Helen durante la comi­da, limitándose a disfrutar del leve eco de domesticidad que re­cibía del acto de desayunar con una joven en la quietud mati­nal de una cocina, a pesar de los mundos de distancia que les separaban.

Tallon estaba sorbiendo su cuarta taza de café cuando oyó que alguien arañaba la puerta de la entrada al otro extremo del vestíbulo. A continuación resonó un estridente ladrido que Tallon reconoció inmediatamente.

¡Seymour! —gritó—. Entra, granuja. Creí que estabas muerto.

Se encaminó hacia la puerta delante de Helen Juste, y casi se turbó ante la alegría que experimentó al ver la familiar figu­ra del animal saltando a sus brazos. Por lo que podía ver a tra­vés de los ojos de Helen, el perro estaba ileso. Tal vez Seymour había logrado llegar a la verja y pasar entre los barrotes, escapando por centímetros del enorme mastín. Si este último tenía unos frenos ineficaces, ello podría explicar la rojez que Tallon había detectado alrededor de su hocico; y era posible también que Seymour se hubiera alejado con la rapidez sufi­ciente como para estar fuera de alcance cuando Tallon había tratado de localizarle con el juego de ojos.

Apretando al excitado animal contra su pecho, Tallon reseleccionó en proximidad y situó de nuevo a Seymour en su bo­tón número uno. Equipado una vez más con lo que eran prác­ticamente sus propios ojos, se volvió a mirar a Helen Juste. Era tan perfecta como recordaba, vistiendo aún el uniforme verde del Pabellón, que acentuaba su rubor. Sus cabellos eran un compacto casco de cobre, brillantemente pulimentado; sus ojos, de color whisky, estaban mirando más allá de él, a su au­tomóvil de color azul celeste.

Tallon sintió aumentar sus suspicacias en relación con aquel automóvil. Se dirigió hacia él y abrió la portezuela. Una pequeña luz color naranja parpadeaba pacientemente, en la parte inferior del salpicadero: sobre el panel de la radio exac­tamente. El interruptor de transmisiónestaba en posición de “encendido”, y en la horquilla del micrófono no había nada.

Respirando pesadamente, Tallon desconectó la radio y vol­vió a entrar en la casa. Helen le estaba mirando fijamente, con el rostro pálido pero muy erguida.

—Tengo que admitir que es usted muy lista, señorita Juste —dijo Tallon—. ¿Dónde está el micrófono?

La joven lo sacó de su bolsillo y se lo entregó. Tal como es­peraba, era un modelo que llevaba incorporado un pequeño transmisor en vez de estar conectado por cable a la radio prin­cipal. Llevaba algún tiempo en el aire, sin duda en una de las longitudes de onda de la policía. Tallon casi había olvidado la pistola automática en su mano derecha. La levantó pensativa­mente.

—Adelante, dispare —dijo Helen tranquilamente.

—Si creyera usted que voy a disparar, no correría el riesgo —replicó Tallon—, de modo que ahórreme la escena en la que se enfrenta con la negra boca del cañón sin parpadear. Pónga­se su abrigo, si tiene uno aquí. No disponemos de mucho tiem­po.