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—¿Mi abrigo?

—Sí. No confío en mí mismo para conducir su automóvil. Seymour tiene la mala costumbre de no mirar donde yo deseo que mire, y a gran velocidad eso podría ser peligroso. Además, no me hará ningún daño tenerla a usted como rehén.

Helen agitó la cabeza.

—No voy a salir de esta casa.

Tallon sopesó significativamente la pistola en su mano y avanzó un par de pasos.

—¿Apostamos algo? —inquirió.

Cuando estaban a punto de cruzar la puerta, Cari Juste pa­reció despertar del todo. Exhaló varios gemidos, cada vez más ruidosos, hasta convertirse casi en gritos; luego, al darse cuen­ta de su situación, cayó en un brusco silencio.

—No quiero dejarle así —dijo Helen Juste.

—No tardará en tener compañía, ¿recuerda? Siga andando.

Tallon se volvió a mirar a Cari, que estaba luchando inútil­mente con sus ataduras; su frente brillaba de sudor y los ojos ciegos parpadeaban frenéticamente. Tallon vaciló. Sabía de­masiado bien cómo se sentía aquel hombre después de su larga escalada desde la inconsciencia hasta un privado infier­no negro de ceguera, indefensión y desesperanza.

Un momento —dijo. Retrocedió y se arrodilló al lado de Cari Juste—. Escúcheme, Juste. Me llevo su juego de ojos por­que lo necesito más que usted. ¿Puede oírme?

—Le oigo… Pero usted no…

Tallon levantó la voz.

—Le dejo otro juego de ojos idéntico, que sólo necesita una batería nueva para funcionar perfectamente. Le daré también por escrito las características de la batería. Si no deja que la policía se lo lleve como prueba material, no tardará en poder volver a utilizar el juego de ojos. Con su dinero, no creo que represente un problema para usted.

Le hizo una seña a Helen Juste, y ella corrió a buscar papel y pluma. Tallon los tomó y, arrodillado aún en el suelo, empe­zó a escribir. Mientras lo hacia, Helen pasó un pañuelo por la frente de su hermano y le habló en un tono suave y triste que Tallon apenas reconoció. Había algo profundo y extraño en las relaciones de aquella pareja. Terminó de escribir e introdu­jo el papel en el bolsillo del pijama de Juste.

—Ha perdido usted mucho tiempo —dijo Helen Juste mien­tras se incorporaba—. No esperaba esa…

La palabra es estupidez. No me lo recuerde. Ahora, en marcha. El automóvil era cómodo, silencioso y rápido. Tal como Tallon había observado ya, era un modelo importado de sofisti­cado diseño, con un motor antigravitacional que en vez de im­pulsar al vehículo permitía que cayera hacia delante. Las naves espaciales utilizaban un sistema motriz similar en su pri­mera época, pero debido a la dificultad de encajarlos en un es­pacio limitado apenas eran usados en otros vehículos, ni si­quiera en aeronaves. Esto significaba que el automóvil era realmente muy caro. Helen Juste lo conducía con gran pericia. Salió a través de la verja que había dejado abierta a su llegada y enfiló la carretera con una prolongada aceleración que pegó literalmente a Tallon al respaldo de su asiento.

Mientras el automóvil tomaba una larga curva, que desem­bocaba en una carretera más ancha, Tallon situó a Seymour de modo que pudiera mirar a través de la ventanilla trasera. Seymour era algo miope, pero parecía haber unas manchas en el cielo meridional, avanzando con el vuelo característico de los helicópteros, es decir, con el morro ligeramente inclinado.

—Conecte la radio —dijo Tallon—. Quiero oír qué clase de delitos he cometido esta vez.

Escucharon música durante media hora; luego el programa se interrumpió para dejar paso a un boletín de noticias.

Tallon silbó.

—Se han dado mucha prisa. Oigamos ahora lo depravado que he sido desde mi última aparición en público.

Pero cuando el locutor terminó de hablar, Tallon se sintió turbado ante su exhibición de egotismo: su nombre no fue mencionado.

La noticia oficial era la de que Caldwell Dubois, por la Tie­rra, y el Moderador Temporal, por Emm Lutero, habían lla­mado simultáneamente a sus representantes diplomáticos como consecuencia de la ruptura de las negociaciones de Akkab sobre el reparto de nuevos territorios.

Oficiosamente, los dos mundos estaban al borde de la gue­rra.

XV

Helen Juste: veintiocho años de edad, soltera, guapa, licen­ciada en ciencias sociales en la Universidad Luterana, miem­bro de la familia del primer ministro del planeta, ocupando un alto cargo oficial… y un completo fracaso como ser humano.

Mientras conducía hacia el norte trataba de analizar las in­teracciones de carácter y circunstancia que la habían condu­cido a su actual situación. Existía su hermano mayor, desde luego, pero quizá resultaba demasiado fácil reprochárselo tanto a Cari. Había estado siempre allí, descollante, una espe­cie de mojón marcando el camino a través ríe la vida; pero con el paso de los años el mojón se había desmoronado.

La erosión empezó cuando sus padres y Peter, su hermano menor, murieron ahogados en un accidente a bordo de una canoa rápida cerca de Easthead. Cari, en su último año en la Universidad, conducía la canoa. Después de aquello empezó a beber más de la cuenta, lo cual hubiese sido bastante grave en cualquier otro mundo. En Emm Lutero, donde la abstinencia formaba parte de la estructura política y social, era casi suici­da. Logró resistir tres años, trabajando como matemático en el centro de investigaciones espaciales; luego, una caja de brandy falsificado de contrabando le había costado la vista.

Helen le había ayudado a instalarse en su finca particular, lo cual habría representado un gasto prohibitivo si el Moderador no hubiera intervenido, en parte por sentimiento familiar y en parte por el deseo de mantenerle apartado de la vida pública. Desde entonces, Helen había visto aumentar progresivamente la neurosis de Cari, cuya personalidad se desintegraba cada vez más.

Al principio, Helen había creído que podría ayudarle: pero al mirar dentro de sí misma no había encontrado nada que ofrecer a Cari. Nada que ofrecer a nadie. Sólo una tremenda sensación de insuficiencia y soledad. Intentó convencer a Cari para que emigrara temporalmente con ella a otro mundo, qui­zás incluso a la propia Tierra, donde una operación para pro­porcionarle alguna forma de vista artificial hubiera sido legal. Pero Cari había temido ir en contra de los deseos del Modera­dor, enfrentarse a la atenuación de las facultades volitivas de los tránsitos-parpadeo, abandonar el cómo útero de oscuridad de su nuevo hogar.

Cuando el Recluso Winfield le había hablado de la idea de Tallon de construir un aparato para ver, le había parecido la respuesta a todo, aunque, al mirar atrás, se daba cuenta de que se había equivocado al suponer que el hacer feliz a Cari en aquel aspecto particular compensaría sus insuficiencias personales. Había violado todas las normas para permitir la crea­ción de aquellos aparatos, llegando demasiado lejos incluso para una protegida del Moderador, sólo para ver como Cari utilizaba sus nuevos ojos para buscar otras formas de oscuri­dad…

Después de que Winfield y Tallon llevaron a cabo su desca­bellada fuga, las autoridades de la prisión habían realizado una investigación preliminar; como resultado de ella, Helen había sido suspendida de empleo y sueldo y confinada a su alojamiento hasta que terminara la encuesta. Un impulso la había inducido a marchar hacia el norte para ver a Cari quizá por última vez, y —con extraña inevitabilidad— Tallon había estado también allí.

Miró de soslayo a Tallon, sentado a su lado en el asiento de­lantero, con el soñoliento perro tumbado a través de sus rodillas. Tallon había cambiado mucho desde el primer día que le vio andando con paso inseguro con la caja de la lámpara-sonar atada a su frente. Su rostro era mucho más delgado, re­flejando tensión y fatiga, pero al mismo tiempo una mayor serenidad. Observó que sus manos, apoyadas ligeramente sobre el desgreñado lomo del perro, tenían una apacible inmovilidad.