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—Supongo que no —dijo Helen, concentrándose en las cur­vas ascendentes de la carretera—, pero Cari no creía que fuera pura coincidencia.

—Sé cómo se sentía. Es muy duro dejar de lado una teoría perfectamente buena sólo porque no encaja con los hechos. ¿Sigue trabajando en ella?

—Cari está ciego.

—¿Y qué? —Tallon habló bruscamente—. Un hombre no tiene que tumbarse a la bartola sólo porque ha perdido sus ojos. Desde luego, hizo falta alguien como Lorin Cherkassky para enseñarme eso, de modo que quizá tengo una ventaja sobre su hermano.

—El señor Cherkassky —dijo Helen en tono impaciente— es un veterano ejecutivo del gobierno luterano y…

—Lo sé; si hubiera moscas en Emm Lutero no dañaría a una de ellas. El gobierno de la Tierra tiene sus defectos, pero cuando hay que hacer un trabajo sucio, hace el trabajo sucio. No lo encarga a otros y pretende que no pase nada. Le diré una cosa: le diré cómo es realmente el señor Cherkassky.

Helen no interrumpió a Tallon ni una sola vez mientras le hablaba de su detención, del uso del limpiacerebros, de su ataque a Cherkassky, de los dardos disparados contra sus ojos, y de su convencimiento de que Cherkassky terminaría con él a la primera oportunidad.

Helen Juste dejó que Tallon hablara porque ello le mantenía despierto, lo cual significaba que después dormiría más pro­fundamente; y en alguna parte a lo largo del camino compren­dió que todo lo que decía Tallon era verdad. Por desgracia, eso no establecía ninguna diferencia: Tallon seguía siendo un enemigo de su mundo, y su captura seguía siendo para ella el pasaporte para volver a su anterior posición de confianza y responsabilidad.

Helen conducía ahora más lentamente. Tallon continuó ha­blando, y Helen descubrió que le resultaba fácil conversar con él. Cuando el crepúsculo empezó a caer del cielo en diminutas manchas grises, habían pasado de la mera conversación a una verdadera comunicación: una experiencia completamente nueva para Helen. Se había arriesgado a llamarle Sam, hacién­dolo con la mayor naturalidad posible, y Tallon había acepta­do el cambio implícito en la calidad de sus relaciones sin co­mentario. Parecía haberse hecho más pequeño, como si sus sufrimientos le hubieran encogido físicamente; mentalmente experimentaba una gran fatiga. Consciente del estado de Tallon, Helen Juste efectuó ahora su movimiento.

—Hay un motel cerca de aquí, y usted tiene que dormir.

—¿Y qué haría usted mientras yo durmiera?

—Yo lo llamaría una tregua. Llevo muchas horas sin dormir también.

—¿Una tregua, encanto? ¿Por qué?

—Ya se lo he dicho: estoy cansada. Además, usted corrió un riesgo para ayudar a Cari; y después de lo que me ha con­tado del señor Cherkassky, no quiero ser la persona que le en­tregue a él.

Todo era verdad, y Helen descubrió que resultaba fácil mentir cuando se estaba diciendo la verdad.

Tallon asintió pensativamente, con los ojos cerrados y el sudor brillando en su frente. El motel se encontraba en las afueras de un pequeño com­plejo residencial situado al pie de una montaña. A lo largo de la parte central de la calle principal, los escaparates de unas tiendas brillaban a la media luz del crepúsculo, y unos tubos de neón de diversos colores eran hebras resplandecientes con­tra la impresionante masa negra de los picos de las montañas. La población estaba silenciosa, a pesar de lo temprano de la hora, como acurrucada debajo de una corriente invisible de viento helado que descendía de las mesetas en dirección a) océano.

Helen estacionó el automóvil delante de la oficina del motel y pagó por un chalet doble. El conserje era un hombre de edad mediana, con unos ojos soñolientos y una camisa desabotona­da —el arquetipo de todos los conserjes de motel—, que tomó el dinero de Helen maquinalmente, sin parecer escuchar su historia de que su marido padecía un fuerte resfriado y tenía que acostarse lo antes posible. Helen tomó la llave y condujo el automóvil a lo largo de la hilera de chalets cubiertos de en­redaderas hasta el número 9.

Tallon empuñaba la automática con su mano derecha cuan­do Helen abrió la portezuela del automóvil a su lado, pero temblaba tan violentamente que Helen casi estuvo tentada de desarmarle por si misma. Sin embargo, no había necesidad de correr aquel riesgo, por leve que fuera. Ayudó a Tallon a salir del automóvil y a entrar en el chalet, sosteniendo casi la mitad de su peso. Tallon murmuraba disculpas y agradecimientos a nadie en particular, y Helen supo que estaba al borde del deli­rio. Las habitaciones eran frías y olían a nieve. Helen acostó a Tallon, que se enroscó voluptuosamente, como un chiquillo, cuando ella le tapó con las mantas.

—Sam —susurró Helen—, hay una farmacia a un par de manzanas de aquí. Voy a buscar algo para usted. Volveré enseguida.

—Eso está bien… Tráigame algo.

Helen se incorporó con la automática en su mano. Había ganado, y había resultado fácil. Tallon habló mientras ella se dirigía hacia la puerta del dormitorio.

—Helen —dijo débilmente, llamándola por su nombre de pila por primera vez—, pídale a la policía que me traiga unas cuan­tas mantas más cuando venga.

Helen cerró la puerta rápidamente y corrió a través del pe­queño cuarto de estar hacia el frío aire nocturno. ¿Qué impor­taba que Tallon supiera a donde iba ella? Su mente se extravió en un interminable diálogo-espejo: Lo sé; sé que tú lo sabes; sé que tú sabes que yo lo sé…

La verdad del asunto, decidió, era simplemente que se sentía culpable ante la idea de entregar a Tallon, sabiendo lo que ahora sabía acerca de Cherkassky, sabiendo lo que ahora sabia acerca a Tallon. Él estaba demasiado enfermo para evi­tarlo, pero había sido importante para Helen engañar a Tallon exactamente igual que le hubiera engañado si su salud hubiese sido perfecta. Tallon había adivinado su jugada. De acuerdo. Helen podía soportar el sentirse un poco más culpable.

Helen abrió la portezuela del automóvil y subió. Seymour se desenroscó del asiento del pasajero y lamió su mano. Apar­tando al perro de ella, Helen alargó la mano hacia el panel de la radio… y la retiró antes de alcanzarlo. Su corazón había ini­ciado un lento y rítmico golpeteo que erizó los cabellos de sus sienes. Helen se apeó del automóvil y volvió a entrar en el cha­let, cerrando la puerta detrás de ella.

Mientras se inclinaba sobre el lecho y retiraba el juego de ojos de su rostro, Sam Tallon se removió intranquilo y gimió en sueños.

Así es como empieza, pensó Helen, mientras desabotonaba la blusa de su uniforme.

XVI

Una mañana de primavera, embellecida con gases de niebla de suaves colores, había descendido sobre New Wittenburg, aportando una sensación de vida a las calles bordeadas de ár­boles, tendiendo franjas de clara luz solar a través del desierto asfalto de la terminal del espacio.

—Ya hemos llegado —dijo Tallon cuando el automóvil re­montó una elevación del terreno en la carretera y vio la ciudad extenderse delante de él—. Puedo ir andando desde aquí.

—¿Tenemos que separarnos? —Helen desvió el automóvil a un lado de la carretera y dejó que se posara en el suelo—. Estoy segura de que podría ayudarte.

—Tiene que ser así, Helen. Eso fue lo que acordamos —Tallon habló en tono firme para ocultar su propio desaliento ante la idea de tener que separarse de Helen. Los cinco días que ha­bían pasado juntos en el motel habían transcurrido como otros tantos segundos. En términos de afectar a su vida, sin embargo, podrían haber sido décadas. Al amar a Helen había encontrado al mismo tiempo juventud y un nuevo nivel de ma­durez. Pero ahora la cápsula del tamaño de un guisante ente­rrada en su cerebro había adquirido una importancia superior incluso a la del nuevo planeta que representaba. Otros dos mundos estaban en juego, ya que si estallaba la guerra, ni la Tierra ni Emm Lutero sobrevivirían en su forma actual.