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Le había costado mucho convencer a Helen de que debían separarse al llegar a New Wittenburg. Helen no se había impresionado en lo más mínimo cuando Tallon observó que el marcharse del Pabellón desafiando una orden no significaba nada comparado con lo que sería si la sorprendían en compa­ñía de él. Al final, Tallon tuvo que decirle que no podría esta­blecer contacto con sus propios agentes mientras le acompa­ñara un funcionario de la prisión del gobierno.

—Me llamarás a mi hotel, ¿verdad, Sam?

—Te llamaré —Tallon la besó una vez, brevemente, y se apeó del automóvil. Mientras cerraba la portezuela, Helen le sujetó de la manga.

—¿Me llamarás, Sam? ¿No te marcharás sin mí?

—No me marcharé sin ti —mintió Tallon.

Con Seymour acurrucado bajo su brazo, echó a andar ha­cia la ciudad. El automóvil de color azul celeste pasó rápida­mente por su lado, y Tallon intentó dirigir una última mirada a Helen, pero Seymour desvió su cabeza en dirección contraria. Tallon había considerado necesaria la separación, porque si Cherkassky y él tenían que encontrarse de nuevo, sería aquí en New Wittenburg. Lo malo era que, pasara lo que pasara, la separación iba a ser permanente. Si él lograba salir del planeta sin que le localizaran, no podría pensar en regresar; y con lo que su fuga le costaría a Emm Lutero, no existiría la menor es­peranza de que Helen estuviera libre para reunirse con él.

Tallon andaba rápidamente, manteniéndose relajado pero prestando mucha atención a la posible aparición de coches pa­trulla o agentes uniformados a pie. No tenía ningún plan con­creto para establecer contacto, pero New Wittenburg era la única ciudad de Emm Lutero en la que el Bloque había podido montar una organización eficaz. Sus órdenes originales habían sido las de permanecer en las cercanías de la terminal del espa­cio hasta que alguien contactara con él, y eso era lo que estaba haciendo ahora, tres meses más tarde. Teniendo en cuenta la publicidad que se habla dado a su fuga del Pabellón, era lógico pensar que la organización habría efectuado los debidos pre­parativos para recibirle.

El contacto llegó antes de lo que esperaba. Tallon avanzaba por una calle tranquila, paralela a la del hotel donde había empegado todo, cuando perdió súbitamente la visión. Se detuvo, tratando de dominar su pánico, y luego descubrió que al mover ligeramente sus ojos hacia la izquierda recuperaba la vista. Evidentemente, el rayo señal del juego de ojos había sido desviado del nervio óptico. Acababa de decidir que tenía que proceder del interior de un gran camión estacionado junto a él en la acera cuando… ¡snap!

Tallon se tambaleó y buscó donde agarrarse. Estaba dentro de una caja estrecha y alargada, tapizada de circuitos eléctricos e iluminada por un solo fluorescente en la parte superior. Unas manos le sujetaron por detrás, sosteniéndole.

—Un truco muy limpio —dijo Tallon—. Supongo que estoy dentro del camión.

—En efecto —dijo una voz—. Bienvenido a New Wittenburg, Sam.

Tallon dio media vuelta y vio a un hombre alto, estrecho de hombros, de aspecto juvenil, con los cabellos alborotados y una nariz ligeramente aplastada. Ambos se tambalearon cuando el camión se puso en marcha.

—Soy Vic Fordyce —dijo el hombre—. Empezaba a creer que nunca llegarías aquí.

—También empezaba a creerlo yo. ¿Por qué no fue alguien hacia el sur para intentar localizarme a lo largo del camino?

—Lo hicieron. Y la mayoría de ellos se encontraron en el Pabellón en menos que canta un gallo. Los muchachos de la P.S.E.L debían controlar a todos los terráqueos del planeta. Un movimiento sospechoso… y a la jaula.

—Imaginaba algo por el estilo —dijo Tallon—. Cherkassky tiene muchos defectos, pero entre ellos no figura la falta de minuciosidad. Pero, ¿de quién fue la idea de “pescarme” en la acera? ¿No habría sido más fácil abrir la puerta y silbar?

Fordyce sonrió.

—Eso es lo que yo dije; pero este cacharro fue construido especialmente para pescarte, como tú dices, de un crucero de la P.S.E.L si era necesario, y supongo que no querían desapro­vechar un mecanismo tan cuidadosamente preparado. Y ha­blando de mecanismos especiales… ¿son esas gafas el aparato de radar del que hemos oído hablar? ¿Cómo diablos pudiste construir algo semejante?

Tallon pensó en Helen Juste y el pensamiento le dolió.

—Es una larga historia, Vic. ¿Qué va a pasar ahora?

—Bueno, tengo unas cuantas drogas aquí en el camión. Voy a administrártelas mientras los muchachos dan una vuelta al­rededor de la ciudad—, luego te llevaremos al espaciopuerto. Tienes que estar a bordo de tu nave dentro de una hora.

—¡Dentro de una hora! pero, la lista de vuelos…

—¡Lista de vuelos! —le interrumpió Fordyce excitadamente—. Sam, ahora eres un hombre importante: no puedes viajar en un vuelo regular. El Bloque ha enviado una nave especial para ti. Está registrada en Parane como una nave de carga, y tú embarcarás como sustituto de un tripulante.

—¿No resultará un poco sospechoso? ¿Y si a algún funcio­nario del espaciopuerto se le ocurre investigar por qué una nave de Parane tiene que recalar en Emm Lutero sólo para re­coger a un tripulante?

—Eso llevaría tiempo, y una vez a bordo de la Lyle Star es­tarás tan seguro como en casa. Parece una nave de carga, pero es muy rápida y tiene la potencia de fuego de varios cru­ceros de combate. Están dispuestos a aplastar toda la ciudad para sacarte de aquí.

Fordyce se movió alrededor del ligeramente oscilante inte­rior del camión, desconectando el equipo antigravitacional. Tallon se sentó sobre una caja y acarició a Seymour, que yacía sobre sus rodillas y emitía leves gruñidos de satisfacción. Después de lo que había pasado, pensó Tallon, resultaba im­posible creer que estaba casi a salvo. Dentro de una hora, de un mero centenar de minutos, estaría a bordo de una nave y a punto de despegar de New Wittenburg, dejando detrás de él a Lorin Cherkassky, al Pabellón, al marjal, a Amanda Weisner… a todo lo relacionado con este mundo. Y a Helen. El pen­samiento de dejarla a ella resultaba especialmente doloroso ahora que la ruptura final era inminente.

Fordyce desplegó un catre en forma de camilla a lo largo del suelo y abrió una caja de plástico negro. Hizo un gesto señalando el catre.

—Vamos, Sam, túmbate ahí y pongamos manos a la obra. Me han dicho que esto duele un poco, pero el dolor desaparece en unas cuantas horas.

Tallon se tumbó y Fordyce se inclinó sobre él.

—En cierto sentido estás de suerte —dijo Fordyce, llenando una jeringuilla—. El disfrazar la pigmentación del ojo y el dise­ño de la retina es siempre la operación más dolorosa, pero tú no tienes que preocuparte por ella, ¿verdad?

—Hablas como el médico del Pabellón —replicó secamente Tallon—. El también disfrutaba con su trabajo.

El tratamiento no era tan malo como Tallon había imagina do. Algunos de los procesos —oscurecer su piel y aclarar el color de sus cabellos— eran completamente indoloros; otros dolían un poco o resultaban molestos. Fordyce operaba rápi­da y expertamente mientras aplicaba las inyecciones necesa­rias. Algunas de las agujas fueron insertadas inmediatamente debajo de la piel de las yemas de los dedos de Tallon, distor­sionando las huellas dactilares. Algunas fueron hundidas profundamente en grupos musculares importantes, produciendo tensión o relajamiento, modificando sutilmente su postura, sus dimensiones corporales, incluso su manera de andar. Las mis más técnicas, a una escala reducida, fueron aplicadas a su rostro.