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Mientras las drogas ejercían su efecto, Fordyce ayudó a Tallon a cambiarse de ropa sin conservar ni una sola de las prendas que llevaba. El traje era gris, de confección y barato, muy adecuado para un modesto tripulante de una nave espacial temporalmente en paro. Tallon saboreó el tacto civilizado de la ropa limpia contra su piel, y especialmente de los zapatos y calcetines, a pesar de que los zapatos estaban preparados para hacerle parecer más alto.

—Hemos terminado, Sam —dijo finalmente Fordyce, con vi­sible satisfacción—. No te reconocería ni tu propia madre, por decirlo de alguna manera. Aquí están tus documentos y tu nueva identidad. Son más que suficientes para que pases sin novedad los puestos de control del espaciopuerto.

—¿Qué pasa con el dinero?

—No lo necesitarás. Te dejaremos en la misma terminal. Tendrás que desprenderte del perro, desde luego.

—Seymour se quedará conmigo.

—Pero, ¿y si…?

—¿Acaso mencionaron a un perro que me acompañaba… en fuentes oficiales, en algún periódico o en los noticiarios?

—No, pero…

—Entonces, Seymour se queda.

Tallon explicó que su juego de ojos funcionaba captando señales de los nervios ópticos de los ojos del perro. Y además, él apreciaba a Seymour y no estaba dispuesto a deshacerse de él. Fordyce se encogió de hombros como si el asunto le tuviera sin cuidado. El camión empezó a aminorar su velocidad, y Tallon cogió al perro.

—Ya hemos llegado, Sam —dijo Fordyce—. Estamos en la terminal del espacio. Cuando hayas cruzado la verja principal, dirígete hacia el lado norte. Encontrarás a la Lyle Star en el muelle N.128. El capitán Tweedie te estará esperando.

De pronto, Tallon se sintió invadido por una especie de aversión. El espacio era enorme, frió e interminable, y él no es­taba preparado para el viaje.

—Escucha, Vic —dijo—, esto es algo precipitado, ¿no crees? Yo esperaba hablar con alguien aquí, en New Wittenburg. ¿No desea verme el jefe de la célula?

—Estamos actuando de acuerdo con las instrucciones del Bloque. Adiós, Sam.

En cuanto Tallon se hubo apeado, el camión reemprendió la marcha. Tallon haló Seymour hasta su pecho y examinó el kilómetro de extensión de las entradas de pasajeros y de carga, desde las cuales se desplegaban en abanico hacia un deslumbrante horizonte de hormigón blanco diversos ramales de pistas y de pasillos rodantes. Vehículos de todas las formas y tamaños se deslizaban entre los edificios de recepción, almacenes y amplios hangares de servicios. Los resplandecientes lomos de las naves en sus soportes reflejaban el sol matinal; y muy altas en el azul del cielo brillaban otras naves disponién­dose a iniciar su descenso.

Tallon respiró profundamente y echó a andar. Descubrió que el tratamiento no sólo había cambiado su aspecto sino que también le hacia sentirse distinto. Andaba con un paso regular pero al mismo tiempo con un extraño ritmo, observando que autobuses y taxis descargaban sus pasajeros en la parte exte­rior de las verjas y en el sistema principal de pasillos rodantes. Uniéndose a la corriente de peatones, encontró la entrada reservada para funcionarios del puerto y tripulantes de las naves. Un empleado de aspecto aburrido apenas ojeó sus documentos antes de devolvérselos. Tallon observó que en la ofi­cina, detrás del empleado, había otros dos hombres que al pa­recer no hacían nada: también ellos parecían completamente desinteresados en el personal de vuelo. Pero Tallon estaba convencido de que unos sensores, conectados a una computa dora, le habían examinado y medido de pies a cabeza, y habrían dado la alarma si Tallon hubiera coincidido con unas de terminadas descripciones.

Maravillado de la facilidad con que había pasado el puesto de control, Tallon subió al pasillo rodante que conduela hacia el sector norte, buscando la Lyle Star mientras la rápida cinta le transportaba entre hileras de naves. Hacia mucho tiempo que no había estado tan cerca de buques espaciales, y a través de los ojos de Seymour los veía con una nueva claridad, súbitamente consciente de lo irreales que parecían a la luz de la mañana. Los enormes elipsoides de metal reposaban indefensos en sus soportes. Muchos de ellos con escotillas erguidas como alas de insectos. Junto a las escotillas abiertas había nu­merosos vehículos con mecanismos idóneos para manejar la carga.

En el sistema Luterano no había otros mundos explotables, de modo que todas las naves del puerto eran embarcaciones interestelares, equipadas con tres sistemas motrices completa­mente independientes. Los motores antigravedad eran utiliza­dos en el despegue, permitiendo que las grandes naves cayeran hacia arriba en el cielo; pero sólo eran eficaces mientras existía un fuerte campo gravitatorio susceptible de ser retorcido sobre si mismo. Cuando un portal de un planeta era de larga distan­cia, como ocurría en la mayoría de los casos, los motores de reacción iónica impulsaban a las naves del modo tradicional. Luego entraban en juego los motores para el no-espacio que —de un modo sólo a medias comprendido— absorbían las grandes naves a otro universo en el cual la partida energía contra masa se desarrollaba bajo normas distintas.

Tallon observó que, de los numerosos uniformes que veía dentro y alrededor de la terminal, los cordones grises de los agentes de la P.S.E.L. eran los que más abundaban. No cabía duda de que habían tendido la red para él, y que de momento la había burlado. Aunque los recursos de Cherkassky eran li­mitados comparados con los del Bloque, este era, después de todo, su suelo natal. Casi parecía…

Apareció un letrero con la indicación “N.128”, y Tallon pasó lateralmente a franjas del pasillo progresivamente más lentas hasta que pudo saltar al suelo. Echó a andar a lo largo de una hilera de naves, buscando el emblema del centauro que llevaban los buques de Parane. Había dado un par de docenas de pasos cuando un gigante de hombros anchísimos, vistiendo un uniforme negro con una insignia dorada, surgió de detrás de una grúa a cuya sombra había estado acechando.

—¿Es usted Tallon?

—El mismo. A Tallon le desconcertó el tamaño del desconocido. Todo el mundo le parecía muy grande visto a través de los ojos que llevaba bajo el brazo, pero este hombre era extraordinario, una impresionante pirámide de músculo y hueso.

—Soy el capitán Tweedie, de la Lyle Star. Me alegro de que lo haya conseguido, Tallon.

—Yo también me alegro. ¿Dónde está la nave? —Tallon se esforzó en dar a su voz un tono optimista, pero no dejaba de pensar en los ochenta mil portales existentes entre Emm Lutero y la Tierra. Pronto estarían entre Helen y él. Helen estaría esperando en una habitación de un hotel de New Wittenburg, y él se encontraría a ochenta mil portales de distancia, sin nin­guna posibilidad de regresar. Cabellos rojizos y ojos color whisky… Ningún color en la oscuridad… Desearía estar junto a Helen… ningún color, sólo textura y calor y comunión… Noche y día llora por mí…

Tweedie señaló hacia el extremo de la hilera y echó a andar rápidamente. Tallon se mantuvo a su altura por espacio de unos cuantos metros y luego se dio cuenta de que no podía continuar.

—Capitán —dijo tranquilamente—. Vaya usted a la nave y espéreme allí.

—¿Qué quiere usted decir? —Tweedie se giró inmediatamen­te, como un enorme gato. Sus ojos llamearon debajo de la vi­sera de su gorra.

—Tengo que resolver un asunto en la ciudad; regresaré den­tro de una hora —Tallon habló con voz fría e inexpresiva mientras su mente repetía: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué…?

Tweedie sonrió sin alegría, mostrando unos dientes anor­malmente grandes.

—Tallon —dijo, con exagerada paciencia—, no sé en lo que está pensando, ni quiero descubrirlo. Lo único que sé es que subirá a bordo de mi nave… ahora mismo.