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—Subiré a borde de su nave —dijo Tallon, retrocediendo un par de pasos— dentro de una hora. ¿Desde cuando dan órde­nes los conductores?

—Esta es una nueva categoría de traición, Tallon. No sobre­vivirá usted a ella.

—¿Qué piensa usted hacer, capitán?

Tweedie arrastró los pies ligeramente al tiempo que inclina­ba la masa de su cuerpo hacia delante, como un luchador dis­poniéndose a aplastar a un adversario de menor estatura.

—Vamos a expresarlo así —dijo secamente—. El Bloque está interesado en que su cabeza llegue a la Tierra. El hecho de que continúe unida a su cuerpo o no es un detalle que carece de importancia.

—Le costará trabajo capturarme —dijo Tallon, retrocediendo un poco más—, a no ser que quiera llamar a un policía. Hay muchos por aquí en este momento.

Tweedie encorvó sus macizos dedos, haciendo crujir las ar­ticulaciones, y luego miró a su alrededor con una expresión de impotencia. Una pareja de agentes de la P.S.E.L. montados en el pasillo rodante pasaron a corta distancia de él, y su nave se encontraba cuatrocientos metros más allá al otro lado del atestado transportador.

—Lo siento, capitán —Tallon echó a andar tranquilamente hacia el pasillo rodante—. Tendrá que esperar un poco más. Entretanto, puede prepararme su celda-G más cómoda…

—Le advierto, Tallon —la voz de Tweedie sonó ronca de rabia y de frustración—, que si sube usted a ese pasillo rodante hará el viaje de regreso a la Tierra dentro de una sombrerera.

Tallon se encogió de hombros y siguió avanzando. Diez mi­nutos más tarde se encontraba en la carretera en el exterior de la entrada al aeropuerto. Salir había resultado más fácil todavía que entrar. Guardó sus documentos en un bolsillo interior, instaló a Seymour en una postura más cómoda contra su Pecho y pensó en la mejor manera de llegar al hotel de Helen. A su derecha se produjo una conmoción en una de las entra­das, y Tallon giró maquinalmente en dirección contraria. Tardaría algún tiempo en llegar hasta Helen, y tendría que mostrarse más prudente que nunca. Tweedie no había bro­meado. Sam Tallon había desafiado al Bloque —algo que un hombre hacía una sola vez—, y ahora dos grupos de agentes recorrerían la ciudad, buscándole. Conociendo como conocía al Bloque, Tallon tenía la desagradable seguridad de que sus probabilidades de supervivencia serían posiblemente mayores si la P.S.E.L. se adelantaba a localizarle.

Encogiendo sus hombros para encender un cigarrillo, Tallon emprendió la marcha hacia la ciudad.

XVII

Tallon se sorprendió al descubrir que tenía una ventaja sobre sus adversarios. El descubrimiento se produjo cuando captó su propia imagen en el escaparate de una tienda y no pudo, de momento, reconocerse a sí mismo. Lo que veía era un desconocido más bien alto, de cabellos casi rubios, y algo cargado de espaldas. Su rostro parecía más ancho, compuesto de planos más achatados, y Tallon supo que era él mismo sólo por el perro que llevaba bajo el brazo.

Aquello, decidió, sería también una identificación útil para los agentes terrestres. Pensó en ello unos instantes, y se le ocu­rrió una idea. Valía la pena correr el riesgo.

—Baja, Seymour —susurró—. Ya te he llevado a cuestas de­masiado tiempo.

Depositó al perro en el suelo, a sus pies, y le ordenó que se mantuviera pegado a sus talones. Seymour aulló y giró alrede­dor de los tobillos de Tallon varias veces, con una especie de frenesí. Aturdido ante el repentino remolinear de su universo, Tallon repitió la orden anterior y se sintió aliviado cuando el perro, que al parecer había expresado ya sus sentimientos a su entera satisfacción, se detuvo obedientemente tras él.

Tallon echó a andar de nuevo, guiado por la afectuosa mi­rada de Seymour a sus tacones subiendo y bajando, pero de aquel modo le resultaba difícil caminar, y ajustó los controles del juego de ojos hasta que recibió la visión de alguien que es­taba detrás de él. Helen se hospedaba en el Conan, en la calle 53 Sur, un hotel que había frecuentado en anteriores visitas ala ciudad. Se encontraba a unos seis kilómetros del espacio-puerto.

Maldiciendo periódicamente su falta de dinero para tomar un taxi, Tallon avanzó a través de un calor inusitado en aque­lla época del año, notando que los zapatos semiortopédicos empezaban a llagar sus pies. Vio coches patrulla avanzando a través del tránsito varias veces, pero era evidente que estaban realizando su servicio rutinario en la ciudad. En más de una ocasión Tallon se sorprendió a sí mismo pensando vagamente que todo resultaba demasiado fácil, que su suerte era demasia­do buena para ser verdad.

El Conan resultó ser, tratándose de Emm Lutero, un hotel de primera categoría. Tallon se detuvo en un portal al lado contrario de la calle y consideró un nuevo problema. Helen Juste era probablemente una persona conocida —como parien­te del Moderador Temporal, miembro del consejo directivo de la prisión y poseedora de cierta riqueza—, y en consecuencia un blanco fácil para la policía, especialmente alojándose en un hotel que ya había frecuentado. Dirigirse a la conserjería y preguntar por ella podría ser el último de los errores que Tallon tuviera la oportunidad de cometer.

Decidió quedarse donde estaba y esperar a que Helen salie­ra o entrara en el hotel. Transcurrió media hora y pareció una eternidad; Tallon empezó a pensar que tenía que hacer algo. Luego le asaltó otro pensamiento: ¿Cómo podía estar seguro de que Helen se encontraba allí? Podían habérsela llevado ya, o no haber encontrado habitación, o haber cambiado de idea. Esperó otrosdiez minutos, hasta que Seymour empezó a impacientarse y a tirar de la pernera de su pantalón. A Tallon se le ocurrió una idea; el perro parecía ser inteligente, de modo que, ¿por qué no…?

—Oye, muchacho —susurró Tallon, agachándose al lado de Seymour—. Busca a Helen. Allí. Busca a Helen. —Señalo la entrada del hotel, donde había varios grupos de personas de pie y hablando. A través de los ojos de un transeúnte, Tallon vio a Seymour cruzar la calle y desaparecer, agitando el rabo, en el interior del vestíbulo. Reseleccionó las señales visuales de Seymour e inmediatamente capto un deambular inseguro a través del ves­tíbulo, sólo a unos cuantos centímetros encima de la alfombra. Siguieron más primeros planos de peldaños, zócalos y jambas de puertas. Tallon, fascinado por el avance del perro, casi podía oírle olfatear buscando el olor de Helen. Finalmente, Tallon se encontró mirando la parte inferior de una puerta blanca, vio unas patas delanteras arañándola, y luego apare­ció el rostro de Helen, curioso, sorprendido, risueño.

Cuando Helen salió a la calle con el perro en brazos, Tallon vio su propia figura vestida de gris esperando en el portal enfrente del hotel. Agitó una mano y Helen cruzó la calle y se acercó a él.

—¡Sam! ¿Qué te ha pasado? Pareces…

—No tenemos tiempo, Helen. ¿Sigues deseando exponerte a los tránsitos-parpadeo?

—Sabes que sí. ¿Qué es lo que tengo que llevarme?

—Lo siento, pero tampoco disponemos de tiempo para que hagas tu equipaje —habiendo llegado tan lejos, Tallon se sintió repentinamente enfermo de ansiedad, con la sensación de que la suerte que le había sonreído hasta entonces no podía durar mucho más tiempo—. Si tienes dinero para tomar un taxi po­demos marcharnos ahora mismo.

—De acuerdo, Sam. Tengo el dinero.

Con Seymour bajo el brazo, Tallon tomó la mano de Helen y echaron a andar buscando un taxi. Mientras andaban, Tallon le explicó a Helen la situación a grandes rasgos. Unos mi­nutos más tarde detuvieron a un robo-taxi vacío. Tallon se dejó caer en el asiento posterior mientras Helen marcaba su punto de destino e introducía un billete en el cilindro. Los ner­vios de Tallon vibraban como cables de alta tensión azotados por un vendaval. Deseaba gritar. El mirar a Helen e incluso el tocarla no cambiaba las cosas; todo el universo estaba desplomándose sobre él, y tendría que correr aprisa, muy aprisa…