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En la última manzana antes de la terminal del espacio Tallon extendió la mano y pulsó el botón de parada del taxi. Se apearon y recorrieron a pie el resto del camino, ya que el ins­tinto de Tallon le hacía sentirse más seguro sobre el suelo.

—Cuando lleguemos a la entrada —dijo— tendremos que se­pararnos durante unos minutos. Se supone que yo soy un tri­pulante de una nave de Parane, de modo que pasaré por la en­trada del personal, situada a la derecha. Tú sacarás un billete de andén y entrarás por una de las otras puertas. Nos reunire­mos en este extremo del pasillo rodante principal en dirección norte.

—¿Saldrá todo bien, Sam? No creo que nadie pueda subir a una nave, sin formulismos de ninguna clase, y escapar.

—No te preocupes. Las terminales como esta son demasia­do enormes para unos servicios de inspección y aduanas cen­tralizados. Hay un neutralizador de campos energéticos en cada uno de los soportes que impide que la nave que reposa en él despegue hasta que los equipos de los servicios de emigra­ción y aduanas hayan llevado a cabo la inspección.

—¿No viene a ser lo mismo para nosotros?

—No, si tenemos en cuenta que en nuestro caso no se trata de una nave corriente. Tiene algo a bordo para anular al neutralizador. No tendremos que esperar ninguna inspección.

—Pero tus amigos no esperarán que me lleves a bordo…

—Confía en mí. Helen. Todo saldrá bien —Tallon distendió sus labios en una sonrisa… esperando que reflejara un optimis­mo que él distaba mucho de sentir.

Al acercarse al negro túnel de la entrada para tripulantes, Tallon notó que un sudor helado empapaba su frente. Cuando los ojos de Seymour se hubieron adaptado a la semipenumbra del túnel, Tallon descubrió que nada había cambiado. El mismo empleado de aspecto aburrido ojeó superficialmente sus documentos; los mismos hombres vestidos de paisano holgaban en la oficina detrás de él. Tallon recogió sus documentos, avanzó a través del campo iluminado por el sol, y vio a Helen esperando. Tenía un aspecto increíblemente perfecto, sonriendo como si se dispusiera a acudir a un baile, pensó Tallon, y tuvo la instintiva sensación de que no era una buena danzarina.

La inquietud de Tallon iba en aumento, aunque no podía lo­calizar su causa. Luego, mientras subían al pasillo rodante, la idea que había estado hurgando en las profundidades de su subconsciente ascendió a la superficie.

—Helen —dijo—, ¿qué distancia hay desde aquí al Pabellón?

—Alrededor de dos mil kilómetros… o un poco más; no estoy segura.

—Un largo trayecto para ser recorrido por un hombre ciego sin que le localicen, especialmente cuando le persigue alguien como Cherkassky.

—Bueno, tú mismo dijiste que habías tenido suerte.

—Eso es lo que me preocupa: hasta ahora nunca había teni­do suerte. Tengo la impresión de que Cherkassky podría haber planeado una gran jugada. Detenerme en la carretera no hu­biera añadido muchos méritos a su historial; pero suponga­mos que me detuviera en una nave terrestre…

—Eso significaría asumir una gran responsabilidad por su parte —objetó Helen.

—Tal vez no. Las negociaciones de Akkab sobre adquisicio­nes territoriales han quedado rotas, pero hay mucha gente en el Imperio que opina que los luteranos mantienen una postura de deliberada intransigencia, actuando como el perro del hor­telano. Para Emm Lutero resultaría muy oportuno un inciden­te… por ejemplo, una nave propiedad del Bloque enmascarada como un carguero de Parane y sorprendida en el acto de sacar de contrabando a un espía.

La brisa empezó a alborotar los cabellos de Helen cuando pasaron a las franjas más veloces del pasillo rodante. Helen sujetó los mechones color cobre con sus dedos extendidos.

—¿Qué vas a hacer, Sam? ¿Volver atrás? Tallon agitó la cabeza.

—He renunciado a volver atrás. Además, podría estar sobrevalorando a Cherkassky. Esto podría ser una idea entera­mente mía, y no suya. Aunque resulta muy raro que pudiera recorrer media ciudad y llegar a tu hotel sin que nadie me mo­lestara. ¿La diosa Fortuna, acaso?

—Eso parece.

—De todos modos, nos apearemos un poco antes de llegar al lugar, por si acaso.

Se apearon del pasillo rodante en N. 125, tres hileras antes de aquella en la que Tallon había encontrado a Tweedie. Tallon observó que Helen llevaba aún su uniforme verde y no parecía fuera de lugar en la anónima actividad del campo. Todo —desde las propias naves hasta las grúas y otros aparatos para manejar los cargamentos— era tan enorme, que dos man­chas adicionales de humanidad resultaban prácticamente invisibles.

Tardaron veinte minutos en llegar al final de la hilera, y em­pezaron a andar de nuevo hacia el norte. Tallon se detuvo cuando vio el verde centauro de Parane en la proa de una gran nave gris-plateada delante de ellos, a cierta distancia.

—¿Puedes leer el nombre de esa nave? Seymour es un poco corto de vista.

Helen colocó una mano a la altura de su frente, para prote­ger sus ojos del sol poniente.

—Lyle Star.

—Esa es.

Tallon tomó a Helen del brazo y la arrastró al socaire de una hilera de enormes carretillas cargadas de grandes canas­tas, y avanzaron de nuevo, manteniéndose fuera del campo visual de cualquiera que pudiera estar vigilando desde la nave. Cuando llegaron más cerca, Tallon vio que ninguno de los soportes contiguos a la Lyle Star estaba ocupado. Podía tratarse de una coincidencia… o podía ser que alguien hubiera despejado el terreno deliberadamente. La nave estaba completamente cerrada, como dispuesta para el despegue, a excepción de la escotilla por la que entraban los tripulantes, situada cerca del morro. No había ninguna señal de vida ni en la nave ni en sus proximidades.

—No tiene un aspecto normal —dijo Tallon—, ni tiene un as­pecto sospechoso. Creo que deberíamos ocultarnos en alguna parte y observar lo que pasa en los próximos minutos.

Se acercaron más, cruzando espacios abiertos solamente cuando las grandes grúas móviles les permitían deslizarse sin ser vistos, y se situaron a un centenar de metros de la Lyle Star. Las sombras se iban espesando, y el número de trabaja­dores de servicio era cada vez más escaso, hasta el punto de que la presencia de dos personas extrañas podría parecer sos­pechosa. Tallon miró a su alrededor buscando un escondite, y se decidió por una grúa estacionada cerca de allí. Arrastró a Helen hasta la imponente máquina amarilla, que erguía su mole por encima de sus cabezas. Abriendo una escotilla de inspección en el compartimiento del motor, Tallon sacó sus documentos, los ojeó, miró a través de la escotilla abierta, y volvió a ojear sus papeles, como si fuera un inspector de man­tenimiento en plena tarea.

—Asegúrate de que nadie te mira —le dijo a Helen—, y méte­te dentro.

Helen le miró con aire de sorpresa, pero obedeció. Tallon examinó los alrededores, entró detrás de Helen, y cerró la es­cotilla. En la sofocante oscuridad, impregnada de olor a petró­leo, avanzaron alrededor de los grandes motores giratorios hasta el lado de la grúa más próximo a la Lyle Star. Una hile­ra de respiraderos les permitía ver perfectamente la nave y la zona de hormigón contigua.

—Lamento haberte metido aquí —dijo Tallon—. Supongo que te sientes como un niño ocultándose en una caverna…

—Algo por el estilo —susurró Helen, y se acercó un poco más a Tallon en la oscuridad—, ¿Haces con frecuencia este tipo de cosas?

—No suelen ser tan ridículas, pero a veces esta clase de trabajo resulta infantil, hasta cierto punto. Tal como yo lo veo, casi todos los llamados asuntos de estado requieren que al menos undesgraciado se arrastre sobre su vientre a lo largo de una alcantarilla…