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—¿Por qué no lo dejas?

—Eso me propongo hacer. Y por eso no quiero arriesgarme a caer en brazos de Cherkassky en esta fase del juego.

—Pero no crees realmente que esté en esa nave…

Tallon alzó a Seymour hasta el respiradero más próximo para mirar al exterior.

—No, sólo es una posibilidad. Pero las cosas parecen dema­siado tranquilas allí.

—¿No puedes sintonizar tu juego de ojos a alguien de dentro y ver quién está allí?

—Es una buena idea, pero impracticable; acabo de intentar lo. Las señales son altamente direccionales, y el casco debe ser demasiado grueso para permitir una visión directa a través de él.

—Entonces, ¿cuanto tiempo tendremos que esperar aquí? —preguntó Helen, en un tono que reflejaba cierto desaliento.

—Hasta que oscurezca un poco más; entonces enviaremos a Seymour. Si entra en la nave, creo que podré mantenerme en contacto con él el tiempo suficiente como para comprobar si hay un comité de recepción en el interior.

Cuando el sol se ocultó y se encendieron las luces azules alrededor del campo, Tallon depositó al perro en el suelo, en el espacio libre en la parte inferior de la chapa, y le señaló la nave. Seymour agitó el rabo, inseguro, y luego trotó hacia el oscuro casco de la Lyle Star. Utilizando los ojos de Helen por unos instantes, Tallon contempló al perro ascendiendo por la corta rampa. Al llegar arriba, Seymour quedó silueteado durante unos segundos contra los rayos luminosos color limón que surgían del interior de la nave. Tallon pulsó el botón de Seymour en el juego de ojos en el preciso instante en que el perro veía un pie calzado con una pesada bota proyectándose hacia él.

Tallon, agachado en el compartimiento de motores de la grúa a un centenar de metros de distancia, oyó el sobresaltado aullido de Seymour. Unos segundos más tarde el perro había regresado a la grúa y estaba temblando en brazos de Tallon, el cual tranquilizaba al terrier mientras se preguntaba cuál debe­ría ser su próximo movimiento.

Había sido solamente una fracción de segundo, pero le había bastado para reconocer al sargento rubio y rechoncho que había ayudado a Cherkassky con el lavacerebros la noche que trataron de dejar en blanco la mente de Tallon.

XVIII

Poco antes del amanecer empezó a padecer persistentes ca­lambres en sus piernas. Friccionó furiosamente los anudados músculos, preguntándose si la droga tenía algo que ver con aquel problema, o si era un efecto natural del frío.

—¿Qué pasa, querido? —inquirió Helen con voz soñolienta.

—Mis piernas me están matando. Cuarenta años son mu­chos años para pasar toda la noche encaramado sobre el frío bloque de un motor. ¿Qué hora es?

—Mi reloj quedó en el hotel. Pero no puede faltar mucho para el amanecer; oigo trinar a unos pájaros.

—Los pájaros pueden trinar, pero si oyes a alguna persona moviéndose en la cabina que hay encima de nosotros, prepárate para salir de aquí —Tallon rodeó los hombros de Helen con su brazo. Le pareció menuda y fría, y súbitamente lamen­tó haberla conducido a aquella situación—. Tal vez debería­mos salir, de todos modos. Nadie abandonará la nave.

—Pero si regresas a la ciudad te cogerán, tarde o temprano. Tu única posibilidad de volver a la Tierra está aquí, en la ter­minal.

—Una cierta posibilidad.

Se produjo un largo silencio antes de que Helen hablara, y cuando lo hizo su voz fue vigorosa y fría… tal como había sido cuando Tallon la oyó por primera vez en el Pabellón.

—Ellos saldrían si yo les dijera dónde estás, Sam. Podría ir a la nave y decirles que te ocultas en otra parte del campo.

—Olvídalo.

—Escucha, Sam. Podría decirles que acababa de escapar de tu lado mientras dormías, y que estabas al acecho para embar­car en alguna otra nave.

—He dicho que lo olvides. Cherkassky, o quienquiera que esté allí, se olería el engaño a la legua. Esa clase de historias no convencen a nadie, al menos no a un profesional. Cuando se cuenta una mentira hay que hacerla tan increíble que todo el mundo la crea, precisamente porque nadie diría una cosa se­mejante si no fuera verdad; o mejor aún, decir la verdad, pero hacerlo de un modo que…

Tallon se interrumpió bruscamente, como deslumbrado por una súbita revelación.

—Helen, ¿te dijeron en el Pabellón cuál había sido el motivo de mi detención?

—Sí. Habías descubierto la manera de llegar a Aitch Mühlenberg.

—¿Qué dirías si te dijeran que todavía conservo esa infor­mación?

—Diría que es mentira. Todo aquello quedó borrado, tal como quedó demostrado en las revisiones a las cuales te some­tieron.

—Subestimas a la Tierra, Helen. Las colonias han olvidado lo buenos que podemos ser en algunas cosas. Tenía que ocu­rrir, supongo. Cuando una frontera se extiende, siempre es a costa de otra que se encoge…

—Déjate de rodeos y dime lo que tengas que decirme, Sam.

Tallon le habló de la cápsula incrustada en su cerebro, pro­tegida perfectamente, conservando en sus circuitos submoleculares la información deseada por el Bloque. Notó que Helen se envaraba mientras él hablaba.

—De modo que ese es el motivo por el que los tuyos se toman tantas molestias para hacerte regresar —dijo finalmente Helen—. No sabía que te estaba ayudando a entregar todo un planeta a la Tierra. Esto cambia las cosas.

—Puedes apostar a que cambia las cosas —dijo Tallon— ¿No sabes que está a punto de estallar una guerra por causa de aquel planeta? Si logro salir de aquí, esa guerra no tendrá lugar.

—Desde luego que no tendrá lugar: la Tierra habrá obtenido lo que quería.

—No estoy pensando en términos de gobiernos —se apresu­ró a decir Tallon—. Lo único que importa es la gente, la pobla­ción civil, los niños que montan en triciclos rojos, y que no tendrán que morir si yo regreso al Bloque.

—Todos compartimos ese sentimiento, pero queda el hecho de que…

—Podía haberme marchado —la interrumpió Tallon—. Esta­ba en la nave y volví a la ciudad.

—Déjate de melodramas; conmigo pierdes el tiempo. Ya ha­bíamos decidido que la policía de seguridad planeó que les condujeras hasta la nave. Suponiendo que hubiera despegado, la habrían interceptado antes de llegar al portal.

—De acuerdo. Probablemente, yo estaría muerto. Y no ten­dría miles de millones de muertes sobre mi conciencia.

—Tu nobleza rutinaria es peor aún de lo que era la mía.

—Lo siento —dijo Tallon secamente—. Mi sentido del humor parece haberse atrofiado en los últimos meses.

Helen rió con delectación.

—Ahora es cuando realmente te muestras pomposo— se apoyó contra Tallon, y besó su mejilla impulsivamente. El calor de sus labios contrastaba violentamente con la frialdad de su rostro—. Tienes razón, desde luego. ¿Qué quieres que haga?

Tallon explicó su idea.

Una hora más tarde, a la incierta claridad del alba, Tallon revisó la munición de su automática y flexionó sus piernas, preparándose para correr.

Su idea era muy simple, pero había un noventa por ciento de probabilidades de que Helen y él quedaran separados cuando la pusiera en práctica. Y esta vez la separación sería definitiva. En la helada oscuridad del compartimiento de motores de la grúa se enfrentaron con aquella posibilidad y la aceptaron. Los dos sabían más allá de toda posible duda que si Tallon lo­graba despegar —por muy buena que fuera su nave, incluso desde el punto de vista de la tecnología de la Tierra—, podía no llegar al portal; y si lo alcanzaba, sus futuros personales serian tan divergentes como los de sus mundos natales. Se habrían dicho adiós.