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El plan consistía en que Helen retrocediera hasta el pasillo rodante, sin que la vieran desde la nave, y luego volviera sobre sus pasos sin tratar de ocultarse. Su historia sena la de que Tallon la había obligado a llevarle a la ciudad, y que la habían hecho prisionera cuando Tallon estableció contacto con los miembros de la célula de New Wittenburg. Tallon había regre­sado allí cuando se dio cuenta de la trampa que le habían ten­dido en la Lyle Star. Tenía que dar una dirección del cinturón de almacenes, y decir que se había escapado mientras Tallon y los otros estaban durmiendo. Temiendo que la esperasen cerca de las comisarías o en la calle, había decidido dirigirse a la ter­minal del espacio, el único lugar que los terrestres evitarían. Luego tenía que hablarles de la cápsula.

Tallon no las tenía todas consigo cuando pensaba en lo en­deble de la historia. Se lo jugaba todo a la carta de que Cherkassky no se tomaría tiempo para pensar, sería incluso inca­paz de pensar, cuando le dijeran lo que había en el cerebro de Tallon. De ser una venganza semipersonal por parte de Cherkassky, o incluso una maniobra política de Emm Lutero, el in­cidente se convertiría en una verdadera crisis a nivel de gobier­nos. Lo que ocurriera después dependería de la reacción de Cherkassky. Si se dirigía a la ciudad, dejando a Helen bajo guardia en la nave, Tallon subiría a bordo y confiaría en la efi­cacia de su pequeña y sofisticada automática para despejar su camino y despegar del planeta con Helen. Cherkassky podría insistir en llevarse a Helen como guía, en cuyo caso Tallon tendría que intentar la aventura solo. Seymour gimió y apartó su cabeza del respiradero, privan­do a Tallon de su visión del exterior. Acarició la áspera cabe­za, susurrando:

—Tómatelo con calma, muchacho. Pronto saldremos de aquí.

Agarró con fuerza a Seymour y volvió a situarlo delante de la estrecha ranura de luz. En la parte inferior de la cha­pa había un espacio libre, y si el perro salía por allí no tendría ganas de regresar. Tallon no se lo reprochaba, pero necesitaba los ojos de Seymour, ahora más que nunca. Helen estaba a punto de aparecer entre los obreros del turno de la mañana. La terminal volvía a la vida después de la larga noche, y Tallon pensó, una vez más, que alguien podría decidir que se uti­lizara la grúa en la cual se encontraba.

Súbitamente, los miopes ojos de Seymour captaron la man­cha rojiza de los cabellos de Helen y una vaga zona verde que era su uniforme.

Helen subió la rampa y entro en la Lyle Star. Tallon se aga­chó en la oscuridad, mordiéndose los nudillos, preguntándose qué prueba visible tendría del éxito o del fracaso de su plan. Transcurrió un minuto; luego dos… tres… El tiempo se alargo dolorosamente, sin que se produjera ningún movimiento dentro o alrededor de la nave. ¡Y luego su pregunta fue contesta­da!

El cielo se oscureció.

El corazón de Tallon casi dejó de latir al ver lo que estaba ocurriendo. Una formación de seis cañones autopropulsados cruzaron el campo en menos de treinta metros de altura, pro­yectando sus sombras contra el suelo. Nubes oscuras de tierra y piedras colgaban debajo de ellos, remolineando sin peso en las corrientes de sus campos de gravedad negativa. Se desple­garon en abanico y se instalaron cerca del perímetro norte de la terminal, a menos de un kilómetro de distancia, y simultáneamente las sirenas aullaron su ensordecedora alarma. Las diminutas figuras de los técnicos que habían estado moviéndose entre las naves espaciales se detuvieron mientras los aulli­dos de las sirenas eran reemplazados por una voz humana au­mentada inmensamente de volumen.

Les habla el general Lucas Heller en nombre del Modera­dor Temporal. La terminal ha sido puesta bajo la ley marcial. Todo el personal debe dirigirse con la mayor rapidez posible al extremo sur del campo y reunirse en la zona de recepción. Las entradas han sido cerradas, y cualquiera que intente salir por otro lugar será ametrallado sin previo aviso. Repito: ame­trallado sin previo aviso. No se dejen ganar por el pánico y obedezcan esas instrucciones inmediatamente. Es una emer­gencia planetaria.

Mientras los ecos de la voz rodaban a través de las hileras de naves en ondas monótonas, el cielo volvió a oscurecerse con las balsas láser tomando silenciosamente posiciones sobre el campo. Tallon notó que sus labios se contraían en una tem­blorosa e incrédula sonrisa. Su plan había fallado… ¡y cómo había fallado! Cherkassky debía haber aceptado la parte de la historia de Helen acerca de la cápsula, rechazando el resto. Debió de sospechar que Tallon se encontraba cerca, y utilizó la radio de la nave para proclamar una emergencia.

Tallon contempló estupefacto cómo el personal del espacio-puerto abandonaba sus tareas y montaba en vehículos o co­rría hacia el pasillo rodante. Al cabo de cinco minutos el in­menso campo aparecía completamente sin vida. El único indi­cio de movimiento estaba en las remolineantes cortinas de polvo que colgaban de las balsas láser.

Nadie había salido de la Lyle Star desde que Helen había entrado en ella, y Tallon no disponía de ningún medio para averiguar lo que le había ocurrido. No podía pensar en nada y se limitó a permanecer sentado en la oscuridad, esperando, aunque no tenía nada que esperar. Apretó su frente contra el frío metal y profirió unas maldiciones en voz baja. Cinco minutos después Tallon oyó el sonido de pasos sobre el suelo de hormigón. Levantó de nuevo a Seymour hasta el respiradero y vio a varios hombres con los uniformes grises de la P.S.E.L. saliendo del fondo de la rampa. Un transporte militar avanzó a lo largo de la hilera de naves y se detuvo junto al grupo. La mayoría de los hombres subieron al vehículo, que se alejó inmediatamente en dirección a la ciudad; otros dos vol­vieron a subir por la rampa y desaparecieron en la nave.

Tallon frunció el ceño. Parecía como si Cherkassky pudiera estar cubriendo la apuesta principal de Tallon comprobando el resto de la historia de Helen, lo cual hacía doblemente desesperada la situación de Tallon. Y cuando los agentes de la P.S.E.L. llegaran a la dirección que Helen les había dado y no encontraran nada, ella se vería también en un grave apuro. Cherkassky era bueno, admitió Tallon, manoseando nerviosa­mente la automática. Si Cherkassky saliera de la nave, Tallon podría acercarse a él lo suficiente como para terminar lo que había empezado la noche en que había lanzado a su enemigo por la ventana del hotel. Tal vez por eso permanecía en la nave, no queriendo darle a Tallon la oportunidad de atacarle por sorpresa.

Si Cherkassky piensa que estoy dispuesto a arriesgarlo todo por una última oportunidad para matarle, pensó Tallon, ¿cuál será su primer movimiento lógico? Respuesta: ordenar un minucioso registro de la zona.

Como si hubiera leído sus pensamientos, los primeros miembros de la P.S.E.L. aparecieron en aquel preciso momen­to. Estaban aún a varios centenares de metros de distancia, pero el hecho de que él pudiera ver uniformes grises en su limitado campo visual significaba que debían ser muy numerosos en el espaciopuerto. Tallon apoyó su espalda en uno de los motores, sosteniendo al perro contra su pecho. Su escondite no era especialmente favorable; sería uno de los primeros lugares que los agentes registrarían cuando llegaran a aquella altura. Sopesando la automática en su mano, Tallon se sentó en la oscuridad, rumiando su decisión. Podía quedarse en el com­partimiento hasta que le acorralaran, o podía optar por morir a campo abierto buscando una probabilidad entre un millón de alcanzar a Cherkassky.

—Vamos, Seymour —susurró—. Ya te dije que saldríamos pronto de aquí.

Se acercó a la escotilla de inspección, vaciló un momento, y abrió la portezuela, admitiendo brillantes franjas de luz diur­na. Estaba a punto de deslizar su pie a través de la escotilla cuando oyó el chirriar de unos neumáticos y el zumbido del motor de un vehículo acercándose.