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—¿Adónde?

—Al taller. Allí le esperan un par de sorpresas.

Agarrándose al brazo de Winfield, Tallon le siguió fuera del patio, consciente de que su curiosidad se había despertado como nunca creyó que volvería a despertarse. Winfield avan­zaba con seguridad y con bastante rapidez, golpeando el suelo con su bastón. Mientras andaban, una serie de hombres tocaron el brazo de Tallon en un gesto de amistoso saludo, y uno de ellos depositó un paquete de cigarrillos en su mano libre. Tallon luchó por mantener su cabeza erguida y andar resuelta­mente, pero resultaba casi imposible, aunque podía sentir gra­bándose en su rostro la estereotipada sonrisa de disculpa de un hombre sin vista.

Para llegar al taller del centro de rehabilitación tuvieron que pasar por delante del edificio principal de la prisión y andar otros doscientos metros hasta un bloque auxiliar. Durante el paseo Winfield explicó que su lámpara emitía un delgado rayo de inaudible sonido de alta frecuencia y tenía un receptor para captar los ecos; un mecanismo electrónico combinaba los so­nidos de salida y retorno. La idea era la de que el generador de sonido barrería repetidamente desde unos 80 a 40kilociclos por segundo, de modo que en cualquier momento la señal de salida sería de una frecuencia ligeramente menor que la de cualquiera de los ecos. Combinando las dos se produciría un sonido de frecuencia proporcional a la distancia de cualquier objeto en el rayo de la lámpara, permitiendo así que un hombre ciego tuviera un cuadro mental de su entono.

Winfield había elaborado en parte la teoría, y en parte la re­cordaba de artículos en antiguas revistas de tecnología médi­ca. Ed Hogarth, que al parecer era un hábil mecánico, le había construido un prototipo, pero tenía dificultades con la electró­nica de la fase de reducción de frecuencia, que tendría que hacer audibles para el oído humano los ultrasonidos.

Mientras escuchaba, Tallon sentía un creciente respeto hacia el anciano doctor, que parecía sinceramente incapaz de aceptar la derrota. Llegaron al centro de rehabilitación y se detuvieron en la entrada.

—Una cosa más antes de que entremos, hijo mío. Quiero que me prometa que no le dirá nada a Ed acerca del verdadero motivo por el cual quiero construir la lámpara. Si lo sospecha­ra, dejaría de trabajar en ella inmediatamente… para salvarme de mí mismo, como diría él.

—De acuerdo —dijo Tallon—, pero a cambio quiero que usted me haga otra promesa. Si realmente tiene un plan de fuga, no me incluya en él. Si algún día decido suicidarme, es­cogeré un sistema más cómodo.

Subieron un tramo de escalera y entraron en el taller. Tallon lo identificó inmediatamente por el olor familiar a soldadura caliente y a humo viciado de cigarrillos, un olor que no había cambiado desde su época de estudiante.

—¿Estás ahí, Ed? —Los ecos despertados por la voz de Winfield sugirieron que el taller era bastante pequeño—. He traído a un visitante.

—Sé que has traído a un visitante —dijo una voz áspera y chillona desde muy cerca—. Puedo verle, ¿no es cierto? Hace tanto tiempo que estás ciego que empiezas a creer que los de­más tampoco tienen vista. —La voz se apagó en un refunfuñar apenas audible.

Winfield soltó su risa retumbante y le susurró a Tallon:

—Ed nació en este planeta, pero fue muy activo en el anti­guo movimiento Unionista, y no tuvo el suficiente sentido co­mún para marcharse cuando los luteranos se impusieron. Fue detenido por Kreuger, y sufrió un desgraciado accidente en sus talones cuando intentaba fugarse. Hay unas cuantas vícti­mas de Kreuger andando a saltitos como los pájaros por el Pabellón.

—Pero tengo los oídos sanos —advirtió la voz de Hogarth.

—Ed, te presento a Sam Tallon… el hombre que casi acabó con Cherkassky. Es un experto en electrónica, de modo que quizá ahora puedas conseguir que mi lámpara funcione.

—Me gradué en electrónica —dijo Tallon—, que no es lo mismo que ser un experto.

—Pero será capaz de poner en marcha un simple reductor de frecuencia —dijo Winfield—. Venga, toque esto.

Arrastró a Tallon hasta una mesa de trabajo y colocó sus manos sobre un complicado objeto de metal y de plástico de unos noventa centímetros cuadrados.

—¿Es esto? —Tallon exploró el aparato con sus dedos—. ¿De qué va a servirle esto? Creí que estaba hablando de algo que podría transportar en una mano.

—Eso es un modelo —intervino Hogarth en tono impacien­te—, de un tamaño veinte veces superior al del verdadero ins­trumento. Eso le permite al doctor palpar lo que cree que está haciendo, y yo lo reproduzco en el tamaño adecuado. Es una buena idea, salvo que no funciona.

—Ahora funcionará —dijo Winfield, en tono de profundo convencimiento—. ¿Qué dice usted, hijo mío?

Tallon pensó en el asunto. Winfield parecía ser un viejo chi­flado, y probablemente Hogarth estaba tan chiflado como él, pero en los breves momentos que había pasado con ellos, Tallon casi había olvidado que estaba ciego.

—Les ayudaré —dijo—. ¿Tienen materiales para construir dos prototipos?

Winfield le apretó excitadamente la mano.

—No se preocupe por eso, hijo mío. Helen se encargará de proporcionarnos todo el material que necesitemos.

—¿Helen?

—Sí. Helen Juste. Es la directora del centro de rehabilita­ción.

—¿Y no les ha prohibido fabricar este aparato?

—¿Prohibido? —Rugió Winfield—. Fue principalmente idea suya. Se entusiasmó con ella desde el primer momento.

Tallon agitó la cabeza con aire de incredulidad.

—¿No es una actitud un poco rara por parte de un funcio­nario del gobierno? ¿Por qué habría de arriesgarse a compare­cer delante del sínodo doctrinal sólo para ayudarle a usted?

—Vuelve usted a las andadas, hijo mío… permitiendo que su preocupación por los pequeños detalles le oculte el plan gene­ral. ¿Cómo puedo saber por qué actúa de ese modo? Tal vez le gusten mis ojos; el doctor Heck me dice siempre que son de una hermosa tonalidad azul. Desde luego, el doctor Heck no puede ser objetivo, ya que los hizo el personalmente. Winfield y Hogarth estallaron simultáneamente en una rui­dosa carcajada. Tallon apoyó sus manos sobre el macizo mo­delo de reductor de frecuencia, y pudo sentir la luz del sol ca­lentado su piel. Todas sus ideas preconcebidas habían sido erróneas. La vida de un hombre ciego no tenía que ser forzo­samente monótona y aburrida.

VI

Tallon colocó cuidadosamente la lámpara sonar en su fren­te, aplicó el auricular a su oído derecho y pulsó el interruptor. Se irguió, movió la cabeza a uno y otro lado experimentalmente, y empezó a andar. Tuvo una súbita conciencia de hasta qué punto se había acostumbrado a tantear su camino con un bastón.

El alcance de la lámpara había sido establecido para cinco metros, lo cual significaba que todo lo que se encontrara más allá de aquella distancia no produciría ningún eco. Mientras avanzaba movió la cabeza, primero horizontalmente y luego verticalmente. El último movimiento produjo un tono que podía ser comparado a una uve invertida cuando el rayo so­nar, ahora tocando el suelo, se acercaba a sus pies y volvía a retroceder.

Tallon se obligó a si mismo a andar con pasos tranquilos y uniformes, prestando toda su atención al tono electrónico as­cendente y descendente. Había recorrido casi diez metros cuando empezó a captar un leve blip próximo a la cumbre de cada rastreo vertical. Sin dejar de andar, aunque ahora más lentamente, se concentró en la parte superior del rastreo. El blip se hizo más agudo en la escala tonal con cada aparición, y finalmente Tallon fue capaz de convertirlo en una nota estable y estridente inclinando ligeramente su cabeza hacia abajo.