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– ¿Recuerda usted el nombre del primer ministro?

Xan lo mencionó.

– ¿Cómo se llama la princesa heredera?

Xan citó su nombre.

– Voy a pedirle que memorice tres palabras. ¿Querrá hacerlo? Son: perro, rosa, realidad… Dígame ahora. ¿Cuáles eran?

– Rosa. Gato. Realidad.

Su estado lo hacía sentirse como en el siglo XXI: una etapa de la que uno quiere despertar…, dejarla atrás y espabilar de una vez. Ahora estaba viviendo un sueño dentro de un sueño. Y los dos eran pesadillas.

Aquella mañana, en presencia de Russia, habían trasladado a Xan de la unidad de Cuidados Intensivos a la sala de Traumatología Craneal. Se había ganado unos elogios (que le parecían insultantemente excesivos) por haber caminado lentamente siguiendo una línea más o menos recta, por haber subido un tramo de escalera sin más ayuda que la del pasamanos, por haberse peinado torpemente y lavado los dientes, y por haber conseguido meterse por sí mismo en la cama. Dar cuenta de un palito de pescado rebozado, empleando para ello tenedor y cuchillo, le valió nuevas felicitaciones. Era, en suma, un sueño, y no podía despertar de él. Pero sí podía irse a dormir, y lo hacía, y entonces dejaba de soñar.

A primera hora de la tarde todo resultaba un poco más claro. Eran catorce pacientes en la sala, y a todos ellos les habían partido la crisma en algún momento. Sus mentes habían retrocedido, en tanto que sus cuerpos luchaban por recuperar su edad. Las tareas más fastidiosas de mantenimiento del propio cuerpo, las que normalmente hacían que uno se entumeciera de inanición, eran jaleadas ahora como habilidades. Por ejemplo, la evacuación. Una visita al váter sin ayuda podía valerte una salva de aplausos por parte del personal y de todos los pacientes que eran capaces de aplaudir. (Incluso Sophie, a sus diez meses, sabía hacerlo: produciendo un ruidito menudo y casi imperceptible, sí, pero que rara vez dejaba de hacer.) Y luego había asimismo felicitaciones por logros mucho más importantes que el de ir solo al váter…, como el de que no se te escapara cuando no estabas en el váter. Dos camas más allá estaba acostado un hombre de setenta años al que ahora estaban enseñando a tragar. Y había otros, en diferentes puntos de la sala a los que se llegaba por diferentes caminos, que marchaban penosamente con sus chándals a la sala donde se hallaban los juguetes de madera o la piscina de fisioterapia. Y hasta dos o tres como él, los reyes sin corona de Traumatología Craneal, que eran virtuosos del cepillo de dientes y el peine, adeptos a los cordones de los zapatos y las hebillas de los cinturones, personas de gustos selectos: hombres renacentistas.

– ¿Sabe usted lo que es el NEO?

– Meo. Neo. No.

– Near Earth Object: Objeto Próximo a la Tierra. ¿No ha visto el periódico? Hace que casi te dé miedo mirar la primera página, la verdad sea dicha. Llegará el día de San Valentín. Pero no se preocupe. Pasará muy cerca, pero no nos dará.

El día de San Valentín, pensó. No sería precisamente un buen día para aquella mujer en particular. Unos labios gruesos de rojo anaranjado sobre su tez pálida y sedosa, los revueltos cabellos de un matiz anaranjado también… Y, sin embargo, tenía «algo»…

– ¿Podría escribirme una frase? Cualquier frase.

Tendió a Xan un lápiz y un bloc de notas. Su interlocutora era una mujer de unos cuarenta años, psicóloga clínica, llamada Tilda Quant. Estaba razonablemente contenta ahora, en parte porque había dejado de intentar engatusar a un anciano para que escribiera la palabra él, y también porque de su nuevo paciente se hablaba en los periódicos, tenía relación con el mundo del espectáculo y era un individuo de cierta posición social. No era que Tilda se rindiera a la tradicional reverencia por la fama; se trataba de algo más subliminal e interactivo. Por el hecho de compartir la publicidad de su paciente, su exposición a la curiosidad general, ella sentía realzada un poco su propia importancia. Xan, por su parte, atribuía asimismo una gran significación al hecho de que Tilda Quant fuera una mujer, aunque por razones que aún no veía claras. Ella le dijo:

– «Jovencito emponzoñado de whisky qué figurota exhibe.» Veamos.

– Es un ejercicio -respondió Xan mientras escribía-. Una frase que se supone que contiene todas las letras del alfabeto.

– Sí, ya veo que usted es un buen mecanógrafo. ¿Y si le digo qwerty? Ya sabe… qwerty uiop.

– Oh, sí. Aunque pienso que la he escrito mal. La frase, quiero decir. No veo ninguna v en ella. Jamás me acordaba de escribirla. Ni siquiera antes.

– … ¿Dice usted que no recuerda… palabras como… violencia?

– Sí, sí. Es sólo que no quiero recordar la violencia de los últimos meses. Todo el proceso fue increíblemente violento. Le diré cómo me sentía. Pensaba: si pudiera encontrar a algunas personas muy mayores y sentarme cerca, tal vez no ocurriría nada malo por espacio de diez segundos. Entonces no me sentiría tan increíblemente frágil.

La mujer lo observaba con una nueva fascinación. Le preguntó:

– ¿De qué está usted hablando?

– De mi divorcio.

– Ah -exclamó ella, y tomó unas notas-. Yo llamaría a esto su primer chapoteo en una disfunción cognitiva. Una respuesta inadecuada a una pregunta que estaba claramente relacionada con la agresión.

– ¿La agresión? No, no recuerdo la agresión.

– ¿Recuerda aquellas tres palabras que le pedí que memorizara?

– … Gato. Un color, amarillo o azul. Ah, y realidad.

Fuera el sol se hallaba a una hora por encima del horizonte y pasaba de iluminar una cosa a otra, y de ésta a otra. Xan observaba cómo se movían las sombras: lo hacían, le parecía, a la misma velocidad que se movía la manecilla del minutero del reloj que había en la pared del despacho de la hermana, tras la mampara de vidrio. Fue un gran descubrimiento para éclass="underline" que las sombras se movían a la velocidad del tiempo. Xan seguía pensando en su hermana muerta, Leda: hacía quince años que no la había visto, y, cuando fue a verla al hospital, ya no volvería a despertarse.

Llegó su esposa, acompañada de Billie, de la pequeña Sophie y de Imaculada.

Cuando las niñas se hubieron ido, Russia pidió que colocaran los biombos alrededor de su cama, y se tendió en ella vestida sólo con su braguita. La forma como lo hizo le trajo a la mente a Xan la frase «gobierno de mujeres»… [8] Respondió palpablemente a su calor, a su abrazo. Fue una sensación tranquilizadora, distante, pero pronto se sumó al dolor punzante de su cabeza y se perdió, entonces, en su agotamiento, su náusea y la sensación penosa de su herida. Le habría gustado dejarse llevar por una masa de agua en movimiento. Le habría gustado que las olas hicieran el amor por él.

Russia se había vuelto a poner su ropa y estaba a punto de marcharse. Xan parecía dormido, pero, cuando ella descorrió la cortina de plástico, él se incorporó en la cama y le señaló con insistencia al joven que se hallaba tendido en la cama contigua (y que no pareció agradecer la atención que le demostraba) diciendo:

– Ese chico de ahí… ¡es un cagón formidable! ¿Verdad que sí, hijo? No es…, bueno, no es nada del otro mundo al comer y al hablar… De momento. Pero a su forma de cagar no se le pueden poner peros. ¡Joder, cómo caga!

Xan se daba cuenta de que nadie esperaba seriamente que recordara su agresión. Cuando le preguntaban acerca de ella (el médico, la psicóloga clínica, las personas vestidas de paisano que lo interrogaban y enseguida quedaban satisfechas), les decía que no recordaba nada entre el momento en que entró en el Hollywood y cuando lo llevaron al hospital. Así se lo dijo a su mujer. Pero no era verdad. Lo recordaba muy bien. Y lo recordaba tal como le habían prometido que lo recordaría: lamentándolo.

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[8] Petticoat government: literalmente, «gobierno de enaguas», o régimen sobre el que influyen poderosamente las artes femeninas, de manera más o menos directa, sometiendo a los hombres. Fue un tema de debate epistolar en la prensa británica cuando salieron a relucir las prácticas de ciertas esposas dominantes que hacían vestir ropas de mujer a sus maridos y los obligaban a servir así el té cuando recibían visitas. (N. del T.)