A quien me haga daño, pensaba (durante todo el día), le haré daño. Le haré más daño, con mayor dureza. Si alguien me hace daño, haré daño, haré daño.
2. CARGARSE A BERYL
Mal Bale, que medía un metro ochenta y cinco a lo largo y otro tanto de circunferencia (tenía más o menos las dimensiones de una cabina de aseo público), marcó cuidadosamente un número en su teléfono móvil (que no era mayor que una caja de cerillas, y lo obligaba a pulsar las teclas con la uña de su dedo meñique). Dijo a su patrón:
– Deberíamos ser dos aquí. ¿Hacer de guardaespaldas de ese cabrón? Vienes de los lavabos de caballeros y te lo encuentras magreando en grupo a una camarera…, él solito… No, hombre… Sólo te he llamado para quejarme. En realidad no se porta tan mal esta noche, por su lesión: yo diría que lo frena un poco. Y el periodista está con él ahora, y se ha calmado un poco… ¿Sí? Gracias, hombre. Te lo agradezco.
Mal se refería, en primer lugar, a Auto de Choque Ainsley Car, el delantero del equipo de fútbol de Gales lesionado. Car, que fue uno de los jugadores con más talento de su generación, estaba ahora hundido hasta el cuello en las horas más bajas de su carrera, y eso a pesar de tener tan sólo veinticinco años. Hacía tres que había representado a su país (y tres meses desde la última vez que su club lo había alineado). El periodista en cuestión era Clint Smoker, del Morning Lark.
El noventa y nueve coma nueve por ciento del trabajo de un guardaespaldas profesional consiste en una única actividad: fruncir el ceño. Lo frunces por esto, lo frunces por lo otro. Lo frunces de esta manera, y también de esta otra. Tiene que parecer que estás alerta, y por eso estás frunciendo el ceño todo el rato. Algunas mañanas te despiertas pensando: «¡Joder! ¿Quién me sacudió anoche?» Como si tuvieras magullado el entrecejo. Sin embargo, nadie te pegó. Es de tanto fruncirlo… Pero con Car era diferente. Normalmente, un guardaespaldas protege a su cliente del mundo exterior. En el caso de Ainsley, tenías que proteger al mundo exterior de tu cliente. Mal Bale, que había sido contratado por el representante de Car, se hallaba en la barra del Cocked Pinkie, frotándose los ojos como un niño. De momento no le harían fruncir el ceño. De momento le harían bostezar…, como preludio de una acción más concreta. Es curioso, pensó Mal. A Ainsley se le puede controlar con facilidad hasta que llega su cambio de personalidad a eso de las seis. Entonces, basta que se meta por el gaznate media clara para que se transforme en otro hombre. Sus ojos lo delatan.
Ainsley y el tal Clint se habían sentado en un reservado, a hablar de negocios. El cuarto cóctel de Ainsley parecía un Knickerbocker Glory…, con una sombrillita infantil sobresaliendo de la copa. Tenías que respetarlo como jugador, reconoció Mal para sus adentros. Y Mal, en sus primeros tiempos (que eran, en realidad, otra época), había sido un leal hincha de su West Ham nativo: la bandejita de cerdo agridulce en el tren nocturno a Sunderland, las frenéticas y jadeantes carreras por King’s Road, las monótonas comparecencias ante el tribunal en Cursitor Street… Hasta que después, cierto sábado, cayó sobre él la desilusión en Upton Park. Era la media parte, y dos mascotas evolucionaban en la esquina donde estaba su grupo de hinchas; eran dos figuras rechonchas, casi esféricas, que representaban, respectivamente, un cerdo y un cordero. De pronto el cerdo le da un golpe al cordero y éste se lo devuelve. Era cómico al principio, con los dos pegándose el uno al otro y cayendo al suelo. Parecía formar parte del espectáculo, pero no era así. El cordero había caído de espaldas y agitaba los brazos como un escarabajo enloquecido. Y el cerdo le pegaba con el banderín del córner…, y se oían los gritos de los hinchas, y había sangre en el vellón del disfraz… Hasta aquel momento, Mal se había considerado divertidamente mentalizado para la gresca que seguiría al encuentro; pero enseguida se dio cuenta de que todo aquello había acabado. Acabado. Era algo que tenía mucho que ver con la violencia y las categorías. No podía expresarlo con palabras, pero no volvería a pelearse por pura diversión. Había sido padre por primera vez hacía poco: es posible que eso tuviera también algo que ver. Se enteró más tarde de que el cordero llevaba tiempo tirándose a la chica del cerdo, por lo que -y ésa fue la opinión definitiva de Mal-, obviamente, tuvo su merecido.
Miró su reloj: las siete y cuarto. Darius, su relevo, se presentaría a las diez.
– En los dos últimos años, Ainsley Car y el Morning Lark han gozado de una relación especial -decía Clint Smoker-. ¿No es un hecho?
Ainsley no lo negó. Durante sus años en la cumbre se había sincerado con una serie de diarios de gran circulación acerca de sus juergas y sus programas de desintoxicación, sus accidentes de coche debidos a la embriaguez, los hoteluchos que frecuentaba y las jóvenes aspirantes a estrella que se tiraba. Pero eso ocurría en los tiempos en que, con una simple finta de su hombro y un regate con su bota, Ainsley podía herir a toda una nación al mismo tiempo que exaltaba a la suya. Pero ya no estaba en su mano hacerlo. Ahora hasta sus actos condenables eran nimiedades.
– En la vida de todo atleta -estaba diciendo Smoker en voz alta y aparentemente objetiva- llega un punto en que tiene que darse cuenta de sus limitaciones y considerar la seguridad financiera de su familia. Tú has llegado a ese punto…, o eso es lo que nos parece en el Lark.
No…, ya no podía seguir haciéndolo; no en el campo, al menos. En su anterior condición, Ainsley era un futbolista por todos los poros; incluso cuando aparecía de esmoquin, en alguna ceremonia de entrega de premios…, si se daba la vuelta, uno hubiera esperado ver su nombre y su número cosidos en su espalda. Pelirrojo, ojos pequeños, la boca abierta… En el dialecto del clan, era escurridizo (es decir, de baja estatura) y combativo (es decir, marrullero), pero poseía indudablemente un cerebro futbolístico. No tenía un espíritu cultivado o educado…, pero su pie derecho lo estaba con creces. Luego al muchacho todo le salió mal. Aún conservaba su agresividad, pero había perdido todos sus reflejos. Ahora, habitualmente, Ainsley era retirado en camilla del terreno de juego antes de que el balón hubiera salido del círculo centraclass="underline" lesionado al intentar lesionar a un contrario (o a un compañero del propio equipo, o al árbitro). La entrevista en profundidad más reciente que le había hecho el Lark hablaba del «momento de locura» que se había apoderado de él en un encuentro benéfico, cuando, apenas comenzaban a apagarse las vibraciones del silbato inicial, Ainsley cargó violentamente contra Sir Bobby Miles, el ex extremo del equipo de Inglaterra (que a la sazón contaba sesenta y seis años de edad): fractura de pierna para cada uno.
– Me quedan años, hombre -dijo Ainsley amenazadoramente-. ¿Sabes dónde tengo lo que me permite aguantar el ritmo? -Y se dio dos golpecitos en la sien-. Aquí. Esto sigue funcionándome. Aún lo tengo en condiciones.
– Seamos realistas, Ains… Ya no volverás a vestir la camiseta de Gales. Te queda un año en primera división, y te lo pasarás en el banquillo. No te renovarán. Tendrás que bajar de categoría. Y en un par de temporadas te estarán haciendo trizas en tercera división.
– Yo no tengo madera de suplente, hombre. Y no pienso jugar para un cochino equipo de tercera. ¿Sabes quién se interesa por mí? ¡La Juventus, nada menos!
– ¿La Juventus? Debe de ser por tus recetas de pasta, Ains. Escucha… Eras, repito eras, el jugador más prometedor que he tenido el privilegio de ver en acción. Cuando tenías el balón en los pies y pisabas el área… ¡Joder! Eras increíble. Pero todo eso ha pasado a la historia, y es lo que hace que te sientas frustrado. Por eso estás siempre en el hospital antes de llegar a la media parte. Tienes que confiar en que el Lark mira por tus intereses.