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– Jamás volveré a emplearte, amigo. ¿Estamos?

Snort se había limitado a bajar la mirada. Y Mal había añadido:

– Sigues bebiendo, ¿no? Supongo que pensaste: «Fastidiaré el asunto, pero cobraré el dinero y me largaré.» Deberías tener un poco de eso que llaman orgullo, muchacho… Tendrías que tragarte una píldora de orgullo.

Pero ahora ya veis: ni una sola botella a su lado. Sólo drogatas chiflados. Haciendo teatro, además. Snort presume de ser un veterano de las SAS, pero todos los que andan metidos en esto dicen que lo son.

A Mal se le había unido ahora el periodista aquel del Lark, Smoker, quien estaba mirándolo con curiosidad, como calculando el precio de su traje.

Smoker pretendía hablar en voz baja, pero su voz no tenía condiciones para ese registro.

– ¿Eres del oficio, moreno? -preguntó.

La primera cosa que Mal tenía que averiguar era si estaban jugando con él. Apenas sabía de la existencia del Morning Lark (y le habría escandalizado su contenido), pero conocía bastante bien a Clint a través de la relación con Ainsley Car y desde la época en que Mal estuvo representando durante seis meses a unas famosas modelos de topless y concedió entrevistas a diversos periódicos, entre ellos al Lark. No parecía peligroso, así que Mal transigió y dijo:

– No sé nada del oficio. Trabajo como guardaespaldas, amigo.

– Pero tú, en tus tiempos, hiciste un poco de esto. Deja que el Lark se ocupe ahora de sacarlo adelante.

– Sí, bueno… Es verdad que hice algunas cosillas. ¿Me invitas a una jarra de Star? Podría haber progresado en el oficio. Pero no tenía el temperamento necesario.

Clint entornó calmosamente los ojos, y dijo:

– Sin embargo, has tenido tratos con peces gordos. Escribiste en letras de molde que habías trabajado para algunos de ellos.

– Sí. Bueno…, conocí a unos cuantos en mi época. Ah, gracias.

– Veamos si este nombre significa algo para ti.

– Adelante, pues -asintió Mal bruscamente, al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza e intentaba remojar su gaznate con unos cuantos sorbos de su primera bebida de la noche.

– Joseph Andrews.

Mal resopló emitiendo un surtidor de espuma, y hundió enseguida la cara en su vaso de vidrio.

– ¡Ten cuidado! -exclamó Clint, que se sacudió la cerveza de la frente y le dio una palmada a Mal en la espalda con la mano manchada de espuma-. Sí… ¿Te enteraste de lo que le hicieron a ese tipo, Xan Meo? Un amigo mío lo presenció. Dijeron que lo hacían para saldar una cuenta que tenía con Joseph Andrews. A estas horas debe de andar vendiendo la historia a los periódicos.

Ya salió a relucir, pensó Mal. Ya se ha destapado el asunto.

Hacia medianoche, Ainsley Car pidió sus muletas.

Ya en la calle, Mal siguió con la mirada los esfuerzos del maltrecho delantero para avanzar por la pasarela, seguido por Darius. Más allá de ellos discurría el Támesis, con todas las luces de su historia. En lo alto, los húmedos tachones de las estrellas, las titilantes estrellas, aferradas al espacio-tiempo.

– Está borracho -dijo Clint desde detrás.

– No, ahora comenzará a recuperar energías. Necesita dar un paseo con las muletas. -Hacia las once, en efecto, Ainsley había entrado en un ciclo más lento, como una lavadora. En cualquier momento estaría de vuelta para trastabillar, caminar torpemente y temblar de arriba abajo. Mal consultó su reloj y dijo-: Ahora vendrá la comedia del submarino…

Y se oyó, en efecto, cómo Ainsley, mientras subía la pendiente, gritaba con voz grave y ferozmente tensa: «Todos los hombres del puente cinco pasen inmediatamente al puente cuatro. Todos los hombres del puente cuatro pasen enseguida al puente tres. Todos los hombres del…»

El coche de alquiler se acercó discretamente. Mal vio con pesar que el curso de Ainsley lo llevaría a pasar por delante del pobre infeliz que estaba sentado bajo una farola, con una perra en su regazo, o a pisarlo… Y aquel infeliz sin hogar no estaba en la situación del Sintecho John, que contaba con un lugar agradable al que ir: era un auténtico artista de aparcamiento y portal de tienda, un rebuscador de basura agazapado para desafiar su tercer invierno sin refugio. La perra tenía sangre de spaniel y el pelaje suave de un terrier. Él la acariciaba y le hablaba en voz baja y se entendía, en cualquier caso, con ella. Parecían más unidos que una pareja humana; la impresión que daban era de participar cada uno intensamente en el ser del otro. Era casi como si el perro fuera la fuerza del hombre, y la humanidad de éste surgiera, erecta, del animal que caminaba a cuatro patas.

Así que Auto de Choque se queda quieto apoyado en sus muletas y le pregunta:

– ¿Quieres cincuenta libras?

– … Pues claro que las quiero.

Saca un fajo prendido con un clip, y separa el billete.

– … Muchísimas gracias.

– Vale. Y ahora tengo que pedirte un favor, amigo. ¿Me prestas cincuenta libras?

– Preferiría no hacerlo, si te he de ser sincero.

– ¿Sincero? ¿Sabes lo que me dijo mi padre?

– ¿Qué?

– ¡Nada! El tío se largó cuando yo tenía un año. Pero mi madre… Mi madre decía que la caridad comienza por la propia familia. Y tú no eres de mi familia. Así que jódete -dijo Ainsley. Su voz vibraba…, toda su cabeza vibraba-. ¿Dónde tienes tu orgullo de hombre…?

– No todos hemos nacido con un talento como el tuyo. Tú eres un dios, eso es lo que eres.

Ainsley se volvió ahora inexorablemente a Clint Smoker:

– Y yo estaba allí firme, amigo. Muy firme. ¡El himno nacional! ¡Y el maldito rey allí mismo, justo encima del túnel de vestuarios, con lágrimas en los ojos! ¡Con la agilidad de una pantera, dejo a Hugalu sentado de culo, driblo a Straganza y le pongo el balón en bandeja a Martin Arris! ¡Las Torres Gemelas revientan! ¡De admiración, muchacho, de admiración!

– Eso nunca te lo quitarán, Ains -reconoció Mal.

La perra levantó la cara y miró al futbolista con castaños ojos de afecto.

– ¡Ven aquí! -la llamó-. Aguanta, hijo. Anda y que te zurzan, Ainsley Car. ¡Atrás todo el mundo! ¡Esto no es un perro! ¡Es una bomba de rabia! ¡QUE LOS PASAJEROS DE LOS ASIENTOS CINCO A DIEZ SE DIRIJAN INMEDIATAMENTE AL SEGUNDO PUENTE DEL SUBMARINO! ¡ESTO VA A ESTALLAR! ¡ESTO VA A ESTALLAR!

Luego, como dos atletas genuinamente entregados a una carrera por parejas, Ainsley inició su desesperado salto a la noche, con Darius siguiéndolo, primero caminando, luego a paso vivo y, finalmente, a la carrera.

Clint se quedó allí, lo mismo que Mal. Mal se preguntaba de qué humor encontraría a Shinsala al regresar a su piso. Cuando cerrara de golpe la portezuela del coche, mientras escuchara el chirrido de la cerradura, ¿sentiría en su pecho la disculpa del miedo? No un miedo físico, por supuesto, pero miedo al fin y al cabo. ¿Era un estado de ánimo el miedo?