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– Podrías calcularlo matemáticamente -dijo Clint-. Dividiendo su semanada por su cociente intelectual. O algo así.

– Hombre, Clint…-dijo Mal, poniendo fin a sus pensamientos.

Smoker le ofreció una efusiva mirada de contrición. En los últimos treinta minutos se había operado un cambio de poder entre los dos hombres. En sus tratos previos con Mal, Clint había tendido a considerarlo un afable imbécil obligado a ganarse la vida con sus puños. Pero la ira masculina, el ardor masculino tan fácilmente traducible en violencia masculina, le había hecho reconsiderar aquella primera impresión. Clint se veía a sí mismo corpulento y fuerte, y allí estaban, además, para demostrarlo, tantas peleas suyas en las que siempre vencía. Pero la violencia de Mal era eficiente, profesional y, por encima de todo, justa; algo que Clint nunca podría rebatir. En aquel momento, el temor de Clint le parecía afecto…, afecto por Mal Bale.

– Clint, amigo… ¿Eres un hijo de puta?

– No, Mal. No soy un hijo de puta.

– Bueno… ¿Y qué pasa si me fallas?

– Bien… Obviamente aquí no ocurrirá el proverbial «se irá todo a la mierda». Es obvio.

– Si necesitas saber cuánto, telefonea a tu chico, Andy, hacia final de la semana. ¿De acuerdo?

– Sí, colega. Te deseo lo mejor, Mal. Que salga todo bien. Y cuídate, amigo.

Clint Smoker estaba riendo cuando se encaramó al puente de mando de su Avenger negro. Adrenalina: es un gran remedio. Y, al pisar el acelerador (en unos minutos todos sus pensamientos subsiguientes estarían dedicados por entero a las preocupaciones del motor), Clint comenzó a componer mentalmente un e-mail que empezaba:

«¿Ke tenéis que decir ahora del viejo kastaño kanoso…? ¿Importa el tamaño? ¿O el tenerlos bien puestos?»

3. EN EL TREN REAL

El rey no estaba en su tesorería, contando su dinero…, y la reina no estaba en el jardín, comiendo pan con miel…

Enrique viajaba en dirección al sur en el tren real. Aquel tren tenía un vagón oficina, un vagón para reuniones, un vagón sala de estar, un vagón dormitorio, un vagón comedor, un vagón cocina, un vagón de personal de servicio, un vagón de seguridad y un vagón de vigilancia. El soberano se encontraba en el vagón oficina, escribiendo su carta diaria a la princesa. Como casi todos los interiores que había conocido en su vida, aquélla era una estancia de líneas cambiantes: no habían dejado en ella nada en paz. Cada plano estaba lleno de estorbos ornamentales; las paredes estaban cargadas de cuadros y fotografías enmarcadas; las superficies planas infestadas de curiosidades y bibelots; y cada panel del techo insistía en resaltar su paisaje de nubes, su querubín, su madonna, su desnudo. Privado de la libertad de las dimensiones amplias, el tren venía a resumir la condición de la realeza: siempre estaba encima de ti y nunca te dejaba ser como eras.

Se producían frecuentes retrasos, largos y muy molestos, pero el tren real era, técnicamente, un tren sin paradas. En aquel momento sólo el rey sabía que iba a detenerse en un apartadero de Royston, cerca de Cambridge, para que se entrevistara con Brendan Urquhart-Gordon, quien decía ser portador de noticias buenas y malas.

«Mi querida hija», había comenzado la carta… Ahora siguió: «La visita a los leprosos fue más bien deprimente. Y, después, la pesadilla del vuelo de vuelta. Tuvimos turbulencias sobre el Canal, como siempre: muy bruscas en esta ocasión. Al aterrizar, fui derecho a ese centro de traumatología craneoencefálica, que resultó una especie de tortura medieval; te pasas horas escuchando a gente que apenas puede hablar y que te cuenta los maravillosos progresos que está haciendo. Luego, a primera hora de la tarde, marché al norte, en el tren.»

Hizo una pausa. Ir al norte había sido como un viaje a la depresión orgánica, un viaje a la noche y al invierno. Al principio eran sólo las obesas calderas de las centrales eléctricas, que añadían sus humaredas a la inmensidad gris. Más tarde el cielo se tornó de un negro borroso, con costurones brillantes. De vez en cuando incluso aparecería el sol, como el casco de un minero bajando por una chimenea. A las tres y quince encontraron la noche. Y, finalmente, el Kyle de Tongue ciñó su dogal de peñascos en dirección al Mar del Norte.

«No ha habido, por desgracia, ningún cambio en el estado de mamá», siguió escribiendo Enrique, con su elaborada caligrafía hecha todavía más trémula por el traqueteo de las ruedas. «Debo decir que ahora me resultan temibles estas visitas. Lo más descorazonador es que el rostro de mamá sigue sin experimentar ningún cambio, tan sereno y hermoso como siempre.» Se interrumpió con un estremecimiento. «El peluquero sigue atendiéndola una vez al día; le hacen la manicura una vez por semana y, por supuesto, se ocupan de “darle la vuelta” con frecuencia en la cama. Si no fuera por el fantasmal zumbido del respirador, uno esperaría que abriera los ojos en cualquier momento y dijera con su antigua jovialidad: “¡Oh, papá, no te sientes ahí! ¿Dónde está mi tetera?” Como he dicho a menudo, aunque haya habido casos de personas que han salido de un coma profundo tras haber permanecido en él periodos que han durado varios años, debemos continuar fortaleciéndonos para lo peor. El “equipo”, querida, puede quedar reducido de tres a dos, pero seguimos siendo un equipo, tú y yo, hija mía. Tú y yo. Nosotros dos.

»La presencia de los medios de comunicación…» Hizo una pausa. Y continuó: «… reduce y a la vez confunde los sufrimientos de uno. Por supuesto que me siento conmovido, por supuesto que me turba. Pero… ¿debo mostrar mis heridas a la cámara? ¡Y eso aun cuando se muestran de lo más respetuosos! “¡No temáis derramar una lágrima, majestad!” Le entran a uno ganas de vomitar. Cada vez siento más visceralmente que los medios son en esencia unos violadores que envenenan todo cuanto tocan.»

Hizo una pausa. ¿Cómo lo había expresado Bugger? «Debería advertírsele a la princesa», había dicho Urquhart-Gordon, «que tal vez se haya dado una filtración de su privacidad.» No, pensó Enrique: aún es demasiado pronto para eso. Y siguió escribiendo:

«Me parece que deberíamos tener una conversación sobre el tema y sobre la seguridad en general. Yo estaré ahí el sábado (5) y podremos tener una agradable charla en algún hotel que nos parezca conveniente.»

Venía luego un fantástico despliegue de diminutivos y palabras de afecto.

Después Enrique tocó el timbre reclamando la presencia de Amor.

En Royston el tren empezó a reducir velocidad. Enfrente, envuelto en una niebla fina y casi invisible, estaba el apartadero donde aguardaba ahora el providente Urquhart-Gordon con un solitario detective. Y un poco más allá un automóvil negro con su chófer. El tren se movía aún cuando Brendan se encaramó a él.

– Dame primero las malas noticias. Las buenas tal vez se deriven de ellas -dijo Enrique IX.

– La mala noticia, señor, es que la fotografía no es, en realidad, una fotografía -respondió Brendan, que compuso enseguida las finas líneas de su rostro animoso e inteligente-. Es un fotograma.

Se había retirado unos segundos para que Enrique se hiciera cargo de lo que aquello significaba. Y, en efecto, la cabeza del rey estuvo oscilando sobre su base como medio minuto antes de murmurar:

– De una película…

– Sí, señor. De una película.

Brendan escuchó el suspiro de Enrique: largo e inquisidor, con un gemido ahogado al final.

– De una DigiCam 5000 DVD, para ser exactos, señor.

– ¿Sabes, Bugger? Espero que ese cometa, o lo que sea, nos reduzca a todos a añicos.